La filosofía profunda de Javier Milei
«Esa quimérica libertad absoluta constituye una mera ilusión. El individuo no existe. Ni existe ni ha existido nunca. Milei será flor de un día»
Por primera vez en la historia de la humanidad, un Estado, y no uno cualquiera sino el séptimo en extensión entre todos los que existen en el mundo, va a estar dirigido por un presidente que se confiesa anarcocapitalista. Algo que podría convertir a la Argentina en un laboratorio experimental a fin de testar la aplicación en el plano de lo real de una doctrina económica, la propia de la llamada Escuela Austriaca, que, por su radicalidad doctrinaria, nunca ha tenido existencia fuera de las páginas de los libros y artículos escritos por los publicistas que la defienden. Aunque si acabo de usar ahí atrás, y de modo deliberado, la forma potencial del verbo poder es porque va a resultar en extremo difícil que Javier Milei, pese a lo que él personalmente desee, vaya a disponer de la posibilidad efectiva de llevar a la práctica los aspectos más heterodoxos y disruptivos de su programa libertario.
Al punto de que, una vez conocidos los principales nombramientos en su Gobierno, se puede dar casi por seguro a estas horas que ni la dolarización ni la desaparición del Banco Central de la República Argentina, ambas promesas, van a dejar de constituir algo más que simples consignas propagandísticas solo aptas para animar y calentar una campaña electoral. De ahí que se antoje mucho más interesante -a mí, al menos, me lo parece- la crítica de la concepción filosófica y antropológica que inspira a los ideólogos anarcocapitalistas de los que bebe Milei -autores como Ayn Rand o Murrai Rothbard- que enredarse con sus muy sencillas y simplistas concepciones económicas, esas que se pueden comprimir en el axioma algo pedestre de que el Estado resulta ser siempre muy malo, mientras que el mercado es siempre muy bueno.
«Va a resultar en extremo difícil que Javier Milei, pese a lo que él personalmente desee, vaya a disponer de la posibilidad efectiva de llevar a la práctica los aspectos más heterodoxos y disruptivos de su programa libertario»
Porque la idea profunda que inspira toda la cosmovisión de Milei, de la que su dogmático fundamentalismo de mercado apenas constituye una pequeñísima parte, se asienta en el principio rector de que la única soberanía legítima reside en los individuos, solo en los indivíduos y exclusivamente en los individuos. En consecuencia, nada ni nadie puede estar autorizado jamás para siquiera condicionar las decisiones libres y soberanas de un individuo. Ni el Estado ni la patria ni la comunidad ni la familia ni la religión ni la tradición ni las normas culturales ni el altruismo. Nada ni nadie. Para los libertarios, como Milei, la sagrada soberanía irrestricta de los individuos aislados y libres reposa en última instancia sobre el derecho inalienable a la propiedad sobre sí mismos (de ahí, por cierto, que el presidente argentino considere aceptable y legítimo que un hombre venda una pierna o un brazo a otro hombre siempre que la transmisión a título lucrativo del órgano se realice en un mercado privado transparente y exento de interferencias estatales).
Tan aparentemente novedoso, contemporáneo, modernísimo y rompedor, ese principio que inspira la filosofía política y económica de Milei -el que sostiene que los individuos son libres para construir su propia identidad y para autodeterminarse en tanto que seres vivos apelando al auxilio exclusivo de la voluntad personal- resulta tan arcaico que en torno a él, a su veracidad o falsedad, giró la mayor disputa teológica del cristianismo durante la Edad Media. Milei y los libertarios es posible que no lo sepan, pero su particular concepción de la naturaleza humana fue lo que enfrentó durante lustros a San Agustín de Hipona con el otro gran teólogo cristiano del siglo IV, el monje Pelagio, en el mayor debate doctrinal vivido en el seno de la Iglesia desde los tiempos de los apóstoles.
Una disputa sobre el libre albedrío de los seres humanos, aquella, en la que si la verdad hubiese estado del lado de Pelagio, hoy todos deberíamos plegarnos ante ese modelo de sociedad revolucionario que Milei postula para la Argentina y el resto del mundo. Pero resulta que la genuina verdad estaba del lado de San Agustín, no del de Pelagio. Porque los humanos, tal como defendió entonces el obispo de Hipona, no somos otra cosa que frágiles criaturas incapaces de gobernar nuestros apetitos y pasiones, poco más que pobres juguetes en manos de las fuerzas irracionales que nos controlan y gobiernan. Esa quimérica libertad absoluta, la que predicaba Pelagio y en la que cree Milei, constituye una mera ilusión. El individuo no existe. Ni existe ni ha existido nunca. De Montesquieu a Isaiah Berlin, y de Hobbes a John Gray, los liberales escépticos, los pensadores que han alumbrado el mejor conocimiento de Occidente, resultan ser todos descendientes de esa antiquísima tradición, la de Agustín. Y no se equivocan. Milei será flor de un día.