THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Savater y la libertad perdida

«Con lo que ocurre en España, socialdemócratas, liberales o conservadores debemos coincidir en que ningún ideal es más valioso que la libertad de cada uno» 

Opinión
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Savater y la libertad perdida

Fernando Savater.

Son los hechos y no tanto las palabras lo que nos definen. Ocurre que a lo largo de la vida lo que hacemos no se reduce a un puñado de actos sino a muchos, algunos más decisivos que otros. En cualquier caso, juzgar a alguien por un solo hecho, salvo que éste sea execrable, es injusto. Sin embargo, lo hacemos a menudo. Es, diría, una costumbre, un hábito que, especialmente, en tiempos de polarización hace que nuestro juicio se radicalice. Con Fernando Savater ocurrió no hace mucho, cuando firmó la petición de indulto a José Antonio Griñán y entre los argumentos que esgrimió en un artículo destacaba la siguiente frase: «Deploro y condeno las faltas del político socialista, en parte castigadas por su zarandeo procesal y su deshonor político. Pero no soy juez, ni verdugo». 

Yo tampoco soy juez ni verdugo, y precisamente por eso disentí de su postura. No me correspondía juzgar y dictar sentencia. Debía limitarme a acatarla y confiar en el buen sentido y equidad de los jueces. No habría firmado la petición de indulto como tampoco lo contrario, es decir no habría exigido mayor castigo. Pero más allá de esta discrepancia, lo que me interesa resaltar es que Savater acabó siendo juzgado con extremada dureza por adoptar una postura discutible. 

De repente, muchos dejaron de considerarlo un hombre sabio. Un único hecho, una discrepancia aun significativa fue suficiente para despojarle de todos sus méritos y logros. De pronto, quienes antes le leían y escuchaban, incluso habían admirado sus palabras, sus posturas y razonamientos en otros muchos asuntos, ahora abjuraban de él por completo. Lo que significaba que todas sus razones precedentes quedaban extinguidas.  

Aquello me irritó profundamente. Se podía discrepar de Savater en este asunto, pero que esa discrepancia acabara en linchamiento, en un castigo reputacional sin miramientos era, más que un exceso, una advertencia de la intransigencia que ha acabado dominando la política y, en consecuencia, buena parte de la opinión pública. 

Es triste pero los españoles no andamos demasiado sobrados de talento, de hombres sabios, como para dedicarnos a quemar en la hoguera a los pocos que tenemos, por obra y gracia de una radicalización sin tasa que, para colmo, lejos de atender a los graves problemas que nos aquejan, obedece a los intereses creados alrededor de las bandas que pugnan por el poder y que inmerecidamente seguimos llamando partidos políticos.

«Ser ignorante ya no es motivo de vergüenza, al contrario, cuando el ideal es el igualitarismo la ignorancia nos empodera»

No conozco a Savater personalmente pero le leo y admiro. No necesito estar de acuerdo con todo lo que escribe para reconocer sus méritos, lo que tampoco es algo extraordinario por mi parte. Lo que sí parece serlo es mantener este respeto cuando el sabio no sólo a nuestro juicio se equivoca sino que nos pilla por sorpresa. Porque entonces nos enrabietamos como los críos a los que los padres cambian sin previo aviso una promesa. 

Esto es reflejo de una sociedad infantilizada que ha convertido la ignorancia en virtud y la sabiduría en defecto. Ser ignorante ya no es motivo de vergüenza, al contrario, cuando el ideal es el igualitarismo la ignorancia nos iguala y empodera, mientras que el conocimiento resulta ofensivo porque establece diferencias. Por eso, quizá, hemos reducido la definición de sabio a aquel que nos refuerza y nunca nos contraría. A veces llego a pensar que, cuando elogiamos a un intelectual, lo que realmente alabamos es el reflejo de nuestras propias opiniones o intereses.

Si acaso, lo que sí le pediría a Savater es que se desafiara a sí mismo en algunas opiniones. Me refiero concretamente a las que manifiesta en un extracto de su nuevo libro Carne gobernada (Editorial Ariel) publicado recientemente y en el que dice: 

«[…] las democracias occidentales ofrecen fórmulas políticas que combinan los ideales socialistas mitigados por la prudencia con los métodos liberales mediatizados por los derechos humanos. El resultado es más o menos eso que llamamos ‘socialdemocracia’ y que considero el sistema preferible a todos los demás ensayados, aunque ese término — ‘socialdemocracia’— sea anatema y equivalga a ‘comunista’ entre los fanáticos neoliberales (en su mayoría exilados de los radicalismos izquierdistas de su mocedad)».

«Soy un liberal instintivo, ni dogmático ni fanático. Desconfío del Estado pero no considero que el mercado sea perfecto»

Si tuviera que definirme, diría que soy un liberal instintivo, ni dogmático ni fanático. Desconfío del Estado pero no considero que el mercado sea perfecto, entre otras razones porque tal cosa implicaría que todos los agentes que operan en él tienen una información perfecta, lo que daría lugar a un mundo rarísimo. 

De chaval era un ignorante y del liberalismo no sabía absolutamente nada, como de tantas otras cosas. Instintivo significa, por lo tanto, que desde el principio escogí ser liberal por pura necesidad, no por un descubrimiento intelectual, aunque luego he tratado de paliar este vacío e indagar en las razones de esta preferencia. Y es que cada vez que los políticos, mediante el poder del Estado, se dedicaban a ayudarnos no hacían sino complicarnos la existencia. 

Al contrario que Savater, mi familia no tenía posibles y, de hecho, casi se puede decir que no tenía familia. Si reverencio esta institución, como hace Savater, es gracias a mis amigos, porque fue a través de ellos y su generosidad que pude descubrir sus bondades, aunque la familia también tenga sus servidumbres y problemas. Para las personas que como yo no hemos gozado del amparo familiar y jamás heredaremos nada, ni siquiera el ejemplo, que no somos académicos, ni sabios, ni filósofos, es difícil contemplar el mundo con la exquisitez intelectual con que Savater puede observarlo. 

Parafraseando a Mark Bowden, desde la distancia la vida ya resulta bastante complicada, pero a ras de suelo se vuelve implacable. Es ahí abajo, a ras de suelo, precisamente, donde se aprende muy pronto que de todo lo que una democracia puede proporcionarte lo verdaderamente valioso es la libertad. Y que más allá de los derechos humanos, el relevo pacífico de los gobernantes y un Estado de derecho que garantice la igualdad ante la ley, todo lo que reduzca esta libertad es contraproducente, por buenas que sean las intenciones. De hecho, a largo plazo es incluso peligroso. A los hechos me remito. Ahí tenemos los Estados europeos apropiándose de casi la mitad de la riqueza de sus sociedades como si fuera lo más normal del mundo, regulando y prohibiendo con una compulsión propia de sociópatas. 

«A los intelectuales socialdemócratas les pido que tengan hacia los liberales la misma consideración que yo tengo hacia ellos»

No creo que ser socialdemócrata equivalga a ser comunista. Pero tampoco creo que sea tan distinto. De hecho, como he intentado explicar en otras ocasiones, la socialdemocracia nace como una vía alternativa, al marxismo y al capitalismo, que aspira a combinar los mejor de los dos mundos, una pretensión que Savater reconoce cuando se define socialdemócrata y escribe que «las democracias occidentales ofrecen fórmulas políticas que combinan los ideales socialistas mitigados por la prudencia con los métodos liberales». Yo, sin embargo, no creo que exista un sistema preferible sino una medida con la que juzgar cualquier sistema. Esa medida es la libertad. Y lo cierto es que la socialdemocracia, empujada por sus ideales socialistas, tiende invariablemente a devaluarla en perjuicio de quienes más la necesitan. Que en el mejor de los supuestos se devalúe con las mejores intenciones no niega que se devalúe igualmente.

Esto no implica que demonice a los socialdemócratas. El conflicto forma parte de la vida en sociedad. Estamos, por lo tanto, compelidos a convivir y competir racionalmente con ideas y creencias diferentes. Si acaso, quiero persuadir a los hombres sabios como Savater que allí donde cualquier supuesto ideal pugne con la libertad se ponga de parte de esta última. Y a los intelectuales socialdemócratas, en general, les pido que tengan hacia los liberales como yo la misma consideración que yo tengo hacia ellos. Que, por favor, no aspiren a recrear el diario El País en ninguna otra parte, porque quizá para ellos fue una bendición pero para muchos otros significó la exclusión, la misma exclusión que ahora padecen en sus carnes. 

Con lo que está ocurriendo en España y lo que llevamos recorrido desde 1978, seamos socialdemócratas, liberales o conservadores, los españoles de buena fe al menos deberíamos haber llegado a un acuerdo indiscutible: que ningún ideal es más valioso que la libertad de cada uno. 

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