Las tres heridas del constitucionalismo
«¿Por qué Cataluña es el único territorio de España que no ha catado una verdadera alternancia política en lo que llevamos de democracia?»
Si una mayoría objetiva de catalanes están hartos del procés, incluso, cada vez más, muchos independentistas…¿Por qué es tan difícil darle la vuelta? ¿Por qué Cataluña es el único territorio de España que no ha catado una verdadera alternancia política en lo que llevamos de democracia? ¿Por qué una minoría engolfada y sobrerrepresentada en las instituciones sigue machacando impunemente a una mayoría social, pero a menudo huérfana de representación política eficaz? ¿Por qué los catalanes exportamos anormalidad tras anormalidad política al conjunto de España?
Lo que, por llamarlo de alguna manera, llamamos «constitucionalismo», denominación de origen que a quien esto firma le entusiasma tan poco como cuando nos llaman «unionistas» -no te digo ya «colonos» o «ñordos», con lo fácil que sería llamarnos gente sin complejos y convencida de que todos tenemos los mismos derechos y deberes…-, bueno, pues esa marca de muchos y de nadie, el constitucionalismo, ha tenido en los últimos 20 años tres tropiezos graves. Ha perdido mucha sangre por tres heridas, como las del poema de Miguel Hernández.
Primera herida: el pacto del Majestic. En 1993, con todo en contra, Felipe González consigue perpetuarse un poco más en la Moncloa -con el apoyo inestimable de Jordi Pujol-, y José María Aznar se queda en puertas y con las ganas. ¿Les suena? En 1996 el líder popular sí consigue romper el hechizo, pero para ello necesita los votos del mismo Jordi Pujol anteriormente demonizado por apuntalar al felipismo, negociados en una cena mítica en el hotel Majestic de Barcelona. Para ello, Aznar tiene que sacar de la ecuación política del PP catalán a Alejo Vidal-Quadras, azote máximo y altamente sarcástico del nacionalismo.
Se nos vendió entonces que aquello era el principio de un tiempo nuevo. De una suerte de Segunda Transición. De un nuevo encaje de Cataluña en España y hasta de España en Cataluña. Ciertamente, tratar con Pujol no era ni es lo mismo que con un tal Puigdemont. Entonces se ignoraban muchas vergüenzas ocultas del molt honorable, quien por lo demás era capaz de hacer discursos de apariencia constructiva. Eran los tiempos en que el nacionalismo catalán presumía de querer modernizar España, no mangonearla ni destruirla, que es lo que se lleva ahora.
No creo que nadie, a día de hoy, haga un balance positivo del pacto del Majestic. No sirvió para mejorar el encaje de nada, y acabaría pasando una dura factura electoral a todos sus protagonistas. CiU reventó en tribus a cual más hiperventilada e hispanófoba. El PP catalán perdió credibilidad entre los partidarios del «basta ya» frente al nacionalismo, sin por ello ganar verdadero arraigo entre la derecha moderada catalana, que haberla, hayla… pero muy suya es. Y sólo le interesa arrimarse a la derecha española cuando esta ya está en el poder. Nunca antes. Ojo.
«Más obsesionado con arrinconar al PP que a los nacionalistas, el PSC se alía con cualquiera que les garantice ser el único partido nacional»
Es verdad que, cuatro años después del Majestic, Aznar logró revalidar su presidencia con una vibrante mayoría absoluta, pero algunos creemos que eso tuvo más que ver con su capacidad de mantener el centroderecha español en un puño, sin que se le escapara ningún cabo ni extremo suelto, ni empezaran a chirriar los goznes del bipartidismo. Vox no existía. Faltaba todavía para la emergencia de UPyD, Ciudadanos, etc.
Llegamos así a la segunda herida: el pacto del Tinell. Cuando por fin Pujol se va, y su heredero designado a dedo, Artur Mas, gana las elecciones, pero sucumbe ante el primer tripartito catalán, el PSC tiene la primera oportunidad nítida de dar un vuelco copernicano. De entrar en los despachos de la Generalitat como un vendaval de novedad, aire fresco, progreso. De apear a los de siempre y poner fin a 23 años de lo mismo. ¿Y qué hace? Pues justo lo contrario de lo que mucha gente esperaba. Acomodarse al statu quo en lugar de combatirlo. Más obsesionados con arrinconar al PP que a los nacionalistas, se alían con cualquiera que les garantice ser el único partido nacional cuyos votos valen en Cataluña. La sociovergencia de los 90 da paso al Dragon Khan socioindepe de los 2000.
Y en estas nació Ciudadanos, precisamente para dar voz política a los que vivieron aquello como una gran traición. Encabezados por un pura sangre de los que pocos surgen en cada generación, Albert Rivera (quien esto firma quedo en shock la primera vez que le vio: en 20 años de curtidísimo periodismo político, yo no había ni olido nada igual), una muchedumbre de huérfanos de las dos grandes oligarquías políticas catalanas de toda la vida pensaron que había llegado su, nuestro, momento. La ola cogió empuje y rompió en todo su esplendor en la histórica victoria electoral de Inés Arrimadas en diciembre de 2017. Por primera vez ganaban las elecciones en Cataluña los que no habían mandado nunca. Los que venían a cambiarlo todo.
Y no. Tampoco. Mucho se ha hablado y especulado, infinitas responsabilidades y culpas se han espolvoreado y repartido, sobre cómo y por qué fue imposible materializar toda aquella ilusión en una alternativa efectiva de gobierno en Cataluña. Qué más da ahora si Inés abandonó o fue abandonada. Si hubo más fuego enemigo o amigo. Ahí se abre la tercera gran herida del constitucionalismo. La que quizá más evidenció que ese espacio político que primero no existía y después se negaba, de repente estaba tan concurrido que había más codazos que abrazos. Más mirarse de reojo que de frente.
«Hay socialistas que si dijeran en público lo que piensan en privado habría no pocas sorpresas. Lo mismo en el PP»
¿Y ahora, qué? En todas las familias políticas citadas en este artículo cuecen habas. Ninguna es un todo monolítico. Si tienes amigos en cada una, oyes comentarios para todos los gustos y aprendes a desconfiar hasta de la aclamación a la búlgara de Salvador Illa, el sábado pasado, para seguir liderando el PSC y encabezando su candidatura a la Generalitat. Hay socialistas que si dijeran en público lo que piensan en privado habría no pocas sorpresas. Lo mismo en el PP. Lo mismo en todas partes.
¿Y la sociedad civil, esa que tan a menudo ha suplido las carencias y hasta miserias de los partidos políticos, pero que sin ellos tampoco pasa de ser un maravilloso espacio de desahogo? Que no es poco, oigan. Pero tampoco es suficiente.
Me gusta creer que no hay mal que cien años dure, ni herida por honda que sea que no cierre. Yo tengo un sueño. Y es estar sentados sobre un volcán dormido de libertad a punto de despertar…