Sentir el miedo
«Hubo un miedo que sin duda reaparecería, con la violencia, si el estatus privilegiado de Euskadi y de Navarra fuese puesto en cuestión en el futuro»
Ante el visitante ocasional, nada extraño presenta la vida en la ciudad ucraniana próxima a la frontera occidental, a pesar del ataque por drones sufrido siete días antes. Del mismo modo que los trámites de frontera son absolutamente normales, lo es el tráfico saturado, el aspecto de los comercios abiertos y el paseo de la gente por la calle. La única advertencia previa, pero sin reflejo aparente en la fisonomía de la ciudad, es la atención a las alarmas que anuncian un posible ataque aéreo. Esa normalidad, sin embargo, no es aplicable al entorno rural ni a localidades del interior del país. Es ahí donde se siente al parecer el impacto de la guerra, con un clima de inseguridad real y de profunda preocupación de los habitantes ante una eventual derrota, y desde distintos ángulos (represión, delaciones, miseria, etc.). En una palabra, nos decía un amigo ucraniano, de cara al futuro, «están atemorizados».
La dimensión humana, demasiado humana del miedo, suele ser ignorada por la historia, salvo cuando en casos excepcionales se traduce en un movimiento social de primera importancia, caso del Gran Miedo en la Revolución francesa. Si nos fijamos en el franquismo, veremos en las biografías de quienes se opusieron a la dictadura, un sinfín de actuaciones más o menos relevantes. Como me decía una amiga, todos corrieron delante de los grises, cuando lo cierto es que solo una minoría asumió ese riesgo y otros mayores. Así que a título personal, cuando en una ocasión, entrevistado por un diario de Salamanca, confesé que mi actividad opositora había sido muy cautelosa, simplemente porque tenía miedo, el periodista me miró con extrañeza, igual que la funcionaria del Archivo al que fueron los documentos policiales, sorprendida porque bajo la dictadura nunca me hubiesen detenido. El TOP (Tribunal de Orden Público) llegó, pero demasiado tarde.
El miedo a la represión había formado parte de mi vida, lo suficiente como para consolidar mi propensión natural a la cobardía. La biografía de mi padre jugó aquí un papel decisivo. Al ser oficial del Ejército Popular y miembro por la UGT de la Comisión que en noviembre del 36 socializó la Bolsa de Madrid, tenía asegurado el fusilamiento al vencer Franco. Se salvó huyendo en forma rocambolesca a su pueblo natal, Azkoitia, y permaneciendo allí como singular topo hasta el verano de 1942. Pero tendría yo unos cuatro o cinco años cuando la policía vino a buscarle a casa, intentó refugiarse en un armario grande y al final mi madre lo arregló yendo ella misma a la DGS (Dirección General de Seguridad) para encontrarse con que había habido un error de nombre. Mi padre no recuperó su empleo hasta 1976 y en esas cuatro décadas tampoco perdió ni el espíritu firme de oposición al régimen, ni por supuesto el miedo.
«Un miedo que en las décadas de dictadura se constituirá en fundamento de la supervivencia del franquismo»
Fue un recorrido en que estuvo acompañado por mi madre, sobre el fondo de una relación de pareja desastrosa, pero ella introdujo un factor de corrección que agradezco profundamente. Al principio de la guerra, vivió en Madrid en casa de una hermana, casada con un panadero socialista, militante como él. Para horror de mi madre, en las primeras semanas tras el 18 de julio, su hermana iba con otras compañeras a la Casa de Campo (sic) a ver los fiambres, los cadáveres de derechistas a quienes habían dado el paseo. Le horrorizaban la barbarie de esas ejecuciones, la de sus festivas celebrantes y el clima creado en las relaciones sociales. El miedo. Un miedo que en las décadas de dictadura se constituirá en fundamento de la supervivencia del franquismo.
Ahora bien, dada la intención militante de la Ley de Memoria Democrática, resultaba inevitable que tales matices desaparecieran en su texto, y sobre todo que intencionalmente fuera cortado el enlace entre ese imperio del miedo provocado por la guerra civil y el instaurado por ETA durante los años de plomo, en el conjunto de España, y con especial intensidad en Euskadi. La afortunada maniobra de enmascaramiento del medio siglo de sangre recetado por ETA, tiene sin duda un trasfondo social. Al igual que en la Alemania posterior a 1945, ha habido en el País Vasco un profundo deseo de olvidar, en parte por haber acabado una terrible pesadilla, en parte también porque buena parte de la sociedad vasca asumió durante años una responsabilidad de lo ocurrido, por omisión o por abierta complicidad.
El cerco a las familias de los asesinados, en los pueblos vascos, no respondía a otra causa que al ejercicio de la hegemonía del nacionalismo, en sus dos vertientes, de practicantes del terror y de cínica asociación del rechazo declarado a la violencia, con la comprensión de sus fines y la denuncia del Estado (del verdadero enemigo común, de España). Una vez tejida esta telaraña, al resto de los ciudadanos solo tocaba, como en el caso de los «verdugos voluntarios» de Goldhagen, bajo el nazismo, acatar como mínimo y en el extremo asociarse a la represión. Un círculo vicioso de miedo generalizado y de vileza.
La versión oficial, compartida por PNV y PSOE, bajo la mirada aprobatoria de Bildu, es que el fin de ETA ha supuesto la paz en Euskadi. Parafraseando el dictamen de Fernando Fernán Gómez en Las bicicletas son para el verano, diríamos que en este caso ha habido la paz, pero también la victoria, y no precisamente de quienes se enfrentaron políticamente al terror. «El final del terrorismo» -ha escrito Rogelio Alonso en La derrota del vencedor-, «se sustenta en significativos logros políticos del movimiento terrorista, fruto de los ‘atajos’ que el Estado aceptó para satisfacer relevantes exigencias del nacionalismo radical. De ahí que se haya calificado de ‘amnesia consentida’ el proceso impulsado por una política antiterrorista mediante su comparación ventajosa con el final de la violencia (…) La primacía de intereses personales y partidistas sobre los principios democráticos ha impedido la rotunda e incuestionable derrota de ETA en todas sus dimensiones».
«Al calor de los privilegios del cupo, el deseo de independencia ha caído al 25%, pero también el apoyo a los partidos constitucionales»
El oportunismo y la desidia intervinieron, sin duda, pero sobre todo jugó la convergencia de estrategias políticas, en posición dominante del PNV que con la victoria del Mal ha visto roto el equilibrio entre nacionalistas y constitucionalistas, en beneficio propio, y de manera irreversible, ocultando el éxito logrado por el método del árbol y las nueces. Y en plan de colaboración, del PSOE, dispuesto a pagar en oro los votos nacionalistas, hasta el punto de promover bajo Pedro Sánchez una rehabilitación total de los herederos políticos del terror.
La sociología jugó en el mismo sentido, y no porque las enormes ventajas otorgadas al euskara modificasen sensiblemente el comportamiento de los vascos en el uso del idioma, sino por la eficaz captación política de los jóvenes euskaldunes dispuestos a lograr una situación profesional ventajosa a favor del euskara. No se ha logrado una euskaldunización, pero sí una abertzalización. Al calor de los privilegios financieros del cupo, el deseo de independencia ha caído al 25%, pero también el apoyo a los partidos constitucionales. Se ha consolidado la separación de España, en los planos simbólico y económico, clave de un nacionalismo que oculta sus orígenes, pero no reniega de ellos.
En tales circunstancias, nada tiene de extraño que el hoy ensalzado Centro de las Víctimas haya respondido a esa voluntad de ocultación, que deliberadamente esconde que si hubo víctimas, es porque también hubo asesinos, y si en Euskadi hubo asesinos, y todavía quedan crímenes por esclarecer, es porque hubo organizaciones nacionalistas, unas que agitaron el árbol y otras que recogieron las nueces tintas de sangre, pero muy sabrosas políticamente. Unas organizaciones con siglas y un origen ideológico tan diáfano como el del nazismo respecto de Hitler. Y hubo un miedo que lograron sembrar y que sin duda reaparecería, con la violencia, si el estatus privilegiado de Euskadi y de Navarra fuese puesto en cuestión en el futuro. Por ahora, nada cuestiona el avance hacia la hegemonía de lo que representa Bildu. Su enseña es el orgullo por lo realizado, de ser necesario no faltará recurrir de nuevo a la producción del miedo.