Democracia chabacana
«Si ya es grave que nuestros representantes políticos adopten maneras chulescas, que lo hagan cuando se dirigen a los ciudadanos es una aberración democrática»
Que la democracia está asociada a la vulgaridad nos lo ha recordado Javier Gomá en su último libro, brillante síntesis de sus tesis filosóficas acerca de la ejemplaridad. Y aunque no es el primero en hacerlo, su planteamiento destaca por atribuir un valor positivo a la vulgarización democrática; a su juicio, se trata de un estado temporal que irá dando paso de manera paulatina a una mayor elevación colectiva. Es un dilema que ya tenía presente el mismo John Stuart Mill, quien lamentaba allá por la Inglaterra victoriana que los ciudadanos prefiriesen solazarse en los placeres inferiores en lugar de familiarizarse con los superiores, o sea esos que provienen del refinamiento espiritual y el cultivo —por abreviar— de las bellas artes. Pero también ha habido quien recelaba de la democracia por venir esta acompañada de una inevitable plebeyización; nos lo recordó Santiago Gerchunoff en un ensayo donde defendía las virtudes de la conversación pública digital.
Claro que el papel de las redes sociales en el proceso de formación de la opinión pública no siempre se deja defender; algunos de sus usos son reprobables e incluso degradantes para la propia democracia. Puede alegarse que la política democrática es por definición faltona y ruidosa: la arena pública no puede ni debe convertirse en una sala de juntas. Pero hay poco riesgo de que nos precipitemos por esa pendiente virtuosa: ahí están la agresividad colérica de Ortega Smith, la expresividad populista de Isabel Díaz Ayuso, la risa enloquecida de Pedro Sánchez durante su réplica a Feijóo en el debate de investidura, los tuits de Echenique cuando todavía se le hacía algún caso o la belicosidad antiespañola de los políticos separatistas catalanes.
De hecho, las redes sociales han abierto una posibilidad hasta ahora inédita que algunos políticos españoles están aprovechando de la peor manera posible: la de entablar una conversación directa con los ciudadanos. Por supuesto, esa interacción puede ser respetuosa y tener por objeto dar las gracias o realizar aclaraciones. Pero hay otro modelo, que bien podemos calificar por una vez de manera rigurosa con el adjetivo «trumpista», que consiste en el empleo de los tuits como arma de descalificación masiva.
«El mensaje es obvio: el ministerio se convierte en una más de las herramientas del partido para perpetuarse en el poder»
Tomemos un ejemplo reciente: el ministro de Transportes Óscar Puente publicó hace poco un tuit en el que aludía a la «fachosfera», concepto denigratorio en el que se incluye a todo aquel que se atreva a criticar al Gobierno. Una usuaria de X con nombre y apellidos quiso hacerle ver que un ministro no puede faltar así al respeto a los ciudadanos, pues forma parte de un Gobierno que lo es de todos los españoles y no solo de sus votantes. Ni corto ni perezoso, Puente se lanzó a parafrasear a Gustavo Adolfo Bécquer y convirtió el famoso «poesía eres tú» en un «fachosfera eres tú» en el que incluía a la discrepante… quien se limitó a replicarle que no había escrito correctamente el nombre del poeta.
Se trata de una anécdota con rango de categoría. Y no solo por la alegría con que Puente ejerce de camorrista, sino por la ligereza con la que un cargo institucional suprime la cortés distancia que media entre quien lo ejerce y los ciudadanos a cuyo servicio se encuentra. El mensaje es obvio: el ministerio se convierte en una más de las herramientas del partido para perpetuarse en el poder. En lugar de cultivar una apariencia de imparcialidad que honre la dignidad democrática del cargo que ostenta, el representante se comporta así como uno más de los participantes en la esfera pública y abraza las peores formas posibles. Por supuesto, hay culturas políticas que no toleran estas conductas: al atraso relativo de nuestro país se pone así de manifiesto con la mayor crudeza.
De manera que si ya es bastante grave que nuestros representantes políticos adopten maneras chulescas e irrespetuosas, que lo hagan cuando se dirigen a los ciudadanos es una aberración democrática: cada uno debe ocupar su lugar y no corresponde a los parlamentarios interpelar despectivamente a los votantes, sino dejar que estos discutan o protesten en ejercicio de sus libertades expresivas dentro del espacio público. En fin: si hay debate doctrinal acerca de si la española es o no una democracia militante, poca duda cabe de que es una democracia chabacana. Y cada día nos toca soportarla.