Humanismo y humanitarismo
«Mi humanismo se entusiasma con Israel, pero los niños sin hogar ni escuela, las madres desoladas, los enfermos sin hospitales y los ancianos sin refugio… no pueden verse con indiferencia»
En nuestros días casi todas las palabras referidas a valores o actitudes morales arrastran una carga de sentidos pretéritos, a veces opuestos, que casi imponen equívocos conducentes a polémicas insolubles. Por ejemplo, el nudo dialéctico entre humanismo y humanitarismo. Es evidente, si se mira con detenimiento y se aclaran los términos, que no es lo mismo ser humanista que ser humanitario. Hay muchos que pueden enorgullecerse de ser ambas cosas y cabe felicitarles por ello, pero en la mayoría de los casos esos dos valores entran en contradicción: cada uno de ellos nos enseña a desconfiar del otro. Los humanistas consideran a los humanitarios como una especie de primos lejanos reblandecidos, sin duda buenos pero no «en el buen sentido de la palabra bueno» que reclamó Antonio Machado; por su parte, los humanistas se parecen a esos primos demasiado abstractos y rígidos, casi inhumanos a fuerza de conceptualizar la Humanidad.
Simplificando mucho, el humanismo es una actitud intelectual y el humanitarismo es una postura sentimental. Los humanistas cultivan los méritos que desarrollan el control humano sobre la sociedad y la naturaleza: la voluntad libre y rebelde, la curiosidad científica, el orden legal, el progreso técnico, la creación artística, la denuncia de las supersticiones y la magia, la razón que no respeta al poder de la fuerza sino sólo al de la lógica y la experiencia. Los humanitarios veneran ante todo la vulnerabilidad humana o de otros seres vivos, su desvalimiento, la tibieza implorante de la carne, la frecuencia del dolor que pide remedio, la compasión, la fraternidad que no reconoce jerarquías y a todos nos iguala en la cuna o el lecho de muerte, el enigma sagrado del «qué se yo» y del a fin de cuentas «qué mas da». El humanismo prefiere siempre la deliberación democrática, el humanitarismo se doblega ante el paternalismo tradicional y el caudillo caritativo.
Ambas posturas colisionan en muchas ocasiones, actualmente por lo común con ventaja de lo humanitario sobre lo humanista. Es comprensible porque para dejarse arrastrar por lo sentimental no hay por lo general mas que ceder a lo espontáneo, mientras que para guiarse intelectualmente hace falta disciplina y estudio, aficiones hoy poco practicadas.
Un caso ejemplar de esta colisión es nuestra conducta hacia los animales. La actitud humanitaria nos hermana plenamente con ellos por la vía del dolor y hasta los incluye en nuestra esfera ética porque también padecen. No hay nada mas opuesto a la moral humanista que convertir las normas de recta conducta, es decir de reconocimiento de lo humano por lo humano, en pautas de consuelo y alivio. Tratar a los semejantes como fines y no como medios no es prodigarles cuidados paliativos sino respetar su búsqueda de la excelencia y encauzarla en lo socialmente provechoso. Lo específicamente humano no es sentir sino pensar y sobre todo imaginar, es decir pensar sin fines instrumentales. Ni siquiera los animales se limitan a padecer dolores o satisfacciones, porque también desarrollan un sencillo proyecto vital aunque en su caso sea fundamentalmente específico y no individual. Que hoy seamos mas humanitarios con los animales de lo que lo fuimos en el pasado es precisamente nuestra mayor diferencia con ellos, que como es natural –nunca mejor dicho- se comportan con los otros de modo nada «humanitario», es decir el dolor ajeno no les preocupa nada y en cambio les interesan por ejemplo sus propiedades nutritivas. Seamos humanitarios con los animales porque es un rasgo exclusivamente humano al que llegamos por evolución religiosa de nuestro humanismo… Pero sin identificaciones absurdas o humillantes.
«Para dejarse arrastrar por lo sentimental no hay por lo general mas que ceder a lo espontáneo, mientras que para guiarse intelectualmente hace falta disciplina y estudio, aficiones hoy poco practicadas»
En los negocios estrictamente políticos también muchas veces nos sentimos desgarrados entre humanismo y humanitarismo. Por lo menos es mi caso y no puedo hablar mas que de mí mismo, que soy el ejemplo humano que tengo mas cerca, como decía Unamuno. Por una parte, mi humanismo se entusiasma con Israel, un pequeño pueblo que ha logrado mantenerse a lo largo de los años rodeado de enemigos, venciéndoles una y otra vez, y ha conseguido establecer una democracia moderna (con sus virtudes y también sus vicios) en el terreno geopolítico menos favorable para ese cultivo. Desde la distancia y las informaciones más o menos sesgadas, tengo la convicción de que Israel se ha ganado ampliamente su derecho a existir como una sociedad segura y próspera, cuyo pacífico desarrollo aportaría mucho a los países de su entorno si éstos renunciaran a sus permanentes hostilidades.
En cambio, Hamás, una fanática organización terrorista cuyo único y explícito objetivo es la destrucción de Israel y el aniquilamiento de los judíos, no puede ganarse simpatías mas que de una izquierda occidental que ha ido paulatinamente cambiando sus principios ilustrados por el odio creciente a cuanto significan. En una situación ideal que hoy estamos lejos de alcanzar, la existencia de Israel es necesaria y puede ser provechosa pero la de Hamás nunca. Sin embargo mi lado humanitario se conmueve –y no me avergüenzo de ello- ante el desastre de los palestinos en Gaza y Cisjordania. Ya sé que son ellos quienes encumbraron a Hamás y ahora se han convertido no sin culpa en sus principales víctimas: pero los niños sin hogar ni escuela, las madres desoladas, los enfermos sin hospitales y los ancianos sin refugio… no pueden verse con indiferencia. Hay algo que nos emparienta con su desdicha, aunque la razón humanista apoye sin remilgos a Israel. Al apoyar a los israelíes defendemos también nuestra causa civilizada, enfrentada a la cada vez mas ominosa teocracia musulmana y la izquierda mentecata que simpatiza con ella. Los judíos somos nosotros y ya es hora de reconocerlo alto y claro. Pero el sufrimiento de los palestinos mas vulnerables debe ser tomado también en cuenta como reverso de nuestro humanismo. Si pudiésemos disminuirlo y remediarlo sin por ello dejar de combatir a Hamás, sus pompas y sus obras, no debemos dejar de hacerlo.
Otro campo de enfrentamiento entre humanismo y humanitarismo es el problema de la inmigración. Por supuesto, no hay país que no esté formado por sucesivas inmigraciones. Que digo un país, la humanidad misma: como bien dijo Plutarco, «nacer es llegar a un país extranjero». Todos venimos de fuera y nuestra vida depende de la acogida que se nos dé. Pero sin remontarnos tan lejos el problema actual de la inmigración se basa en un mundo hipercomunicado, en el que quienes han tenido la mala suerte de nacer en zonas desprotegidas y poco prometedoras de nuestro planeta se enteran de cómo se vive en lugares mas afortunados y con el coraje de la desesperación pretenden arriesgarse y probar suerte en ellos. Lo malo es que no es lo mismo la inmigración a lo largo de décadas y aún siglos, que va adaptándose y moldeando gradualmente el país de acogida, que la llegada casi repentina de una invasión foránea sin adecuada preparación laboral, distante y a veces hasta opuesta en religión y cultura, que llega para integrarse sin dilación o convertirse en enemigos del orden.
Los recién llegados aspiran a unos derechos de ciudadanía a cuya creación y mantenimiento no han podido colaborar y que ponen en peligro de quiebra con sus reclamaciones. Es cierto que los inmigrantes aportan ocasionalmente beneficios pero no en cualquier caso ni tan indudables como quieren obligarnos a creer los «buenistas» convencidos de que todo debe cambiarse y no hay nada digno de conservar. El humanismo nos pide defender las conquistas y garantías que nuestra civilización ha logrado, extenderlas con razonable generosidad pero no derrocharlas como si no hubieran costado nada y cualquiera tuviese el mismo derecho que nosotros a ellas. Por otro lado, las pateras hundiéndose bajo el peso de una sobrecarga de mujeres y niños, la petición de hospitalidad que nos hacen si llegan hasta nosotros, esa hospitalidad que ha marcado la diferencia entre ciudadanos y bárbaros desde tiempos de la Odisea, invoca un humanitarismo legítimo del cual se aprovechan, sin embargo, ilegítimamente las mafias que trafican con humanos y los políticos menos afines a nuestras libertades.
No podemos renunciar al humanismo ni al humanitarismo sin mutilar nuestra plena humanidad. Pero ¿lograremos algún día armonizarlos de verdad en nuestra sociedad y en nuestra vida personal? ¿Deberemos conservarlos en tensión para recordar que todo lo humano nunca es un automatismo de la evolución sino una conquista de lo que una vez llamamos caridad?