THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

A la caza del español

«Cualquiera que hable en español, un idioma que dejó hace tiempo de ser considerado oficial por las autoridades catalanas, debe ser apartado y señalado»

Opinión
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A la caza del español

Ilustración de Alejandra Svriz.

Llevo días preguntándome en qué lengua tocaba Benjamin Goodman su clarinete. El llamado rey del swing, un judío nacido en Estados Unidos, empezó a ensayar en la sinagoga y a los 14 ya era músico profesional. Su familia era de origen polaco, su niñez fue anglosajona pero rezó siempre en hebreo. He estado escuchando a la Benny Goodman Orchestra interpretando Swing, swing, swing, mientras bailaba sola por el pasillo de mi casa. Ningún de los intérpretes ha necesitado pronunciar una sola palabra para mantener mi atención. El lenguaje musical es universal; incluye ritmo, melodía, armonía, timbre y textura. Se entiende en cualquier lugar del mundo. Bueno, excepto en Cataluña.  El Ayuntamiento de Barcelona, acatando normas de la Generalitat, ha despedido a un clarinetista de la banda municipal que no aprobó el C1, o sea el certificado que demuestra que puede «producir textos bien estructurados, sobre temas complejos». La xenofobia lingüística lo cubre todo, incluso la música.   

Para echar a un músico de más de 50 años, que lleva 27 de interino en la administración, se debería tener alguna muy buena razón. No es el caso. Que yo sepa, y me paso media vida entre auditorios y teatros, ningún músico habla o escribe mientras toca el clarinete. El idioma habitual de un músico de viento no es razón para contratarlo ni para despedirlo. En realidad, el maestro sólo necesita mover su batuta para que cualquier buen instrumentista le entienda. Las mejores orquestas se forman con personas llegadas de diversas partes del globo; sólo así se consigue la excelencia. Y, hoy por hoy, la Orquesta Nacional de España contrata a músicos catalanes, vascos, rusos o alemanes sin pedirles el C1 ni el C2 de castellano. Por una sensata razón: no lo necesitan.

Lo peor del nacionalismo sin límites es que acaba aplicando la estupidez, los comportamientos malvados y hasta las frases amenazadoras. El ultranacionalismo crece animado por el éxito de las propuestas de expulsar al impuro, de no aceptar al inmigrante, de mantener alejados a esos latinoamericanos empeñados en hablar español. Y la doctrina del monolingüismo empapa la sociedad, silencia al disidente, a la vez que altera la historia de Cataluña, un territorio portuario junto al Mediterráneo en el que, durante siglos, nos hemos entendido en dos o más lenguas.

«Que se meta el clarinete por donde le quepa», ha escrito Toni Soler, el dueño de la productora Minoria Absoluta, sobre el reciente despido del músico sevillano. Soler es el mismo que, en 2019, entrevistó a un perro vestido de Guardia Civil en el programa Està Passant de TV3, esa televisión que pagan todos, pero ya solo ven los independentistas. 

Hoy se acepta sin chistar desde el despido improcedente hasta el puro escarnio. Los límites saltan por los aires y ya es considerado normal que Iolanda Batallé, tertuliana habitual de los medios públicos catalanes, diga y escriba: «No quiero que hablar catalán sea simpático, quiero que sin hablar catalán no puedas vivir en Cataluña». No es nada simpático, desde luego, que esta joven quiera enviar a la diáspora a más de la mitad de los ciudadanos de la comunidad autónoma.

«Su objetivo es que la lengua materna del 53% de los catalanes sólo sea utilizada en la intimidad»

Cualquiera que hable en español, un idioma que dejó hace tiempo de ser considerado oficial por las autoridades autonómicas, debe ser apartado y señalado. Las administraciones locales no utilizan el bilingüismo en ninguna de sus comunicaciones a los ciudadanos y, en la escuela, prácticamente ha desaparecido de las aulas. Por ahora, aún se da en español una asignatura, la de castellano. Llegarán tiempos, si seguimos el camino que marcan los partidos indepes, en que los colegios dejarán elegir el idioma extranjero entre español, árabe o inglés. Y no necesariamente en ese orden. Su objetivo es que la lengua materna del 53% de los catalanes sólo sea utilizada en la intimidad, entre muros. 

Andan crecidos. El secesionismo tiene hoy mando en muchas plazas: en el hemiciclo español, en el Parlament, incluso en ayuntamientos donde una gran parte de su población llegó de otros lugares. En el Baix Llobregat, comarca del cinturón rojo y una de las más habitadas de Cataluña, únicamente el 4,55% del alumnado utiliza el catalán en su entorno familiar. Sin embargo, son pocos quienes se atreven a criticar la inmersión absoluta, a pesar de su claro fracaso. Da igual que Cataluña se sitúe a la cola de las regiones europeas en el último informe Pisa sobre educación. 

He de admitir que me sorprende que el consistorio barcelonés, con alcalde del PSC al frente, caiga en la red del monolingüismo. De hecho, la página de bienvenida del Ayuntamiento se ufana en resaltar «el cosmopolitismo» de la ciudad, pero, al mismo tiempo, despide a un músico y a otros 11 interinos municipales por no dominar la única lengua que el nacionalismo considera propia y admisible. A este paso la reputada Banda Municipal de Barcelona, fundada en el siglo XIX, puede convertirse en una charanga de pueblo.

En tiempos revueltos como estos hay que esperar poco del sentido común, del respeto al talento y al esfuerzo. Por ahora y hasta nuevos acontecimientos, sólo pido que, en el Liceu, sigamos escuchando las óperas de Wagner, Mozart y Strauss en alemán y dirigidas por maestros de renombre; que en los hospitales nos atiendan los mejores médicos, no los médicos que mejor hablan catalán; que las cátedras las ocupen los más sabios, no los que nacieron en esta tierra con apellidos supuestamente ilustres. En fin, quiero que en Cataluña se acabe ya, de una vez por todas, la caza del español. 

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