THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Barbate, el símbolo de la desidia

«La tragedia es un episodio sangrante de la desidia política y administrativa, casi criminal, que nos asola. Una desidia cobarde, servil, interesada… y generalizada»

Opinión
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Barbate, el símbolo de la desidia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Lo ocurrido en Barbate no sólo debería acarrear la dimisión fulgurante de Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior, eso iría de suyo en un país democrático, con su rendición de cuentas y su canesú, sino también de todos aquellos que han ordenado o consentido que los guardias civiles hicieran su trabajo en condiciones temerarias, con consecuencias trágicas. 

Todas las patrulleras del Servicio Marítimo de Cádiz estaban, y siguen estando en el momento que escribo estas líneas, en el taller. Algunas llevan meses esperando a ser reparadas. Por eso los guardias civiles tuvieron que hacerse a la mar en una zódiac; dicho en plata, un bote hinchable. ¿Hace falta que enfatice el despropósito? «Meteos en el agua y que os vean», es la orden fatal que revela la consciencia de la temeridad. No es sólo que el ministro del Interior sea una calamidad, es que los mandos responsables debieron plantarse, pero el escalafón al completo miró para otro lado. 

Lo de Barbate es un episodio sangrante de la desidia política y administrativa, casi criminal, que nos asola. Una desidia silenciosa, cobarde, servil, interesada… y generalizada. La banalidad del mal que advertía Hannah Arendt en todo su esplendor. Hemos llegado a un punto en el que, para sobrevivir (en el caso de Barbate, literalmente), necesitamos dimisiones en masa, por tierra, mar y aire. Una depuración apoteósica que se lleve por delante a un buen número de gobernantes, líderes políticos, altos funcionarios y, por qué no, periodistas. Pero también nosotros, que tanto nos indignamos, deberíamos hacer acto de contrición porque nuestra irritación es tan fulgurante como lo es nuestro olvido. 

Arrastrados por el torbellino que generan los medios partidarios, especialmente en esas redes sociales que tanto vituperan los señores de la prensa y los burócratas de Bruselas, nos rasgamos las vestiduras por el asesinato perfectamente evitable —he ahí el drama— de dos guardias civiles. Pero la indignación durará lo que dure su utilidad como arma arrojadiza. Cuando las emociones se agoten, dejaremos de tirar del hilo y buscaremos nuevos escándalos con los que agitarnos en una u otra dirección. Lo sucedido pasará a engrosar la interminable lista de agravios olvidados y el problema de fondo quedará sin resolver. Quizá alguna patrullera sea reparada milagrosamente, pero tan pronto como la alarma decaiga volverá a averiarse y pudrirse en un taller.

Algunos han puesto el acento en la escandalosa disparidad de medios dedicados a proteger la costa de Barbate y los empeñados para salvaguardar la gala de los Goya, a la que nuestro icono presidencial, en línea con su mezquindad, acudió sonriente ignorando la tragedia. Pero iría más allá. Los patrulleros fuera de servicio contrastan con los 780 radares fijos, 1.325 radares móviles y 92 radares de tramo de la DGT perfectamente operativos. Aún a riesgo de caer en la demagogia, se me antoja la metáfora perfecta de un Estado para el que la seguridad de sus ciudadanos es un pésimo negocio pero vaciarles los bolsillos es la quintaesencia del civismo. 

«La desidia está también en la cita previa, en los trenes de cercanías, en la educación pública, en la sanidad con sus listas de espera…»

No sé si en esta tragedia hay razones ocultas, me refiero a una supuesta relación con los intereses marroquíes en el tráfico de hachís. Tampoco sería de extrañar. Cualquier cosa es posible con este sanchismo de cucharada y paso atrás en que ha devenido la Transición. Y he aquí, de nuevo, el quid de la cuestión: la espiral de la desidia.

La desidia no sólo está en Barbate, está en todas partes. Está en la cita previa, esa ley del embudo que traslada el estrés funcionarial al sufrido ciudadano, no vaya a ser que contribuyente se venga arriba y crea que el Estado está para servirle. Está en los trenes de cercanías, los de los curritos, que descarrilan sin cesar en el país de la movilidad sostenible y la alta velocidad a tropecientos millones de euros el kilómetro. En la educación pública de calidad que renuncia al mérito y la excelencia en favor de la igualdad y la inclusividad para palurdos. En la sanidad «gratuita» y universal con sus listas de espera interminables. En las pensiones que los políticos incrementan de manera demencial para asegurarse el voto de los mayores mientras los ingresos de los jóvenes se desploman. En las despiadadas subidas de impuestos que, pese a todo, son una broma frente al aún más desalmado despilfarro. En las Administraciones Públicas incapaces de conocer el número exacto de sus propios empleados y que descubren de pronto que faltaban por contabilizar no una ni dos sino 200.000 nóminas. 

Podría seguir poniendo ejemplos de esta espiral de la desidia pero la cuestión que me interesa resaltar es la falta de conciencia. Ese vacío ético que se hace especialmente evidente en los partidos, de tal forma que casi todo lo que emana de ellos carece de cualquier utilidad que desborde los cicateros intereses de sus cúpulas. Sánchez es la sublimación, la proporción áurea de la mezquindad que nos envuelve. Es nuestro campeón de la vileza. Pero lamentablemente sus oponentes tampoco son un dechado de virtudes. 

Ahí está al líder del Partido Popular, haciendo guiños a Puigdemont, usando de cupidos a un puñado de periodistas con una torpeza inaudita. Con todo, lo peor es la normalización de estas covachuelas off the record, en su definición más cursi, conversaciones on background. En castizo, puro y duro privilegio que los políticos otorgan a dedo a determinados periodistas para que les sirvan de correa de transmisión de sus improvisados cambalaches. 

«Si al menos Feijóo hubiera utilizado el contubernio para desvelar qué proyecto de país tiene, podríamos hacer la vista gorda»

Si al menos Feijóo hubiera utilizado el contubernio para desvelar la incógnita de todas las incógnitas, me refiero a qué coño de proyecto de país tiene en la cabeza, podríamos hacer la vista gorda. Desgraciadamente no caerá esa breva. La cuestión, como de costumbre, era tentar al diablo para tratar de acortar distancias en su larga peregrinación a la Moncloa, pero el tiro le salió por la culata.

Cabría esperar que entre la vileza y la torpeza hubiera espacio para la vida inteligente, sin embargo, lo que parece florecer es una guardia de corps de intelectuales conservadores para los que el culpable de todos nuestros males es el liberalismo. Después de décadas de estatismo descarnado este es su dictamen. Me pregunto en qué submundo han estado recluidos para llegar a semejante conclusión. 

En una sociedad egoísta pero sensata, con élites ambiciosas pero mínimamente educadas, lo lógico habría sido aprovechar las enseñanzas de la Gran recesión para corregir el rumbo porque por donde íbamos era evidente que nada bueno podía suceder. Dieciséis años después no sólo las actitudes no han cambiado sino que han ido a peor. 

Sin embargo, este siniestro panorama no hace sino indicarnos que estamos ante una oportunidad, uno de esos puntos de inflexión que se dan a lo largo de la historia. La gente sabe que la pereza, es decir la desidia, es sinónimo de pobreza. Está en el acervo popular. Nadie quiere ser pobre. Por eso en España hay muchas más personas dispuestas a dar un salto hacia delante de las que son capaces de contabilizar los miopes spin doctors. La cuestión es hacerse notar. No desentenderse de los partidos ni tampoco ser sus más devotos palmeros sino presionarlos sin descanso para que cambien de actitud y la política vuelva a ser esa noble actividad al servicio del común.

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