Retorno a Nancy
«La unión fraternal te reviste de una fortaleza que contribuye a mantener la fe en el hombre y que persiguen en vano religiones y Estados»
Nancy es la plaza Stanislas y su vecina Place de la Carrière y los árboles y fuentes que se miran en las fachadas barrocas de ambas plazas. Nancy es un texto de MP. Nancy es la noche que llegamos en tren y una habitación de hotel que se confunde con otras y la cena de la Academia Goncourt con Pierre Assouline al frente. Nos tocó una mesa donde había una editora y su amante, muy divertidas ambas y dedicadas sobre todo a sí mismas y un matrimonio mayor formado por un anciano atildado y de mirada rápida y brillante y una mujer teñida de negro y con aire de mediterránea oriental. Él me dio su tarjeta, de larguísimo apellido, entre la aristocracia y la burguesía. Charlamos durante la cena y quisieron, al retirarnos, que los acompañáramos hasta su casa y mostrarnos las plazas (ellos vivían en La Carrière). Durante el trayecto me preguntó si era nacionalista: le contesté que no y me dijo que él sí y que la historia de Nancy era una historia al margen de Francia. Nos despedimos a la puerta de su casa y pensé que no sabría más de ellos.
Al día siguiente, mientras firmaba libros en el stand de mi editorial, apareció la mujer con su hija. Se mostraron muy atentas y ella me dijo que a primera hora había comprado Solstice por encargo de su marido y que ya lo había leído y le había gustado mucho. Ahora quería Le rapport Stein y agradecérmelo invitándonos a tomar el té a su casa por la tarde. Por supuesto, fuimos. La casa era maravillosa: el edificio ocupaba una sexta parte de la plaza y acababa en una larga terraza dieciochesca adornada con bustos de prohombres franceses que asomaba por un lado a la plaza y por otro a su jardín, frondoso como frondoso –en este caso, de Fronda– era el apellido de su propietario.
Ella bajó a abrirnos el portón y sólo entrar a mano derecha había un retrato al modo orientalista de quien había remodelado el edificio: el bisabuelo de nuestro hombre, fundador de la universidad de Nancy, ingeniero en Egipto, munícipe de su ciudad y no sé cuántas cosas más. Ellos vivían en el piso de la larga terraza y en el de abajo vivía su hija. Él me recibió con entusiasmo: había leído las dos novelas y su mirada sobre mí era muy distinta que la de la noche anterior, donde cierta fatiga de la edad —pese a comer con un apetito y un disfrute envidiables— y la leve displicencia del hombre educado que ya lo ha visto y oído todo se asomaban a sus ojos con facilidad. Esto había cambiado de forma radical y en su mirada habitaba el reconocimiento.
Junto al recibidor estaba la biblioteca —muebles imperio y papeles y libros por todo, de estancia vivida y usada— y al pasar a las salas, la historia de Francia, el Toisón de oro, las porcelanas, las pinturas del XVIII y XIX y el catolicismo. Había fotos de él y de su hermano vestidos con el uniforme negro de la orden de Malta junto a Juan Pablo II y con Benedicto XVI. Hablamos del Vaticano, de la religión, del mundo y del nuevo Papa, ante el que se mostró escéptico. De un escepticismo rayano en la incredulidad, mientras elogiábamos a Ratzinger. La sensación era la de haber ganado un amigo, un amigo que se irá pronto a un largo viaje pero que le gustaría quedarse donde está y charlar hasta la madrugada y el día siguiente y el otro. Nosotros bebíamos té y él whisky: «a esta hora es perfecto para seguir vivos y honrar la vida», dijo.
«La unión fraternal indestructible te sitúa en el mundo revestido de una fortaleza que la mayoría carece»
Nos contaron cómo se habían conocido, mientras él trabajaba como ingeniero en Líbano. Ella era mucho más joven: ya cuidaba de él, pero entre ambos se notaba la complicidad y se notaba también que él no estaba dispuesto a ceder el mando. Cuando me enseñó la foto de los dos hermanos con Benedicto XVI, pensé en Jünger y Friedrich Georg y también en los dos hermanos Ratzinger; pensé que la unión fraternal indestructible te sitúa en el mundo revestido de una fortaleza que la mayoría carece y busca —la mayor parte de veces artificialmente— en amigos y trabajos y, sobre todo, en el dinero. Esa fortaleza es admirable y una de las cosas que contribuye a mantener la fe en el hombre y que persiguen en vano religiones y Estados.
Antes de irnos quiso que le acompañara hasta su despacho y me regaló una tarjeta y un libro suyo sobre economía. Me cogió de ambos brazos para despedirse, como un abrazo. Pero al darme la vuelta en dirección al recibidor, perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Pensé en el whisky. Lo levantamos entre Helena y yo. Era delgado y menudo, pero pesaba como pesan los viejos por breves que sean cuando caen y se convierten en un plomo puro. Nos pidió disculpas; continuamos con el protocolo de las despedidas —aquí no ha pasado nada— en el recibidor de puertas altas y frescos en el techo y nos dijimos adiós. Flotaba la alegría de habernos conocido y al bajar a la plaza pensé si lo que había pasado les ocurría con frecuencia —«otra forma de honrar la vida»— o no.
Al poco nos felicitamos la Navidad ese año. Luego yo lo hice al siguiente, pero ya no tuve respuesta. Pensé que probablemente había muerto. Nancy es la plaza de Stanislas y aquel matrimonio de La Carrière para siempre. Las Navidades también son tiempo de recuerdos.