MyTO

El odio entre españoles

«Este es un país en el que cancelamos a quien piensa diferente mucho antes de la moda ‘woke’, sin atender a razones, valías o méritos. Despreciamos el debate»

Opinión

Ilustración de Alejandra Svriz.

  • Madrid, 1967. He sido columnista en Libertad Digital, Vozpópuli y El Español. Ahora escribo en La Razón y THE OBJECTIVE y hablo en Herrera en Cope. Soy profesor titular de Historia del Pensamiento en la UCM. Tengo unos cuantos libros de historia y política.

No hay nada que dé más asco a un español que otro español. Ese desprecio no procede solo de la falta de autoestima por el complejo de inferioridad respecto a «Europa», ese estúpido mantra de los regeneracionistas. Ni por la vergüenza desatada por la casposa Leyenda Negra que nos caricaturiza como bestias genocidas, y que aquí tiene altavoces en coche oficial. Quizá proceda de esa costumbre de combinar con habilidad el dogmatismo, la ignorancia y el empecinamiento, lo que nos proporciona una necesidad constante y necia de tener razón, de quedar por encima.

Esa mentalidad nos lleva a considerar que un buen puñado de españoles que no piensan como nosotros sobran y han sobrado siempre. Lo aceptamos sin más. Un buen ejemplo lo proporciona Sánchez, que es una anomalía en Europa pero una normalidad en España. No hay un presidente de Gobierno en el continente que diga con orgullo que su referente histórico es un político que predicó la guerra civil como tránsito al socialismo. Aquí Sánchez dijo en 2021 que «Largo Caballero actuó como queremos actuar hoy nosotros». Lo soltó y no pasó nada dentro de las filas socialistas ni en la prensa de izquierdas. 

Ese cainismo no viene de ahora, ni lo ha inventado el sanchismo aupado sobre la polarización hueca. Son los dos campechanos que pintó Goya abriéndose la cabeza con una garrota; y ya en aquel entonces era un tema viejo. Es ese odio de campanario que retrató muy bien Simone Weil en La guerra de España, una obra que acaba de publicar Página Indómita con una selección de los textos que escribió con motivo de la última guerra civil. 

La filósofa francesa estuvo ocho días en el frente de Aragón, en agosto de 1936, en un pequeño pueblo, junto a un grupo de la Columna Durruti. Tuvo un accidente y volvió a Barcelona, lo que salvó su vida. En ese tiempo vio cómo se mataba en nombre de la libertad, de la justicia y de España, a un lado y otro, pisoteando todo lo que fuera libre, justo y español.

Se mataba sin preguntar, porque sí, por sospechas o venganzas. Lo cuenta Weil en un artículo recogido en el libro titulado Reflexiones que disgustarán. Los «buenos camaradas», escribió, se iban a indignar cuando supieran la verdad (acertó, porque tras su publicación consiguió el rechazo del Partido Comunista Francés y de los anarquistas). Al igual que en la Rusia de Lenin, el Gobierno de Largo Caballero, anunció Weil, permitía la violencia sin límites incluso entre la gente de izquierdas, con «casos de inhumanidad» contrarios al ideal humanitario. Matar prevalecía sobre cualquier proyecto político, sentenció la filósofa. 

«Vivimos rodeados de profetas y feligreses que creen haber recibido las tablas de la ley que los convierten en propietarios de la verdad»

Lo que vio era odio en estado puro, desatado, sin piedad. Durante los tres primeros meses de la guerra, escribió, los responsables públicos fusilaron «sin el menor simulacro de juicio». Era la «mentira organizada», la muerte disfrazada de ideal político, que permitía que saliera lo peor del ser humano. Bien, pero para salir fuera primero debe estar dentro, incubándose, deseando escapar y tomar cuerpo. Esa repugnancia al vecino, al compatriota, al otro, estaba ahí esperando el momento propicio, la impunidad que otorga el poder. 

Es cierto que esto ha ocurrido también en otros países europeos, y que quizá esto consuele a algunos. Pero hoy alardeamos de tecnología, educación y cultura, de civismo y bonhomía, y, sin embargo, de cuando en cuando sale esa naturaleza cainita. Es curioso ver cómo aflora ese mal disimulado odio. En nuestro país es un fenómeno cotidiano más profundo que en otros países porque aquí padecemos esa imbecilidad de los nacionalismos. Además, las ideologías salvadoras nos cercan. Vivimos rodeados de profetas y feligreses que creen haber recibido las tablas de la ley que los convierten en propietarios de la verdad frente a los otros, seres despreciables por opinar lo contrario.

Este es un país en el que cancelamos a quien piensa diferente mucho antes de la moda woke, sin atender a razones, valías o méritos. Despreciamos el debate. Preferimos apartar al otro, hablar mal de él o de su obra a sus espaldas, y luego hacer como si no existiera. Y si es desde el anonimato, mejor. Nos encantan las trincheras y disparar al distinto. Nos rompemos las manos aplaudiendo a quien opina igual que nosotros, lo endiosamos y adoramos, hasta que un día dice algo que no nos gusta y lo dejamos caer para que se hunda en los infiernos. Sí; se ladra mucho y se piensa poco. A menudo alardeamos de integridad y dignidad, de patriotismo y sentido cívico, pero nos gusta ver la desgracia en la acera de enfrente (valga como ejemplo la sequía en Cataluña).

Acertó Simone Weil. En esta España se ve diariamente que un ideal, una noticia o una opinión es un ardid para juntar filas y excluir al otro. En el fondo no es más que una demostración educada del odio. El episodio de Savater en El País es un buen ejemplo. En demasiadas ocasiones es evidente que solo queremos la tribu, el cántico al unísono, el colectivo protector, el rebaño de ovejas que se convierte en manada de lobos, como señaló Georg Simmel hace cien años. No importa lo brillante que sea el principio o la promesa, como escribió Weil tras ver la actuación de los españoles, si la victoria pasa por el «exterminio del adversario». Es una buena lección. 

40 comentarios
  1. Cefelener

    Es suficiente estudiar en las fuentes el periodo que transcurre entre la muerte de Isabel I y la marcha definitiva de Fernando a su Reino, para llegar a la conclusión de que quienes obligan a los españoles a pelearse entre ellos [y, por supuesto, a odiarse] han sido la élites más o menos aristocráticas. En este caso, empezando por el propio Fernando y siguiendo por los señores de Castilla.
    Lo mismo puede hacerse en la cuestión de los Comuneros [no sé qué titulo le corresponde] contra Carlos V. No me extiendo.
    Las diferentes guerras en Africa, en América, especialmente del Sur, en Ucrania, etc., son del mismo tenor.
    Si no fueran tan interesados los columnista, podrían añadirse a la idea de que los españoles no somos ni más ni menos odiadores que cualquier otro pueblo del mundo.
    Así que, ¡por favor!, elevemos un poco ese intelecto del que pretenden hacer ostentación tantos [también Almodóvar]

  2. JaimeRuiz

    El primer párrafo de este artículo consta de tres frases, la tercera es el codo que borra lo hecho por las manos en las otras dos. Bueno, ¿complejo de inferioridad respecto a Europa? Por ejemplo, Octavio Paz veía en España que no hubiera habido Ilustración, en todo casi sí la hubo pero débil en comparación (sobre eso hay que recordar que José Ángel Valente señalaba que al finalizar el XVII sólo había en Salamanca un alumno de matemáticas y ninguno de Cirugía). Ese contraste es mucho más antiguo, el «Cantar de Roldán» muestra a Carlomagno conquistando territorios de moros y cayendo en una trampa de gentes ajenas a su etnia. Primero está el desprecio de los europeos por el islam y la singularidad del país. Portavoz conspicuo de ese desprecio es Jacob Burckhardt, que dice que al cabo de un siglo de dominio español en Italia ya nadie quería trabajar sino convertirse en médico o abogado y jactarse de tener origen hidalgo. El cainismo sin duda viene de la Reconquista y se apoya en el dogmatismo contrarreformista, pero oculta esa pervivencia de valores de la Antigüedad y el apego a jerarquías.

  3. Relatibo

    Es difícil saber si esta polarización patria es endémica. Basta con ver las dos opciones posibles en Estados Unidos: una persona que saluda al perchero frente a otra que anima a asaltar el altar de la democracia cuando no le sale la partida.

    Lo que sí es endémico es efectivamente el nacionalismo, que es quien cizañea y espolea la poca o mucha polarización que exista.

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