La autocracia está de moda
«Frente a la debilidad occidental, los hombres fuertes –y el uso abusivo de la tecnología– ofrecen resultados palpables e inmediatos en la cuenta de activos»
La autocracia está de moda. Lo está aquí en Europa, donde comprobamos que los extremos políticos se aprestan a conseguir unos resultados históricos en las próximas elecciones europeas y que, por lo demás, gobiernan ya activamente en varios países de la Unión: tanto en su vertiente más conservadora como en la izquierda filocomunista. Pero el desafío que plantea la autocracia es mucho mayor de lo que puede reflejar una coyuntura electoral. Hablamos de Rusia y de China; o mejor, cambiando el orden de los factores, de China y de Rusia.
La lectura spengleriana –anclada en el pesimismo existencial de la Europa en descomposición de las entreguerras– acerca de la inevitabilidad de un cesarismo autoritario, pero revestido con los ropajes de una falsa democracia, no responde exactamente al dilema de nuestros días que es tan ideológico (la crisis del liberalismo parlamentario) como tecnológico (el impacto de la Big Data en el control social y emocional de la ciudadanía). Se diría que ambas crisis van de la mano a medida que la globalización consigue abrir una brecha cada vez más honda en las clases medias y en las clases trabajadoras. Ya saben cuál es la fórmula: limitados empleos de calidad, hiperinflación inmobiliaria y en los servicios básicos (alimentación, electricidad, gas, petróleo, educación).
Creo que fue hace unos días que Bruno Macães, el brillante exministro portugués para Asuntos Europeos, señalaba en la plataforma X que ha llegado el día en que los países avanzados ponen en marcha políticas propias de los que están en vías de desarrollo –en clara referencia a los Estados Unidos y a la esclerosis burocrática de Bruselas–, mientras que los países en vías de desarrollo se comportan como si fueran del primer mundo. El último ejemplo lo tenemos en la guerra de la Europa del Este, donde la división interna en el Congreso de los Estados Unidos lleva meses bloqueando el imprescindible rearme del ejército ucraniano, cuya capacidad de resistencia –falto de soldados y municiones– empieza a asemejarse a la de la fatídica línea Maginot. ¿Cabe soñar con un hundimiento del frente oriental, una vez acabado el invierno y llegada la primavera? No es imposible, aunque el plan checo para suministrar, de forma más o menos inmediata, hasta 800.000 piezas de artillería a Kiev debería servir para equilibrar la balanza durante un tiempo prudencial, seguramente hasta el verano.
«Los nuevos poderes huelen la debilidad de los antiguos imperios»
Moscú espera confiado porque sabe que la campaña electoral americana va a ser larga y que en Washington pueden sucederse las sorpresas. Beijing también espera –su paciencia, como la persa, como la vaticana, es legendaria– que sigan abriéndose grietas internas en Occidente. No todo es económico, aunque sí en gran medida. El discurso de la frivolidad antioccidental que se difunde en nuestro ámbito académico cae a menudo en la vieja tentación del autoodio. Y no es bueno levantar la mano contra uno mismo.
La autocracia está de moda porque, frente a la debilidad occidental, los hombres fuertes –y el uso abusivo de la tecnología– ofrecen resultados palpables e inmediatos en la cuenta de activos (no, desde luego, en la de libertades y derechos). Y es este modelo de enriquecimiento acelerado lo que propone China: primero para el Lejano Oriente, y ahora cada vez más para Eurasia y también para África e Hispanoamérica. Un modelo de crecimiento dirigido –y sin muchos reparos medioambientales– que vende además revanchismo anticolonial y toda su retahíla de prejuicios y resentimientos.
Si Europa –y los Estados Unidos–, con toda su superioridad científica y presupuestaria, no son capaces al menos de estabilizar el frente ruso, el desprestigio global de Occidente no hará sino crecer. Los nuevos poderes huelen la debilidad de los antiguos imperios. La historia no se repite pero rima, dicen que dijo Mark Twain. Yo prefiero la famosa sentencia de nuestro Jorge Santayana: «Aquellos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo». Entre ellos nosotros –me temo–, si no reconocemos sus enseñanzas.