Aquel año sin carnaval
«¡Qué distinto habría sido todo si el Gobierno de España hubiera entendido –y atendido- a tiempo los mensajes del Mobile y el Carnaval de Venecia! Pero no…»
Una vez concluidos los carnavales es buen momento para recordar cómo fue aquel extraño inicio de año en el que, por primera y única vez en la historia, se suspendió el Carnaval de Venecia. Nunca, en su larga tradición milenaria, había sido suspendido por enfermedad. Ni la peste negra frenó tan festiva tradición. Hasta que un 23 de febrero de 2020 las autoridades italianas decidieron que lo más prudente era dejarlo para otro año, dado el avance de un virus letal que aún no llamábamos COVID y que tenía su origen en la lejana China.
Aquí eso dio igual a nuestro Gobierno. Y no porque no tuvieran información o no estuvieran haciendo un discreto seguimiento del avance mundial de la enfermedad (con informes periódicos del Departamento de Seguridad Nacional, DSN, y de la Comisión Nacional de Salud). Y tampoco porque no hubiera habido una alerta estrictamente nacional que debió animar a tomar medidas a tiempo: esa alerta fue la cancelación del Mobile, que debía celebrarse en Barcelona. Se decidió el 12 de febrero, y se publicó en los medios españoles el 13. El comunicado de los organizadores dejaba meridianamente claro que la cancelación obedecía al miedo al contagio por un bicho aún desconocido; no fue por el procés, como se dijo entonces.
Es verdad que el inicio de 2020 dejaba muy frescas, en la memoria colectiva, las tremendas imágenes de una Barcelona incendiada (una noche sí y otra también), en el otoño de 2019, por los hoy directos socios del Gobierno de Pedro Sánchez y entonces, simplemente, entusiastas emuladores de la kale borroka para presionar a los jueces del procés por la vía de aterrorizar a los catalanes. Aquella cercanía quizá animó a interpretar que lo importante de esta frase clave de aquel comunicado eran las «otras circunstancias». Pero sólo había que leer: “With due regard to the safe and healthy environment in Barcelona and the host country today, the GSMA has cancelled MWC Barcelona 2020 because the global concern regarding the coronavirus outbreak, travel concern and other circumstances, make it impossible for the GSMA to hold the event”. Para que no hubiera muchas dudas, el mismo comunicado de cancelación trasladaba su apoyo a los afectados en China y en otras partes del mundo. Estábamos a 13 de febrero. Dio igual.
Qué diferente habría sido todo si la anulación del Mobile o la cancelación del Carnaval de Venecia hubiera animado a las autoridades españolas a seguir el ejemplo de Italia, preparar los medios sanitarios y alertar a la población de un riesgo más que inminente. Pero no.
«La alerta debió arrancar en enero, cuando un régimen tan opaco como el chino reconoció que estaba confinando a su población»
En realidad, la alerta debió arrancar en enero, cuando un régimen tan opaco como el chino reconoció que estaba confinando a su población y mostró al mundo, como ejemplo de su capacidad de reacción, la rápida construcción de mega-hospitales dedicados únicamente a tratar a los contagiados por el extraño virus. Nos contaron, en enero de aquel 2020, y aunque (decían) eran poquísimos los muertos, que las autoridades chinas estaban siendo capaces de construir en tiempo récord «Arcas de Noé», pues así llamaron a los nuevos hospitales para contagiados por el ignoto virus. Y los mismos que aquí aplaudieron aquella iniciativa china en enero y febrero de 2020, denostaron meses después (y, aún hoy, siguen censurando) la transformación de Ifema y la construcción del hospital Zendal con los que Isabel Díaz Ayuso encaró la pandemia. Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos en enero y febrero de aquel 2020.
El Gobierno italiano, además de suspender, por primera vez en mil años, su Carnaval de Venecia aquel febrero por enfermedad, también echó el cierre a los eventos deportivos en las regiones de Lombardía y Veneto, y a la programación del teatro de La Escala, y a las visitas turísticas a la catedral de Milán, y declaró bajo cuarentena a todas las localidades con más 50.000 habitantes en esas regiones, y… ¡qué exagerados! lo hicieron tras contabilizar sólo tres fallecidos y 130 casos confirmados. Encabezaba el Gobierno italiano el primer ministro Giuseppe Conte.
Sin la celeridad de los italianos, los demás Gobiernos europeos fueron anunciando restricciones para frenar a tiempo el avance de lo que luego fue la pandemia. Claro que ellos tenían la fortuna de que «no les fuera la vida» en mantenerlo todo abierto, como si no estuviera ocurriendo nada, para la magna celebración del 8 de marzo, que ese año cayó en domingo. Por ejemplo, antes de ese domingo 8 de marzo, Francia había celebrado tres reuniones extraordinarias del Consejo de Defensa, en las que había prohibido las reuniones de más de mil personas en todo el país salvo que su celebración fuera imprescindible para «la vida de la nación». O sea, lo que, según la insuperable retórica de la hoy presidenta del Consejo de Estado, definía las manifestaciones del 8 de marzo que había que mantener a toda costa. «Nos va la vida en ello», declaró con total precisión la entonces vicepresidenta Carmen Calvo.
Aquel 8 de marzo, según el informe oficial del DSN (Departamento de Seguridad Nacional) de la fecha, ya había habido 17 fallecidos y 589 casos notificados en España. Es decir, mucho más de lo que animó a las autoridades italianas a actuar en febrero. Pero no. Había que manifestarse.
Tras la imprescindible celebración del 8 de marzo (dos meses después de las primeras alertas por un letal virus ignoto que surgió en China) llegó el 9. Y empezó el baile. Las portadas de los periódicos de ese lunes hicieron hueco destacado al virus. Un par de ejemplos: El País: «La epidemia da un salto en España con siete muertos en un día». El Mundo: «Alarma en el País Vasco por la elevada tasa de sanitarios contagiados. Unos 200 profesionales están en aislamiento».
Pese a las portadas, y a la superación del festival del 8-M con participación de todas las mujeres del Gobierno y sus allegados, empezando por la esposa del presidente, Sánchez seguía sin reaccionar. Fue Ayuso quien tomó la iniciativa. Convocó a los medios tras reunir, de urgencia, a su Gobierno regional y a los portavoces de la Asamblea para anunciar que habían muerto 17 personas en Madrid por el virus, que los contagiados crecían exponencialmente, y que decidía el cierre de colegios, recomendaba el teletrabajo, retrasaba las operaciones quirúrgicas programadas y anunciaba la ampliación de camas hospitalarias.
Tras el anuncio de Ayuso, Sánchez contó que iba a presidir una reunión de seguimiento del coronavirus en el Ministerio de Sanidad. Fue el entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa, el encargado de comparecer después ante los medios, pero aún sin anunciar medidas.
Hasta el día siguiente, 10 de marzo. Ese martes, el Consejo de Ministros recomendó evitar desplazamientos salvo que fueran imprescindibles, prohibió (con tres semanas de retraso) los vuelos desde Italia, suspendió los viajes del Imserso y determinó que las competiciones deportivas se realizaran a puerta cerrada, es decir, sin público.
Lo que ocurrió a partir de aquel 10 de marzo es bien conocido porque lo padecimos todos. Confinamiento, desinformación y miedo. Decisiones arbitrarias, escasez de medios y medidas inconstitucionales. Demasiados muertos inesperados, pero también incontables ejemplos personales de civismo y responsabilidad entre la gente, muy especialmente entre los profesionales de la Sanidad.
¡Qué distinto habría sido todo si el Gobierno de España hubiera entendido –y atendido- a tiempo los mensajes del Mobile y el Carnaval de Venecia! Pero no…