Sánchez contra el maligno
«Que Pedro Sánchez no haga alarde de ejemplaridad porque no está en condiciones de hacerlo quien actúa como si él en persona fuese la ley»
La inmensa soltura con la que Sánchez se permite moverse por la vida está siendo exhibida de manera ejemplar en su lucha contra la corrupción, en la última patada que le tendrá que pegar a Ábalos, un tipo de la vieja escuela y sin apenas estética, para que resplandezca de nuevo la blancura sin mácula del hombre decente, del político limpio, que siempre ha sido Sánchez, una cualidad excepcional, a su juicio, que él mismo adujo sin falsas modestias en sus primeras escaramuzas públicas con un político cuya imagen comenzaba a estar por completo arrasada.
Pedro Sánchez se fue a la Internacional Socialista para proclamar su «lucha» contra la corrupción, un asunto en el que considera que él y su gobierno han puesto el listón muy alto. No dudó en emplear las consignas del imaginario popular más justiciero: «El que la hace la paga», «Venga de donde venga y caiga quien caiga», son frases que salieron de su boca y que pretende que le permitan distanciarse tanto como desearía de cualquier sospecha, marcar la línea que sea imposible atravesar.
El fondo del argumentario sanchista está basado en una premisa oculta que pocos se atreven a sacar a la luz. Su forma más cínica se podría exponer afirmando que tras cada guarrería política siempre hay una X que queda fuera del plano de lo concebible, un actor al que nadie con buen sentido debería atreverse a mirar. Ese trampantojo sofístico es el que permite que funcione con relativa eficacia el expediente del chivo expiatorio, que siempre podamos encontrar una figura desgraciada con la que lavar con rigor moral extremo cualquier sospecha que pudiera recaer más allá del círculo en el que el sacrificio surte sus sanativos efectos.
Visto así, el bueno de Ábalos parece una criatura sacrificial. Resulta ser el escogido para evitar una masacre, como uno de esos cervatillos o gacelas que la manada abandona para evitar que las fieras causen mayor daño al colectivo. Ábalos es supremamente útil en esta maniobra porque nadie lo calificaría, de entrada, como víctima inocente, no es como una de esas gráciles bestezuelas a las que los designios evolutivos marcan como fruto maduro ante el sacrificio, sino que, por el contrario, atesora caracteres que lo colocan con claridad en la categoría de sospechosos habituales, un tipo duro que tratará de vender cara su piel. Es su ethos lo que, si todo sale como conviene, prestará mayor virtud al proceso depurativo que encabezará el sumo sacerdote desde Moncloa.
Ábalos sirve ejemplarmente a un propósito político muy cínico, que se trate de emboscar tras la fechoría de un malandrín mal encarado, la sangrante ineficacia y corrupción encubierta que afecta a estructuras políticas muchísimo más amplias. Cuando se sabe que se malgastaron miles de millones, repito muchos miles de millones, en demenciales operaciones comerciales para comprar mascarillas y otros productos de alta tecnología sin la menor trasparencia, sin el mínimo control, resulta de un cinismo casi angelical utilizar a la banda de Ábalos para hacer que parezca que somos exigentes e implacables a la hora de juzgar la moralidad con la que se gastan los caudales públicos. Y en esta operación de camuflaje el justiciero de la Moncloa está a la cabeza del reparto, es el hipócrita mayor.
Algo así como una ética izquierdista y cínica impide reconocer que cualquier cosa a la que podamos llamar corrupción, que no es nada distinto a hacer que los fondos públicos acaben en manos privadas mediante operaciones, sofisticadas o no, destinadas a ocultar las trampas que apartan el proceso de gasto a los ojos ciudadanos, se hace posible, nace y crece al amparo de un incremento incesante de las cifras y de la opacidad con que se manejan. Una ocultación, por cierto, que, de modo habitual, se ve fortalecida por dos pactos implícitos entre los grandes interesados, el que los compromete a la discreción y el que concede la mutua venia para operar con tranquilidad en los ámbitos que corresponden a uno y no son de la incumbencia del otro.
«Su trayectoria apunta a que consentirá que todo se hunda a su alrededor antes de reconocer el menor yerro en su desesperada carrera hacia la nada»
¡Cómo me gustaría creer a Sánchez! ¡cómo me agradaría sentirme seguro de que mis impuestos directos y lo que pago de más en luz y gasolina etc., van a parar a fines decentes y manos limpias! Pero no me es fácil ser ingenuo y no porque me entere, día tras día, de que granujas de medio pelo acaban siendo empapelados, como ocurre con el caso de Koldo y compañía que parece escrito por el guionista de cualquier Torrente, sino porque veo que no hay ningún intento serio de aclarar qué y cómo se hizo el gasto de los miles de millones que pagamos por unas mascarillas sospechosamente inútiles.
Un alto responsable de la lucha antidroga me contó en cierta ocasión, y es un argumento que no he dejado de ver en las películas del caso, que nunca se pillaba un cargamento de droga cuya captura no fuese fruto de alguna revelación interesada por parte de los verdaderos zares del ramo. ¿No les parece que el argumento puede trasladarse a lo que nos ocupa? ¿No confiaríamos más en Sánchez si lejos de limitarse a exhibir su garbo alanceando a moro muerto nos explicase qué le llevó a entregarse al vecino Sultán o por qué y con qué avales ha decidido invertir decenas de miles de millones de euros en el desarrollo alauita?
La corrupción está bien arraigada en la conducta humana y es una hipocresía decir que se lucha contra ella cuando no se hace nada para evitar que sea posible, cuando se gasta sin control, sobre todo si además se saltan las reglas más elementales de la democracia por puro trinque político. Seguro que a Sánchez le agradaría parecerse al joven John F. Kennedy, pero está muy lejos de poder suscribir su discurso de 1962 defendiendo el imperio universal de la ley: somos libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla y nadie tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia.
Llevarse unos milloncetes presupuestarios de forma ilegal está perseguido, cae bajo el poder de los jueces y es corrupción. Pero no nos convencerá de que lucha contra tal lacra quien defiende las políticas de opacidad y despotismo que la hacen posible, quien quiere hacer leyes a capricho, quien actúa como si no tuviese que dar cuenta a nadie que no sea uno de sus secuaces. Que a la banda de Koldo y al mismo Ábalos les apliquen la ley, pero que Pedro Sánchez no haga alarde de ejemplaridad porque no está en condiciones de hacerlo quien actúa como si él en persona fuese la ley, quien dé a entender que, pese a haberse encaramado sobre una coyunda de intereses nada ejemplares, por muy legales que resulten, está en condiciones de imponer la convicción de que su divisa ha sido siempre la decencia política y el bienestar público.
La excelsa buena conciencia que Sánchez gasta sobre sí mismo es posible que le mueva a imaginar que el sacrificio de quienes otros han sido tan apreciados compañeros de epopeya vaya a resultar en una mejora de su maltratada imagen, pero se confunde, porque su trayectoria no invita a suponer que sea incapaz de dolo; apunta, por el contrario, a que consentirá que todo se hunda a su alrededor antes de reconocer el menor yerro en su desesperada carrera hacia la nada.