THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Josu Ternera o la inutilidad del mal

«El documental de Netflix ‘No me llame Ternera’, de Jordi Évole, lejos de blanquear el terrorismo, lo retrata como es: inane, inmoral e inútil»

Opinión
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Josu Ternera o la inutilidad del mal

Jordi Évole y Josu Ternera. | Alejandra Svriz

Enviada por el New Yorker a Jerusalén en 1961 para cubrir el juicio a Adolf Eichmann, Hannah Arendt publicó una serie de reportajes que causaron una enorme controversia en su momento y que, reunidos en libro, son ahora un clásico del pensamiento político. La banalidad del mal desarrolla la teoría de que todo régimen totalitario genera a su alrededor cierto tipo de gente oportunista que está dispuesta a cruzar todas las líneas morales en su empeño de ascenso social. Gente que no podría, en un régimen de competencia abierta, tener un papel importante que jugar, pero que se adapta a una maquinaria del terror para escalar, usando de coartada que esas son las reglas del juego o que, si no, otro lo haría en su lugar. No creo casualidad que El verdugo de Berlanga se estrenara dos años después. Todos conocemos a gente con esa disposición anímica. Bastaría que cambiaran un poco las normas para verlos con uniforme de capos.  

La tesis de Arendt no puede aplicarse curiosamente con Eichmann, porque no era un gris funcionario del gobierno nazi, sino uno de los que llevaron a cabo la planeación y ejecución de la llamada «solución final al problema judío», que no fue otra cosa que su exterminio. Sin ir más lejos, estuvo en la Conferencia de Wannsee, donde se determinó el destino de once millones de europeos (seis de ellos efectivamente asesinados). La actitud de Eichmann durante su juicio (en el que gozó de todas las garantías) fue fingir ignorancia, rebajar su protagonismo, limitarse a representar el papel del «buen alemán» que sigue «las reglas» de su país en guerra. Como se sabe, no logró engañar ni al fiscal ni al juez que lo condenaron a la horca, pero sí a la brillante filósofa y enviada especial. 

Pensaba en todo esto mientras veía por Netflix el documental No me llame Ternera, de Jordi Évole y Màrius Sánchez, cuyas críticas recibidas me parecen injustas. Lejos de blanquear el terrorismo, lo retrata como es: inane, inmoral e inútil. ETA fue derrotada en los hechos y en el relato, y esta cinta demuestra esta doble derrota. Ya de paso, también pone en evidencia la vergüenza de los pactos del presidente Pedro Sánchez con los herederos de la banda terrorista. 

No, Évole no es Arendt ni Ternera es Eichmann, pero la actitud de Ternera –su nombre real es intrascendente en una vida inútil sin el mote de terrorista– durante la entrevista fue la de tratar de camuflarse en las tibias aguas de la banalidad del mal, transmitir la idea de que fue un militante que debía cumplir órdenes. Con una salvedad. No tiene empacho en reconocer su participación en dos asesinatos, el de Carrero Blanco y el del alcalde de Galdakao, Víctor Legorburu. ¿Por qué lo hace? Por una razón jurídica, no moral. Esto demuestra que llegó preparado por sus abogados a la cita con Évole, y que tenía su propio plan de limpieza de imagen. Sus actos quedaron sobreseídos, borrados con la amnistía de 1977. Otra cuestión que pone en evidencia el documental para el presente: una amnistía tiene tal densidad que no puede trivializarse. 

«A Josu Ternera más le habría valido no decir nada: el retrato por mano ajena es ahora el autorretrato de un asesino confeso»

Es un impacto ver a una persona tratar de justificar lo injustificable, con tan escasos recursos retóricos, con tan pobres palabras. Ayuda la estética de la película, que mantiene a Ternera bajo una luz fría que resalta sus vacuos gestos, involuntariamente franceses, mal que le pese. De los muertos del atentado del Hipercor de Barcelona hace responsable a la Policía, que no desalojó el estacionamiento pese al aviso. Del atentado contra la casa cuartel de Zaragoza, en donde murieron asesinados cinco niños, culpa a la Guardia Civil por insistir en vivir con sus familias dentro de los cuarteles pese a las amenazas de la banda. Del atentado contra la casa cuartel de Vic, en el que los terroristas tuvieron que ver forzosamente el patio en el que jugaban los niños antes de dejar ir pendiente abajo el coche bomba, la respuesta es increíble: él no puede ponerse en la cabeza de los que cometieron esa «acción». La culpa es de los otros, siempre. Después de cincuenta años de terrorista sólo se arrepiente de no haber hecho más por la paz.

Frente a esta mentira, destaca la dignidad de la víctima, encarnada en Francisco Ruiz, el policía municipal que recibió múltiples disparos (los últimos de ellos, con la intención de rematarlo) en el atentado que le costaría la vida al alcalde de Galdakao. Cuenta Ruiz que lo más duro no fue estar al borde de la vida y la muerte durante cinco meses, ni la lenta, dolorosa y nunca completa recuperación física, sino haber tenido que huir del País Vasco «como unos apestosos». A su mujer le decían a la cara que ETA debió haber acabado su trabajo. La dinámica del envilecimiento que produce el miedo mafioso y las ideas tóxicas, la ceguera moral colectiva –tan bien retratado en Patria, de Fernando Aramburu–, es, con toda su crudeza, el único legado de Ternera y los suyos.

Évole le acerca al terrorista tres espejos para ver si se siente reflejado: el islamismo, la vendetta contra Yoyes, disidente de la banda, y el crimen de Estado, que el propio Ternera y su familia sufrieron en grado de tentativa. Ternera no es capaz de entender las analogías. Matar inocentes en nombre de Alá o en nombre de Euskadi son cosas distintas, sentencia el asesino como quien dice algo que de tan evidente no requiere explicación: los islamistas matan por voluntad manifiesta, los pobres chicos de ETA mataban porque no les quedaba de otra. Yoyes no era su amiga, aunque la despidió en el aeropuerto («junto con otros») y la visitó en México. Su crimen fue un legítimo cortafuegos de ETA para abortar toda colaboración con el enemigo. El sufrimiento de su familia es de víctima inocente, el de Ortega Lara es el sufrimiento de un adversario en una lógica de «espiral de violencia». No me extraña que el documental haya sido recibido con silencio en el mundo abertzale. Es el mismo que debió haber mantenido Ternera, que al principio de la conversación le dice a Évole que accedió a la entrevista porque los que habían hablado en su nombre fueron siempre los otros. Más le habría valido no decir nada: el retrato por mano ajena es ahora el autorretrato de un asesino confeso.

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