Nuestra sucia polarización
«Quizá cuanto más gritan en el Congreso, más miran a otro lado los ciudadanos. La degradación de las instituciones y de la política no parece que vaya a mejorar»
¿Cuándo acabará la polarización, si es que acaba? ¿Es la única salida a la polarización la violencia, como hemos aprendido de nuestra historia? ¿O lo que ocurre es que se institucionaliza y la normalizamos y al final nos olvidamos? ¿De verdad es posible que se calmen los ánimos? No soy optimista. Creo que esta espiral solo puede ir a más. No existen incentivos para frenar. Este tipo de confrontación y hostilidad únicamente se reduce con alguna tragedia, y ni siquiera.
El otro día en el Congreso, un diputado de Podemos acusó a Isabel Díaz Ayuso de «apretar el gatillo» que acabó con la vida de los ancianos en las residencias durante el covid. Un diputado del PP le respondió que, en realidad, la culpa fue de Pablo Iglesias, que era quien tenía la competencia de las residencias durante la pandemia (podría haber dicho simplemente que su comentario era inaceptable e inmoral, pero prefirió devolverle la pelota: era un partido de tenis en el que la pelota eran miles de muertos). Cuando le pidieron al diputado de Podemos que se retractara, se reafirmó en sus palabras.
El jefe de gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, amenazó a una periodista de ElDiario.es («Os vamos a triturar. Vais a tener que cerrar») y se inventó el bulo de que periodistas de ese medio y El País intentaron entrar encapuchados en la casa de la presidenta de Madrid. Los dos principales partidos, el PP y el PSOE, están enzarzados en Twitter en una batalla repugnante y de mal gusto, en la que se intercambian insultos desagradables y adolescentes, pura metadona para sus apparatchiks más sobrepolitizados y psicópatas. El PP está especialmente centrado en señalar que el PSOE es un partido de «putas y cocaína», algo inaceptable y burdo desde una cuenta institucional.
Por su parte, el Gobierno de Sánchez, a través de la vicepresidenta Montero y el ministro Puente, despliega su guerra sucia sobre el caso Ayuso (intentan convencernos que de alguna manera el enriquecimiento del novio de Ayuso y sus problemas fiscales son iguales que el caso Koldo, o algo así; bueno, iguales no, ¡peores incluso!) y el PP en general. La vicepresidenta Montero insinuó en el Congreso que la Xunta en tiempos de Feijóo benefició a la empresa en la que trabajaba su pareja, algo ya desmentido y falso.
Y el presidente Sánchez, desde el estrado, le dijo a Feijóo, chulesco: «Siii, y más cosas, y más cosas», insinuando que sabe más y lo utilizará. Viniendo de un gobierno que filtró la investigación fiscal sobre el novio de Ayuso a través de la fiscalía («La fiscalía, ¿de quién depende? Pues eso»), suena a amenaza. Es el uso privado de las instituciones públicas, caciquismo de toda la vida. Óscar Puente ayer amenazó a la empresa ferroviaria Ouigo en Twitter, algo que ya ni sorprende: Sánchez lo puso ahí por algo. Tiene la misma estrategia de confrontación chulesca que la del jefe de comunicación del PSOE, Ion Antolín, conocido por su acoso a periodistas no afines y sus maneras de comisario político.
«No habrá un estallido de violencia, sino un lento y constante descenso en la decadencia»
Puente justificó ayer su violencia verbal y amenazas en una entrevista en la SER: «Hemos estado viviendo seis años de agresión permanente. Lo hemos hecho sin responder, acogiendo esa tesis de que la izquierda tiene que aguantar. He asumido el rol de poner pie en pared. No es ningún encargo». Es curioso porque es la misma lógica que emplea el PP de Ayuso para justificar su retórica incendiaria: ya vale de poner la otra mejilla, ya vale del PP integrador y moderado que pide permiso a la izquierda: ¡nosotros también queremos ser gentuza!
No quiero ser alarmista. Quizá exagero cuando pienso que esta polarización solo puede ir a peor. Es posible, incluso, que una mayor polarización partidista haga que se reduzca la polarización ciudadana: quizá cuanto más gritan en el Congreso, más miran a otro lado los ciudadanos, cansados de ese teatrillo. Pero algo está claro: la degradación de las instituciones y del oficio de la política es visible y pertinaz y no parece que vaya a mejorar. No habrá un estallido de violencia, sino un lento y constante descenso en la decadencia. La tendencia difícilmente cambiará. ¿Quién frena? El otro día Puente dijo que hay que «rebajar el tono», pero que él no lo hará primero: tiene que empezar quien empezó, es decir, la oposición. Hay niños de siete años con más maduración emocional.
En una reciente tribuna en El Mundo, Luis Miller escribía: «Mi tesis es que la sociedad española está enferma de una forma particular de polarización: el partidismo […] El partidismo se da cuando los ciudadanos se sienten vinculados de un modo más fuerte a los partidos políticos que a los grupos sociales o causas que estos partidos representan. Es decir, cuando uno apoya al PSOE no porque uno sea de izquierdas, crea en políticas igualitarias o anhele la reconciliación entre catalanes mediante una amnistía, sino porque es del PSOE. La vicepresidenta María Jesús Montero lo explicaba de forma muy clara. A las críticas de Emiliano García-Page tras la debacle socialista en Galicia, respondió: ‘Uno tiene que saber cuál es la camiseta de su equipo’».
Confiemos en que ese sectarismo partidista se quede en Twitter, en la clase política (está bien llamarla así, se ha convertido en un cártel que privatiza las instituciones), en el sector arribista de sobrepolitizados sectarios que buscan carguito y se acercan al poder, en la prensa activista, y confiemos en que no trascienda al resto de la sociedad. No es una buena noticia que la ciudadanía desprecie la política y la considere un ruido de fondo ridículo que no afronta sus problemas. Pero prefiero eso a que se involucre con el mismo fundamentalismo con el que se involucran los políticos.