THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Los estragos ocultos de la corrupción

«Donde la corrupción política se extiende, la pérdida de legitimidad de las instituciones es una señal inequívoca de la descomposición del sistema político»

Opinión
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Los estragos ocultos de la corrupción

Ilustración de Alejandra Svriz.

Es habitual establecer la gravedad de la corrupción en función del dinero sustraído. Así, por ejemplo, el fraude de los ERE de Andalucía, con un montante de 1.200 millones de euros, según la Cámara de Cuentas, hace que a su lado palidezcan otros asuntos cuyos importes son mucho menos elevados. 

Esta vara de medir, sin embargo, no siempre coincide con la valoración popular, que tiende a fijarse más en la idiosincrasia de cada caso que en los números. Para el público puede ser más llamativo que un político abuse de su cuenta de gastos para comprar lencería fina a una amante que una trama de corrupción organizada.   

Esta incapacidad para jerarquizar la gravedad de la corrupción no es simple necedad. En realidad, el público parece distinguir instintivamente que los verdaderos estragos de la corrupción no dependen sólo de la cantidad de dinero sustraído sino también de otros aspectos muy corrosivos. 

La corrupción política poco tiene que ver con la forma en que un hábil carterista vacía el bolsillo de su víctima sin que ésta se dé cuenta. Robar dentro del sistema institucional y administrativo se parece más al robo por alunizaje en una joyería, porque el daño que se genera es mayor que el botín sustraído. Implica el establecimiento de una venenosa cadena de favores, la perversión de las decisiones políticas, la proyección de un pésimo ejemplo y el consiguiente mal ambiente. 

Una democracia mínimamente funcional necesita un sistema institucional transparente y ejemplar para que los ciudadanos puedan interactuar en un entorno de competencia y cooperación mutua. Si los políticos corrompen este sistema, además de esquilmar a los ciudadanos, socavan esta competencia y desaniman la cooperación empobreciendo a la sociedad doblemente. 

«La vía de urgencia, sin concurso público ni publicidad, habría sido utilizado para hacer la vista gorda con determinados proveedores»

Antes los economistas consideraban la corrupción como una especie de lubricante de la economía en aquellos países donde abundaban las trabas burocráticas, pues en estos casos un simple soborno podría agilizar los trámites del establecimiento de un negocio y ahorrar tiempo y dinero, lo que redundaría en beneficio de la actividad económica. Sin embargo, esta visión complaciente cayó en desuso cuando esos mismos economistas descubrieron que los políticos establecían las marañas regulatorias precisamente para favorecer la corrupción e incrementar sus posibilidades de enriquecimiento ilícito. 

Este descubrimiento dio paso a su vez a otro más retorcido. Los políticos podrían obtener aún mayores beneficios usando esta maraña regulatoria de forma discrecional, es decir aplicándola a rajatabla a los agentes libres mientras utilizaban mecanismos de excepción perfectamente legales que ellos mismos habían creado para favorecer a los amigos. Este sería el caso del fraude de las mascarillas. El procedimiento por la vía de urgencia, sin concurso público ni publicidad, habría sido utilizado para hacer la vista gorda en los contratos de determinados proveedores mientras que con otros se habría sido puntilloso. Así, mientras las administraciones anulaban el contrato a determinados proveedores por alguna condición peregrina, pagaban religiosamente a otros que habían suministrado un producto equivocado o incluso inservible.     

Una de las características que siempre acompañan a la corrupción son las legislaciones extremadamente complejas, porque con ellas los políticos crean los cuellos de botella donde imponen sus mordidas. La maraña de leyes y normas se constituye en la selva legal donde los políticos cazan emboscados. Pero esta cacería ocasiona un daño mucho mayor en el ecosistema que el que se deduce de sus presas. Cuando las administraciones contratan de forma corrupta servicios o productos a empresas privadas, no solo el precio se dispara por culpa de las comisiones ilegales, también la calidad desaparece. Además, se destruye el tejido sano de la economía porque se impide prosperar a los más eficientes en favor de los que obtienen un beneficio tramposo sin proporcionar ninguna contrapartida, salvo, claro está, para sí mismos y sus compinches. 

La corrupción para funcionar necesita incentivar muchas actitudes nocivas más allá del mangoneo, por eso su perjuicio supera con creces el mero sobreprecio, y el enriquecimiento ilegal de un millón de euros para los políticos ocasiona un daño económico diez veces mayor. 

«La corrupción no sólo acarrea un daño económico: destruye la moral, socava la confianza y drena el capital social»

Puede que un político implicado en una trama de corrupción no se haya enriquecido personalmente, pero eso no le exime de culpa. Corromperse no sólo consiste en llevarse dinero sino en ser cooperativo, es decir en no poner obstáculos ni impedimentos sino colaborar pasivamente con quienes están muy bien relacionados como una apuesta de futuro. 

La corrupción no sólo acarrea un daño económico: también destruye la moral, socava la confianza y drena el capital social. Se sabe que en los países donde abundan los políticos corruptos, las personas tienden a desconfiar unas de otras. La imagen que cada ciudadano proyecta de los demás se ve condicionada por las actitudes que percibe en sus gobernantes y descuenta que todos, no sólo los políticos, se comportarán de forma similar. 

Allí donde los líderes políticos son mentirosos, el tejido social se descompone y proliferan los grupos cerrados basados en el intercambio de prebendas. Por eso, la afirmación de que los políticos son corruptos porque provienen de una sociedad igualmente corrupta es muy discutible. Más bien el efecto sería el inverso: cuando los políticos no son honrados, el ciudadano tiende a sospechar de los demás, generándose un círculo vicioso en el que la honradez se percibe como un comportamiento ingenuo.

Con todo, lo peor es que la corrupción política afecta gravemente a la legitimidad de las instituciones sobre las que se asienta la democracia. Al fin y a la cabo, esta legitimidad depende de que la autoridad se ejerza de forma equitativa y justa. Y si el ciudadano percibe que los gobernantes actúan de forma poco o nada ejemplar, lógicamente esta legitimidad se desvanece. En las sociedades donde la corrupción política se extiende como una mancha de aceite, la pérdida de legitimidad de las instituciones suele ser una señal inequívoca de la descomposición del sistema político y a manudo anticipa la sustitución de la democracia por un régimen arbitrario y peligroso.

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