Cita en el puente de Baltimore
«El colapso de un puente también es metáfora de la imprevisibilidad (¡cómo se va a caer un puente tan bien hecho!) y un punto de interrogación sobre el sentido»
La implosión del puente de Baltimore tiene una plasticidad extraordinaria, ominosa. ¿A quién no le han impactado las imágenes de la sólida estructura de metal hundiéndose majestuosamente tras el impacto de un buque?
¿Y por qué es tan impresionante, por qué ha aparecido en todas las portadas ese puente de acero del que nunca habíamos oído hablar, hundiéndose, cuando hay cosas mucho más horribles que las portadas podrían también exhibir para solaz de todos?
Bueno… ¡porque es un puente! Porque el puente es una forma simbólica de nuestra aventura humana. Sugiere tantas cosas que al ver cómo se hunde en Baltimore parece que estás contemplando la misma imagen trágica, solemne y grandiosa de los vanos trabajos de la humanidad, del destino del ingenio humano, de los esfuerzos por comunicarnos y de llegar al otro, de la decadencia y caída de personas y de imperios que parecían sólidos, invulnerables… El colapso de un puente, del puente de Baltimore, también es metáfora de la imprevisibilidad (¡cómo se va a caer un puente tan bien hecho!), y un punto de interrogación sobre el sentido. Así por lo menos lo veía Thornton Wilder en su amena y emocionante noveleta El puente de San Luis Rey:
«Un buen día de principios del siglo XVIII, en el Perú colonial, un puente, tendido sobre el abismo siglos atrás por los incas en el camino entre Lima y Cuzco, colapsa, se hunde, y cinco viajeros que en aquel momento transitaban por él se precipitan al vacío. Luego, un fraile franciscano (llamado Junípero) se obstina en entender el sentido del acontecimiento, y recopila todos los datos que puede sobre cada uno de los cinco desdichados, para ver si es que tenían en común algo en el terreno de la moralidad o el carácter, si en el accidente se manifiesta de alguna manera una huella del designio de Dios».
Es decir: ¿por qué murieron aquellas cinco personas específicas, y no otras, que cruzaron antes, o llegaron más tarde al puente? El puente de San Luis Rey para mí es igual que el puente de Baltimore, que en su derrumbe ha arrastrado también algunas vidas. ¿Todo responde al ciego azar o hay un sentido? ¿Por qué se ha hundido el puente? Thornton Wilder no resuelve la duda, claro está, pero en unos párrafos de especial elocuencia al final de la novela señala que el único «puente» que une, por lo menos durante algún tiempo, la tierra de los vivos con la tierra de los muertos es el amor: «El amor, lo único que sobrevive, lo único que tiene sentido».
«El puente tiene en su propia elegancia una noción de precariedad: mejor es cruzarlo»
He consultado el Diccionario de símbolos de Cirlot: «El paso del puente es la transición de un estado a otro, en distintos niveles (épocas de la vida, estados del ser), pero la otra orilla, por definición, es la muerte». Bueno.
Se ha hundido el puente de Baltimore. Embestido por un barco. Lees la noticia, e inmediatamente te ves en ese puente, cruzando de un lado al otro de Baltimore (¿qué se te habrá perdido allí, precisamente allí, en la otra parte de Baltimore?), igual que yo, modestamente, siempre que puedo cruzo el puente de Juan Bravo, para reanimar una idea de exaltación, de logro: la idea de pertenecer a una especie que salva abismos, que, para acercar lo distante, construye puentes sobre los precipicios y sobre La Castellana.
Pero desde luego el puente tiene en su propia elegancia una noción de precariedad: mejor es cruzarlo, llegar al otro lado, no quedarse en él yendo y viniendo. Aquí discrepo del famoso poema de Yevtuchenko, que una tarde de paseo por París vio a una pareja en un puente y en un ataque de romanticismo exaltadísimo escribió: «Una mujer y un hombre, solos, en un puente,/ sobre el dormido Sena azul./ Debajo está el tumulto sin sentido, las luces irreales./ Cambia el gobierno en algún sitio./ Se pronuncian sabios discursos./ Pero ellos desde el puente sólo ven el Sena, turbio y lento./ (…) ¡Quiera Dios que no tengamos casa ni hacienda,/ ni cómoda rutina,/ ¡quiera Dios que, estemos donde estemos,/ siempre nos encontremos en el puente./ ¡En el puente suspendido para siempre en el cielo!/ En el puente que hace sagrado a quien lo habita,/ en el puente sobre el tiempo, sobre la vanidad y la mentira».
Yo escuché a Yevtuchenko recitar este poema en el Pati Llimona, de Barcelona, en los años 90: era arrollador, impresionante… Acostumbrado a recitar ante multitudes rusas, su voz profética y caudalosa te ponía los pelos de punta… Pero luego, al día siguiente, me lo encontré comiendo en Casa Leopoldo; y en un restaurante, aunque seas un poeta ruso, es imposible ser impresionante.
» A ver si encontramos explicación a este azar luctuoso que nos aguarda a todos»
Se ha hundido el puente de Baltimore y han muerto algunas personas, investigue, fray Junípero, investigue, a ver si sacamos el agua clara, si encontramos explicación a este azar luctuoso que nos aguarda a todos y a esta estampa magnífica del puente hundiéndose en el agua, a ver si encontramos a un culpable o a ver si es que aquí en Baltimore se peca demasiado, lo cual no es descartable…
Nunca he cruzado el puente de Baltimore pero supongo –visto un puente, vistos todos- que la experiencia sería parecida a la de atravesar el de Brooklyn, que sí crucé, varias veces, una noche de verano en que era bonito no pensar ni querer, en compañía de los escritores Suzanne Ayoub y Alban Nikolai Herbst (que por cierto se llevó unos pernos de recuerdo. Pensé que si todos hacíamos lo mismo el puente estaba condenado a hundirse.)
Me gustó tanto andar, conversando con ellos, por el puente de Brooklyn, de Manhattan a Brooklyn y vuelta a Manhattan, que al día siguiente volví, esta vez a solas, para mejor recordar su agradable compañía de la víspera y para saborear mejor la experiencia de cruzar el puente sobre las aguas turbulentas.
Y al cruzarlo arriba y abajo me acordaba de una de mis escenas preferidas en la historia del cine, la escena final de El amigo americano de Wim Wenders: Nicholas Ray, figura imponente, demacrada, con un parche en el ojo, aparece sólo en esa última escena (como Brando en Apocalipsis). Encarna al pintor Derwatt, que ha fingido su muerte para provocar que suba la cotización de sus cuadros. Este fraude le obliga a vivir escondido, sin apenas ver a nadie. En esa última escena, espera, inquieto, yendo y viniendo por el puente, a su único contacto con el mundo de los vivos, su agente Tom Ripley, que tiene que llegar de Europa, con dinero para él. Pero, por causa de fuerza mayor, Tom ya no acudirá a la cita con él en el puente de Brooklyn. Y es inolvidable la mirada de extrañeza y desamparo de Derwatt, cuando lleva ya un rato esperando en vano, en el puente colosal, y empieza a entender que ahora sí que se ha quedado del todo solo.