Sobre la responsabilidad de las élites políticas en democracia
«Si Sánchez dice ahora que toca gobernanza confederal, la mayor parte de sus votantes se adherirá sin demasiados reparos; peor sería que gobernase la derecha»
Todo indica que la reorientación ideológica del PSOE en materia territorial se encuentra ya en marcha: después de invocar durante años el «federalismo» como solución a todos los males, sin atreverse no obstante a definirlo en ningún momento, la convención política que el partido celebró este fin de semana en La Coruña ha formulado una propuesta que va —sorpresa— en la dirección contraria. O casi: se trata de dar carta de naturaleza estatutaria al marco confederal que ha ido dibujando la praxis política de los sucesivos gobiernos de Pedro Sánchez. Se trata de que el Estado central asuma una función de coaching por medio de acuerdos bilaterales con unas comunidades autónomas que disfrutan de competencias y recursos desiguales según cual sea su capacidad de chantaje parlamentario.
Va de suyo que este modelo —por llamarlo de alguna manera— no es el fruto de una reflexión pausada acerca de la mejor forma de distribuir racionalmente el poder estatal, sino que constituye una respuesta adaptativa a las necesidades electorales de los socialistas. Para ello se ha rescatado aquel concepto tan socorrido de la «gobernanza» que sirviera para reducir las responsabilidades del gobierno central en la respuesta a la pandemia: introducido en una coctelera junto con la noción de «federalismo asimétrico» ideada por los intelectuales del nacionalismo catalán, lo que resulta de ahí es una mutación constitucional que nadie ha presentado como programa electoral a unas elecciones ni seguirá el procedimiento ordinario de reforma previsto en la Carta Magna. Por decirlo con el propio Sánchez, su partido hace de la necesidad virtud: necesidad de unos pocos y virtud de otros tantos. En cuanto al resto, así es la vida; la próxima vez, que nazcan en otra parte.
«¿Están los españoles capacitados para comprender lo que esconden rótulos tan enigmáticos como ‘cogobernanza’?»
Semejante improvisación demuestra la facilidad con la que los principios ideológicos se pliegan a las necesidades partidistas y, sobre todo, pone de manifiesto la extraordinaria responsabilidad que recae sobre las élites políticas en una democracia de masas. Porque ¿cuántos votantes comprenden realmente lo que está sucediendo con la organización territorial del poder? ¿Están los ciudadanos españoles capacitados para comprender lo que esconden rótulos tan enigmáticos como «cogobernanza» o entender lo que se les quiere colar de matute cuando se habla del «reconocimiento de la diversidad territorial»?
¿Cuántos, por el contrario, se limitan a confiar en que el partido con el que se identifican hará lo que sea mejor para ellos y para el país en el que viven? ¿Y cuántos, de entre los que sí son capaces de comprender lo que está pasando, mantendrán su apoyo a las siglas porque experimentan una vinculación emocional demasiado fuerte con ellas o les deben parte de su bienestar material?
No estamos ante una hipótesis fantástica: la trayectoria de la amnistía demuestra que los votantes van a donde diga su partido, incluso si el partido da giros copernicanos en su programa de un día para el siguiente. De modo que si Sánchez dice ahora que toca gobernanza confederal, la mayor parte de sus votantes se adherirá sin demasiados reparos; al fin y al cabo, peor sería que gobernase la derecha. Parece que la gran lección del Brexit cae en saco roto: cuando las élites políticas se dedican al aventurerismo, sacrificando los intereses generales en el altar de sus propias necesidades, están de hecho abusando de su poder. Porque serán muchos los ciudadanos que, fieles a su identidad política o ignorantes de lo que está en juego o incluso las dos cosas a la vez, les den su apoyo. Y al resto le tocará sufrir las consecuencias.