¿Nuevos tiempos en la Conferencia Episcopal?
«Dos claves caracterizan a monseñor Argüello, su nuevo presidente: su pasión por el saber y su implicación en los acontecimientos de las épocas que ha vivido»
Los obispos españoles acaban de elegir presidente. Y acaso el mayor interés de ese acontecimiento sea el escaso interés que ha cosechado tal elección.
Lejos quedan los tiempos de la Transición, donde nadie dudaba del papel del cardenal Enrique y Tarancón, a la sazón cabeza de la Conferencia Episcopal, como protagonista de numerosos cambios que se sucedían. Lejos quedan, incluso, los años del Gobierno Rodríguez Zapatero, cuando se le combatía en las calles capitaneados por otro presidente de tal Conferencia, monseñor Rouco Varela, un habitual tras las pancartas opositoras.
Hoy cuesta imaginar a un obispo no ya manifestándose en la Plaza de Colón, sino siquiera concentrado ante un centro abortista (hecho este último, por cierto, que podría dar con sus huesos en el calabozo: recordemos que en nuestro país ya no se puede rezar donde se quiera, aunque un prelado como José Ignacio Munilla haya osado desafiar a veces tal prohibición). Nuestro episcopado, en general, parece más interesado en pisar el púlpito que en pisar la calle; y la calle, en correspondencia, se ha llenado de otros temas de conversación.
Y, sin embargo, abundan los motivos para interesarse por el elegido, hace unos días, para dirigir durante los próximos cuatro años la Conferencia Episcopal Española. Don Luis Argüello, arzobispo de Valladolid, no es el típico cura que pasa del seminario menor al seminario mayor, del seminario mayor a alguna parroquia pequeña, de esa parroquia pequeña a otra más grande, y de ahí a una prelatura, para llegar desde esta a alguna otra pompa clerical. En realidad, el currículo vital de Argüello resulta, entre los obispos, de seguro inusual.
No solo estamos ante alguien que se hizo seminarista algo tarde, ya con 30 añazos, sino que hasta ese momento había aprovechado para ejercer una vida social, digamos, ajetreadilla. Nacido de labradores palentinos en 1953, estudió Derecho en el Valladolid de las postrimerías del franquismo. Con tanto mérito como para obtener con su expediente un Premio Nacional Extraordinario. Y como para convertirse enseguida en joven profesor de esa facultad. Mas no fueron ni las aulas ni los libros su único hábitat en aquellos tiempos convulsos.
«Argüello viajaría por toda España, en coche puesto al parecer por el PCE, para coordinar las movilizaciones universitarias»
En nuestros días apenas se recuerda, pero la Universidad de Valladolid fue de las más batalladoras en la lucha antifranquista. Hasta el punto de que, por orden ministerial de febrero de 1975, llegaron a cerrarse todas sus facultades principales hasta el curso siguiente. Ocho mil estudiantes, pues, se veían condenados a perder todo un año académico. Argüello tuvo ya algo que ver con ello: no solo había participado en las movilizaciones, sino que había sido uno de sus líderes. E incluso viajaría por toda España, en coche puesto al parecer por el Partido Comunista de España, para coordinarlas.
También colaboró el ahora arzobispo en una iniciativa que hoy, cuando las aulas están repletas de estudiantes desanimados y el absentismo universitario alcanza plusmarcas mundiales, no puede sino resultarnos entrañable. Hablamos de la que se llamó Universidad Paralela: profesores y alumnos brillantes de los últimos cursos (como Argüello) se empezaron a reunir de forma semiclandestina con los más novatos. ¿Su finalidad? Impartirles las clases que, debido al cierre decretado, no podían recibir en las aulas. Así que enseñaban sus asignaturas en bares, librerías, domicilios particulares e incluso alguna parroquia. La Universidad, así, parecía haber vuelto a sus orígenes más genuinos: solo alumnos y docentes que quieren juntarse para aprender porque aman aprender y aprovechan cualquier paraje para aprender. Por debajo de las toneladas de burocracia, normativas, títulos y publicidades que hoy acogotan nuestros centros universitarios, a veces aún se percibe, tenue, el brillo de este origen precioso, que los vallisoletanos de los 70 supieron revivir.
Esta experiencia creo que nos proporciona una primera conclusión sobre el recién elegido presidente de los obispos: su insobornable pasión por el saber. Pero una segunda clave, no menos relevante, nos la proporciona su implicación en los acontecimientos de las épocas que ha vivido: cuando hablamos aquí del saber, no nos referimos a conocimientos del arameo del siglo I. O a la ciencia sobre las diatribas patrísticas del siglo II. Pese a todo lo importantes que estas erudiciones puedan llegar a ser, y lo bien duchos que puedan estar en ellas otros prelados españoles. Cuando hablamos de saber, en el caso de monseñor Argüello, pensamos en el fervor por comprender nuestro mundo. Algo para lo que sin duda sirve manejarse bien en las polémicas cristológicas del siglo IV, pero para lo cual no bastan esos escritos de hace 1.700 años. De hecho, ni siquiera nos basta lo que escribía Fukuyama en 1989. O los antiglobalizadores de la década posterior.
Heidegger se reía en su día de Karl Marx, que había querido que los filósofos dejasen de interpretar el mundo y empezasen a transformarlo: ¿cómo va a uno a transformar el mundo si no lo ha interpretado antes bien?, se preguntaba. Esa crítica no se la habría podido hacer Heidegger al nuevo presidente de nuestros obispos: de los 23 a los 30 años, por ejemplo, lo mismo impartía lecciones de Derecho Administrativo que era detenido durante una sentada bajo el lema «OTAN no, bases fuera»; lo mismo asesoraba al PSOE, recién aupado a la alcaldía vallisoletana, que reflexionaba sobre los problemas de nuestra sociedad.
«Los grandes poderes económicos no quieren ya solo absorber nuestro trabajo o nuestro ocio, sino también nuestra forma de pensar»
Una reflexión que, como no puede ser de otro modo, se ha venido prolongando hasta hoy. Preguntado por sus lecturas actuales, Argüello ha confesado que anda ahora con el último libro de Adriano Erriguel, uno de los críticos más cáusticos de este mundo que nos andan configurando mano a mano la Agenda 2030 y las megacorporaciones de Silicon Valley. Pensadores tan diferentes como Marx y Schumpeter nos advertían de que estamos ante un sistema que siempre se reinventa: así que, para estar al cabo de la calle de su crítica, solo nos queda reinventarla, releerla, repensarla una y otra vez.
Un texto interesante a este respecto lo constituye Fieles al envío misionero, el programa de los obispos (ellos prefieren hablar de «orientaciones pastorales y líneas de acción») para este quinquenio 2021-2025. Y resulta un texto interesante porque en él se percibe la mano del propio Argüello: se publicó cuando ejercía como secretario de la Conferencia Episcopal que ahora presidirá. Allí se advertía ya contra el «capitalismo moralista» que habíamos criticado algo antes aquí en THE OBJECTIVE: ese sistema en que los grandes poderes económicos del mundo no quieren ya solo absorber nuestro trabajo o nuestro ocio, sino también nuestra forma de pensar sobre el bien y el mal. De modo, amigo lector, que por lejano que se sienta usted a la Iglesia católica y sus obispos, sepa bien que algo al menos comparte con ellos: y es la lectura de este diario que ahora acoge su pantalla.
Pero, ¡ay!, la carne es débil, y quizá usted atesore ya alguna que otra aventurilla, le haya tentado acercarse a otros periódicos distintos de este, y haya leído por esos andurriales, en otros medios de comunicación, esbozos más simplones de Argüello. Esbozos, por ejemplo, que lo ubican a la derecha o izquierda entre los demás obispos. ¡Es lo malo de echar una cana al aire! ¡Como si en estos tiempos en que las categorías de izquierda o derecha apenas sirven para entender su esfera propia, la de la política, pudieran resultarnos útiles cuando nos adentramos en otro campo, como el de la religión!
«¿Cuál es la situación de la Iglesia hoy, en España, que deberán afrontar no solo él, sino todos los nuevos cargos obispales?»
Partir de categorías erróneas obliga a contorsionismos hilarantes. Y, por ello, la oposición de Argüello al mundo deseado por la Agenda 2030 será, para algunos, prueba de su extremado conservadurismo; para otros, en cambio, y dado que esa crítica va unida a cómo se configura el capitalismo actual, Argüello será aún un criptocomunista que trata de manejar ya no el coche que le puso el PCE en 1975, sino la nave de la Iglesia española en 2024, pero siempre con el mismo destino: el Socialismo Internacional. Se trata, en ambos casos, de simplificaciones que prescinden de lo más característico de nuestro arzobispo: su hondura intelectual.
Y bien, hemos perfilado ya un tanto la figura del nuevo presidente de la Conferencia Episcopal; pero una silueta no está completa si no bosquejamos algo de su trasfondo. ¿Cuál es la situación de la Iglesia hoy, en España, que deberán afrontar no solo él, sino todos los nuevos cargos obispales elegidos la semana pasada? ¿Qué cosas, de las que sí dependen de tal Conferencia, urge replantearse; y cuáles otras, que quizá no dependan del todo de ella, convendría en todo caso abordar?
Alguien pensará que, como los escritores de folletines en los periódicos del siglo XIX, dejamos la cosa justo en su punto más interesante. Pero ¡incluso en internet! la extensión manda, y debemos postergar hasta nuestro próximo artículo (dentro de 15 días) responder, con el pormenor debido, a estas interrogantes. En inglés se dice que, cuando uno interrumpe así su relato al final de un capítulo, está recurriendo a un cliffhanger, lo cual podría traducirse como «quedarse colgando del acantilado». No es una metáfora que nos disguste; si bien avanzaremos que quien en verdad cuelga hoy del acantilado español no es un personajillo cualquiera de una novelita cualquiera, sino nada menos que la Cristiandad.