Perder la memoria
«En medio de la revuelta posmoderna y el anonadamiento gubernamental a lo Gila, la voz del poder antiguo de la Corona fue un bálsamo»
Una de las consecuencias del revisionismo es la deformación del pasado. Puede incluso llegarse, en el afán revisionista, a que el pasado como tal deje de existir y sea sustituido por la pura invención tras el borrado previo. Lo hemos visto en otras épocas lo suficientemente lejanas para que hasta los más revisionistas se hayan arrepentido –es un decir– de su versión de la Historia como Golem. Pero no pondré ejemplos porque no quiero dramatizar –menos aún al empezar la mañana–, ni establecer analogías grandilocuentes que induzcan a errores grandilocuentes. No los pondré, aunque la revisión del procés para su encaje en la ley encierre algún que otro eco de lo que digo.
Uno se pregunta si con tanto ajustar los hechos al relato oficial de ahora vamos a acabar todos zumbados: unos por desembocar en Shangri-La cantando Lucy in the Sky with Diamonds con Montserrat al fondo y otros por deambular entre las lagunas de su memoria, averiada por una variante Creutzfeldt-Jakob inventada por la coyuntura política y diseminada por el país como el DDT por la jungla vietnamita en los 60. Lo dice uno que no cree que existieran delitos de terrorismo, ni de alta traición –bastó con la traición a solas–, y que cree también que el discurso del Rey fue tan impecable como necesario. En medio de la revuelta posmoderna y el anonadamiento gubernamental a lo Gila, la voz del poder antiguo de la Corona fue un bálsamo y puso durante un tiempo las cosas en su sitio.
«Nunca las desgracias vienen solas y esto lo saben muchos catalanes que padecieron el ‘procés’»
Hubo otras medicinas o remedios para no estar solos, especialmente si se vivía en la cuenca mediterránea. Hubiéramos querido un Josep Pla, pero ya no estaba. Pero tener, algo tuvimos: admitamos que la literatura siempre está al quite y si no que se lo pregunten a Nadezhda Mandelshtam. Podemos recordar la peste que asoló Londres durante el siglo XVII a través de las páginas de Daniel Defoe en su Diario del año de la peste. Y el incendio de la ciudad una vez acabó la epidemia, a través de los Diarios del gran Samuel Pepys. Nunca las desgracias vienen solas y esto lo saben muchos catalanes que padecieron el procés –los otros, sus protagonistas, lo vivían desde el entusiasmo, carlista o no–, como lo supieron los habitantes de un Moscú poseído en la novela de Bulgákov, El maestro y Margarita. Los primeros estaban callados y estupefactos ante lo que veían; los segundos, después de actuar, no han parado de hablar: se trata de ganar el relato –esa expresión horrible–, algo tan viejo como el mundo.
¿Medicinas o remedios, decía? ¿Para no perder la memoria, decía? ¿Para no dejarse llevar por el que ríe el último, decía? Pues sí: al menos entonces, cuando todo y de todo ocurrió. En aquellos días fueron un tónico excelente los artículos de Espada en El Mundo, bajo el título a lo Defoe de Diario del año de la peste. Como lo fue a posteriori el libro de la corresponsal de Le Monde, Sandrine Morel, En el huracán catalán, despreciado o criticado duramente por todos los criptoprocesistas del mapa nada más aparecer en librerías. Ocurre cuando se acierta. Por si quedaban dudas.
Estas cosas quedan, por mucho que los vientos de la política las remuevan u oculten. Pero en la desmemoria habita la mentira y tras el maquillaje la verdad acaba asomando. Todos guardamos imágenes de aquellos días que desearíamos no haber visto nunca. Pero nadie elige la Historia; ni siquiera su propia historia elige uno. Que nos cuenten lo que quieran: sabemos lo que vivimos. ¿Por cuánto tiempo? Como con Pepys o Defoe quedarán los diarios y algún día asomarán y el mapa será otro. Ajenos a las leyes de los hombres y los deseos de la política. Ajenos a naciones e invenciones. Y quien lo quiera podrá leer las cosas que ocurrieron sin filtros ideológicos, ni intereses comerciales. No servirá de nada, pero este será el lujo añadido contra la desesperanza que se esconde en la memoria perdida.