Sobre la legalización de las drogas
«Al peligro natural de las drogas se suma el peligro cotidiano de sus adulteraciones. Otra buena razón para legalizar y regular su mercado»
En La defensa, Vladimir Nabokov inventa la vida un ajedrecista genial que vive atrapado entre un tablero de 64 escaques y ya no puede dejar de mirar el mundo como si fuera una partida de ajedrez. En la cafetería ve el movimiento de los camareros como poderosos alfiles y en el piso marmoleado imagina jugadas magistrales con las sombras de los parroquianos. Nabokov pone de manifiesto en su novela un problema serio de la mente humana: la facilidad con la que cae en las adiciones. La mente busca repetir patrones satisfactorios. Quedar atrapado en una adición es parte de la lotería genética con la que venimos equipados de nacimiento, más allá de la voluntad o la moral del adicto. Y esto sucede igual con las drogas, el juego, el alcohol o el tabaco.
Se entiende que el testimonio de tantas personas y familias rotas por la adicción sea un poderoso freno a la legalización de las drogas, porque a nadie se le escapa que su venta legal generaría muchos más adictos que los actuales, con su consecuente cuota de dolor y sufrimiento. Al mismo tiempo, parece bastante claro, dados los índices de consumo conocidos, que las drogas llegan con facilidad a quien lo desee. Con el problema añadido de la escuela de crimen que implica su consumo: los consumidores participan de una manera u otra en el mundo de lo ilícito. ¿Habría un aumento exponencial de los adictos si se legalizan las drogas? ¿La crisis de opiáceos que enfrenta Estados Unidos se volvería irreversible? Encontrar la respuesta a estas preguntas de una manera objetiva y científica son la clave para su legalización o no. En los otros terrenos el debate es más fácil.
El crimen organizado seguiría existiendo, pero perdería uno de sus grandes activos. Su «portafolios» de negocios bajaría notablemente. Y con ello disminuiría su enorme capacidad para desequilibrar gobiernos, vulnerar democracias y corromper sociedades, como todos los latinoamericanos sabemos. Las sospechas de que el único sostén del gobierno de Venezuela es el dinero negro del crimen organizado están altamente fundadas. En México mueren asesinadas más de 80 personas al día y hay cerca de medio millón de personas presas por la venta al menudeo de marihuana. Droga legal, por cierto, en muchos estados del país vecino, que se reserva el derecho de «certificar» tus tareas de combate. ¿Cómo se mide ese sufrimiento humano? ¿No vale la pena intentar aliviarlo? La mafia no desapareció con la legalización del alcohol en Estados Unidos tras la desastrosa experiencia de la prohibición, pero sí su poder de corrupción e influencia social, al pasar del centro (económico, político y social) a la periferia.
Las democracias liberales no pueden prohibir el consumo. Hablo siempre de mayores de edad. Es imposible e indeseable. El Estado no puede ni debe vulnerar la libertad individual y la soberanía personal sobre el cuerpo y la mente. Puedes atiborrarte de comida, puedes beberte hasta los floreros y encender un cigarrillo con la colilla del anterior y el Estado no puede hacer nada contra ello, salvo regularlo: horarios y lugares para el consumo de alcohol, información nutricional en los alimentos, etcétera. Y, desde luego, lucrar con ello vía impuestos, directos e indirectos. Que tu vicio contribuya a la caja común. El tabaco se reguló en espacios públicos no por el comprobado daño que causa a los fumadores (lo que implica un coste brutal de los servicios médicos que pagamos entre todos) sino porque se descubrió que el humo afecta a los no fumadores. Los consumidores de drogas no tienen derechos. Están sujetos a malos productos y estafas. Al peligro natural de las drogas se suma el peligro cotidiano de sus adulteraciones. Otra buena razón para legalizar y regular su mercado.
«La mafia no desapareció con la legalización del alcohol en Estados Unidos, pero sí su poder de corrupción e influencia social, al pasar del centro (económico, político y social) a la periferia»
Sobre las drogas existe mucho desconocimiento y, peor aún, mucha y muy mala información. Por ejemplo, se clasifica de droga blanda unas de las más perniciosas para la salud, como la marihuana o el hachís. Cualquiera que haya convivido a lo largo de los años con un fumador consuetudinario de hierba sabe que afecta su memoria, que su disposición anímica para la acción es incierta y que puede producir brotes psicóticos de tintes paranoicos. La revista Lancet publicó el mejor informe disponible. Divide las drogas por grado de adicción, daño físico al consumidor, daño a su entorno y a la sociedad en su conjunto. Y ahí saltan las sorpresas. Una de las peores drogas, por daño al consumidor y a la sociedad, es el alcohol, cuya venta es lícita, pero regulada. La más adictiva es la heroína. La cocaína reúne lo peor del alcohol por sus efectos con lo peor de la heroína por su grado de adicción, y es altamente perniciosa. Los enteógenos salen bien librados. Sus riesgos son menores de lo que la gente imagina y su grado de adicción mínimo. De la mano de la desinformación está la idealización, a la que contribuyen desde tiempos inmemoriales los chamanes de la tribu, sea en su disfraz de brujo o de vate.
El tema es complejo. Basta leer los comentarios de los lectores al texto de Fernando Savater en estas mismas páginas la semana pasada para comprobarlo. La mayoría de los políticos en activo está en contra de la legalización de las drogas. Y esto es un simple reflejo del sentir mayoritario de la ciudadanía. Para los pocos políticos que están a favor, con matices, se trata de un tema tabú. El eterno dilema entre las convicciones y los votos.
Lo sensato es abrir una discusión a nivel mundial, liderada por los Gobiernos y con base en la ciencia. Y sacar conclusiones que se conviertan en decisiones colectivas, en un signo o en otro. Si se regula su venta se debe garantizar por ley el dinero suficiente para investigar y combatir las adicciones, lo que no debería ser un problema por los enromes beneficios fiscales que su comercio legal generaría. Si se regula, su comercio no debe llegar de ninguna manera a los menores de edad. El cerebro en formación es frágil y sus afectaciones pueden ser permanentes. Su uso debe ser estrictamente privado, nunca público. Y ningún Gobierno puede hacer uso de ellas para su población. La «soma» de Un mundo feliz es un peligro cierto en estos supuestos. El libre mercado de las drogas generaría innovaciones.
Drogas cada vez más inocuas para la salud y agradables para el consumidor. Con mejor control de sus efectos secundarios y de su tiempo de intoxicación. No podemos suponer el futuro de un mundo con drogas legales bajo los toscos y dañinos productos que hoy conocemos. Ya sé que proponer en una columna una conferencia internacional sobre cualquier cosa es como las reinas de belleza de ataño que su principal deseaba era la paz mundial. Efectivamente, deseo la paz mundial.
Las drogas pueden ser lúdicas y divertidas, también terapéuticas. Pueden ser espacios de aprendizaje personal y conocimiento. Pero también pueden ser un infierno. Son peligrosas y ambiguas, como el sexo, el alcohol o las redes sociales. Como la vida misma.