Anatomía de la complejidad
«La película de Justine Triet nos recuerda la necesidad de distinguir entre el juicio de los hechos y el juicio sobre la moralidad de quienes los protagonizan»
Es una feliz coincidencia que el país donde el cine recibe más atención institucional —Francia— sea también aquel donde la reflexión sobre las relaciones amorosas y eróticas presenta una mayor sutileza. Así ha podido comprobarse en los últimos años, en los que ninguna controversia global ha sido despachada por los franceses —clase intelectual y público democrático—con una respuesta simplista. Es tradición: basta abrir por una página cualquiera ese monumento literario que son Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos para comprobar la agudeza con que pueden describirse el amor y sus disfraces. Tampoco es casual que Albert Serra filmase en Francia su Liberté, audaz oda al libertinaje en el momento de su ocaso posrevolucionario. Es verdad que la ambigüedad inherente a las relaciones humanas y el desorden que caracteriza a las pasiones son reconocidas por artistas y filósofos en todas las latitudes. Pero tal vez solo en Francia —Arcadi Espada ha insistido en este punto— rige una moral pública enemiga de la literalidad.
Viene esto a cuento del estreno en los cines españoles —allí donde queden cines dignos de tal nombre— de Anatomía de una caída, película de la realizadora francesa Justine Triet que ganó la Palma de Oro en el último Festival de Cannes. Se trata de una estimulante revisión del género judicial, donde la búsqueda pautada de la verdad factual desemboca en la constatación de que hay otro tipo de verdad al que ninguna indagación judicial puede llegar jamás. Esa verdad concierne a la relación sentimental que mantienen el fallecido y su pareja, cuya complicada intimidad es analizada durante un proceso que se esfuerza en vano por precisar cuál es la naturaleza del vínculo que los mantenía unidos. A falta de pruebas materiales concluyentes, el tribunal considera que son los sentimientos de la acusada los que permitirán deducir si su marido ha muerto asesinado o accidentado.
Sucede que aquí no hay buenos y malos, aunque en el mundo real bien podamos encontrárnoslos, sino dos sujetos complejos —escritor frustrado y escritora de éxito— que han acumulado con el tiempo los sedimentos habituales del matrimonio duradero. El personaje interpretado por la formidable actriz alemana Sandra Hüller no deja de subrayar en sus deposiciones —palabra cuya anfibología se presta sin duda al escándalo— que nada es lo que parece. Así sucedía a menudo también con los protagonistas de las romans durs del gran Georges Simenon: individuos obsesivos que sufren a causa de su incapacidad para expresar en público una verdad privada que explica sus acciones sin llegar a justificarlas.
«A lo personal no se le puede dar publicidad sin someterlo a una deformación grotesca»
Nadie sabe si la protagonista de Anatomía de una caída es inocente o culpable. Pero no importa demasiado: de lo que se trata es de mostrar a los espectadores la dificultad de juzgar, aunque no quede más remedio que hacerlo. La película nos recuerda la necesidad de distinguir entre el juicio de los hechos y el juicio sobre la moralidad de quienes los protagonizan. Es algo que otra admirable película francesa reciente, titulada originalmente Les choses humaines y retitulada de manera tramposa en nuestro país El acusado, ponía de manifiesto con una madurez —su tema es una presunta agresión sexual de difícil prueba— impensable en el marco cultural español, donde son pocos los artistas que se atreven a cuestionar el discurso oficial pese a que muchos de ellos responden en las entrevistas que la función del arte es oponerse al poder.
Por cierto, Triet no niega que lo personal sea político; solo discute que lo personal sea público. Y es que a lo personal no se le puede dar publicidad sin someterlo a una deformación grotesca. Entre otras cosas, porque el proceso judicial es una contienda entre narraciones: la que expone cada parte con el fin de explicar a su manera los hechos objeto de enjuiciamiento. En este caso, se trata de explicar lo que ha sucedido para que un hombre termine muerto encima de la nieve; el mismo hombre que forzaba peleas conyugales para grabarlas con su teléfono móvil y poder usarlas después como material literario, vengándose de paso por el éxito profesional de su mujer. Pero nadie merece morir por ello, aunque Triet ponga al descubierto —también en el caso de la esposa— cómo los sesgos cognitivos y emocionales influyen sobre nuestras evaluaciones morales.
Ya que los españoles no hacemos estas películas, en fin, vayamos a ver las que hacen los franceses: igual sale uno del cine habiendo aprendido algo.