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Manuel Arias Maldonado

También lo festivo es político

«Los poderes públicos, sobre todo los gobiernos locales, vulneran el principio de neutralidad cuando diseñan festividades navideñas de seis semanas de duración»

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También lo festivo es político

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De todas las melancolías que encierran las librerías de lance, la más característica es la de esos ensayos que causaron furor en su momento: porque su momento ya pasó. Un clásico de esas estanterías es Del paro al ocio, que el fallecido Luis Racionero publicase en 1983; se avizoraba allí una sociedad caracterizada por el tiempo libre y a primera vista nadie diría que esa utopía se haya hecho realidad. Sin embargo, tampoco parece que nos hayamos movido en la dirección contraria: a diferencia del precariado —a menudo inmigrante— y de esos profesionales altamente cualificados que dedican más tiempo que nunca a maximizar su rendimiento, las clases medias disfrutan de más ocio que nunca y las clases pasivas no digamos.

En nuestro país, la llegada del mes de diciembre marca el cénit de la ociosidad: la semana que viene, sin ir más lejos, millones de españoles harán puente —¿quién sería el primero en usar esa expresión?— aprovechando los festivos del 6 y el 8; el jueves 7 es una solitaria invitación al escapismo. Tan es así, que algunas facultades universitarias han creado el «día lectivo no docente» para adelantarse a la masiva deserción de los alumnos; mejor recuperar la clase en algún otro momento. En las administraciones públicas tienen lugar amargas disputas por no quedarse de guardia en esos días dorados; no es raro que se recurra al sorteo para resolverlas. Por añadidura, el final de año coincide asimismo con la acumulación de días pendientes: funcionarios y empleados públicos completan vacaciones y moscosos a lo largo de este mes frenético, generando con ello el previsible desorden en las unidades administrativas correspondientes.

Súmese a lo anterior la concatenación de comidas y cenas de empresa, así como la inauguración cada vez más temprana de los adornos navideños en las ciudades españolas; la iluminación se ha convertido en atracción turística por derecho propio en algunas de ellas, como Málaga o Vigo, convocando a auténticas multitudes ante el milagro de la luz eléctrica. Frente a aquellas modestas fiestas navideñas del siglo XX, que iban de la lotería nacional a los Reyes Magos, hoy el aparato celebratorio —calles congestionadas, comercios abarrotados, villancicos a todas horas— se mantiene activo durante no menos de seis semanas. En países donde la Navidad termina el 26 de diciembre, porque los regalos se dejan entregados el Día de Navidad y la Nochevieja es una fiesta privada, anticipar el calendario oficial puede tener sentido en beneficio del PIB y de la diversión infantil; para quien no puede sacar la cabeza hasta el día 7 de enero, la saturación es casi inevitable.

«Parece razonable pedir mayor moderación en el despliegue oficial de las celebraciones navideñas»

Huelga decir que la mayor parte de los empresarios del sector terciario están encantados con semejante estado de cosas; sus empleados quizá no tanto. Y lo mismo puede decirse de los gobiernos locales, que hacen caja mientras de paso entretienen a los ciudadanos. Tampoco protestarán quienes pueden aprovechar festivos y puentes para viajar a Londres o Lisboa. ¿A quién amarga un dulce? Un economista dirá si el consiguiente desorden organizativo —que afecta tanto al sector público como al privado— se ve compensado por el aumento del consumo privado; me cuesta imaginar que la provisión de servicios públicos o el buen funcionamiento de la administración no se vea afectado en alguna medida. Pero ¿qué más da? Esa objeción podría salvarse diciendo que ser más pobres o estar peor atendidos resulta preferible a racionalizar nuestros festivos o moderar su expresión pública.

Más evidente resulta que los poderes públicos —sobre todo los gobiernos locales— vulneran el principio de neutralidad cuando diseñan festividades navideñas de seis semanas de duración. Bajo ningún concepto se afirma que esta festividad deba ser ignorada por los poderes públicos; la existencia de una tradición cultural arraigada permite hacer excepciones a la regla general según la cual el Estado no puede promover creencias particulares. Pero la forma en que se materialice esa tradición debe sujetarse a debate. Y así como tendría sentido ordenar los días festivos para aproximarlos a los fines de semana, parece razonable pedir mayor moderación en el despliegue oficial de las celebraciones navideñas. Solo así podremos seguir disfrutando unas fiestas que corren el riesgo de convertirse —si no lo han hecho ya— en una prueba de estrés para aficionados a la cotidianidad.

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