Broncano y hormigas 'politainment'
«¿Quién necesita manipular los informativos si puede por contra ganarse a la opinión pública con un programa de chascarrillos escatológicos?»
Hubo un tiempo en España en que los políticos, particularmente los gobernantes, creían que a la opinión pública le preocupaba la cosa pública, la actividad legislativa y la acción de gobierno, que le interesaba la información al respecto. Era una época en que a los políticos les inquietaba a qué intelectuales se invitaba a largos programas de debate en una cadena de tv minoritaria a las once de la noche, y cómo lo que dijeran allí podía influir en los ciudadanos, en sus opiniones, en su intención de voto. Políticos que leían -y presumían que los ciudadanos leían- los editoriales de los diarios, las columnas de opinión, las tribunas de análisis. Gente que tenía entre sus preocupaciones, y no en último lugar, conseguir influir, acallar o ensalzar a un columnista de opinión en la prensa.
Era una clase política que atribuía tan grande influencia a la información que competía por conseguir para las cadenas de televisión afines o bajo su control público los derechos de retransmisión del fútbol: su hora de emisión habilitaba a intercalar en el descanso de los partidos el noticiero más importante del día. De la mano del fútbol se conseguía la audiencia del informativo, y con el informativo la influencia sobre la opinión pública.
Pero he aquí que la clase política se fue dando cuenta de cuál era la relevancia real y la calidad crítica de la opinión pública mayoritaria sobre la gestión pública; advirtiendo que se trataba de un asunto menor para su pervivencia en el poder o para sus expectativas de alcanzarlo. Había que dejarse del cuerpo a cuerpo con intelectuales en los mass media, ya no digamos con expertos. Y no por el coste en credibilidad que el político podía sufrir en el lance, sino por el nulo interés que para el público tenía de ordinario que un señor experto en cualquier materia confrontara a quien debía gestionar lo público precisamente en esa misma cuestión. Se trataba de complejidades que resultaban un arcano, no sólo para el político, sino también, y, sobre todo, para el espectador. Una cosa soporífera.
Se impuso por tanto cambiar el enfoque del discurso político en los medios, el arsenal comunicativo, y exhibirse y fajarse si acaso con gente más al nivel de la calle. Y así, importada de la política norteamericana, como casi todo lo nefando en el trinomio político-información-ciudadano, llegó a España la política-espectáculo, la política-entretenimiento. Se fue imponiendo el politainment, íntimamente relacionado con el infoentretenimiento: el abordaje insustancial, dramatizado y frívolo de la información, que orilla los temas complejos en favor de un correlativo incremento de noticias sin relevancia social o pública, noticias menos serias, fáciles de comprender y que en lo posible vayan ilustradas de imágenes o vídeos. Hoy es lugar común ver en los noticieros televisivos serios dar la información a una persona antinaturalmente gesticulante que sujeta una cartulina en una mano mientras con la otra describe una gran curva que termina por señalar una cifra impresa en grandes caracteres sobre una pantalla de tv gigante situada a su espalda: el número de turistas extranjeros que en el último puente visitaron España.
En ese contexto info-comunicativo, el espacio natural para la exposición pública del político dejó de ser el debate para ser sustituido por los magazines politizados: formatos de entretenimiento donde el protagonista paradójicamente es el moderador, no los invitados, entre los que se mezclan políticos y tertulianos, y en los que se imposta una contienda dramatizada entre los intervinientes, todo lo cual sustituye el tratamiento informativo de los problemas reales: la sanidad, la economía, la corrupción, el desempleo, etc.
«Trump no era ni es más que el hijo, un producto, de la información-espectáculo, especialmente la de la TV»
Sintomático de la relegación de la información por los propios medios de comunicación, fue un episodio ocurrido en 2017 durante el mandato de Trump, en el que la prensa estadounidense se hizo eco de que el presidente, mientras veía en la TV un informativo sobre la violencia en Chicago, tuiteó: «Si Chicago no arregla la horrible carnicería que está ocurriendo, mandaré a los federales». El asombro de periodistas y comentaristas políticos no fue sobre el expeditivo anuncio de Trump de mandar a Chicago una fuerza armada, sino sobre «la reactividad del hombre más poderoso del mundo a las informaciones televisivas». Es decir, los propios periodistas se asombraban y alarmaban de que hubiera alguien (en este caso, nada menos que el presidente de Estados Unidos) que se creyera sus «informaciones» televisivas.
Con ello se evidenció que el binomio prensa-Trump se deslizaba hacia la pulsión freudiana de matar al padre pero a la inversa, es decir, de matar al hijo; porque Trump no era ni es más que el hijo, un producto, de la información-espectáculo, especialmente la de la TV, al punto que se puede decir que Trump y la información-espectáculo son la misma carne: la conversión de los medios de comunicación en empresas basadas en la eficiencia financiera y económica donde el uso de los recursos informativos está al servicio de la obtención del mayor nivel de audiencia.
Aterrizando ya las reflexiones expuestas al acontecer del solar patrio, es insoslayable traer a colación el affair Broncano. No me voy a referir al coste de tan exorbitante fichaje por un ente público ni a las veleidades procedimentales ni materiales de su contratación. Ni siquiera, por lo limitado de mi conocimiento sobre su programa, a la influencia política que el mismo pudiera ejercer en favor del gobierno que apadrina su colocación en RTVE. Lo que me parece más significativo, porque revela hasta qué punto ya para los políticos es más importante el infoshow que la información -instrumento de manipulación de la opinión pública por excelencia- es que el programa de marras se emitirá en la franja de que llaman access prime time, cuyo inicio se sitúa las 21.30 y las 21.45 horas. Es decir, para su emisión habrá que recortar el Telediario 2 de La 1, o bien, 25 minutos, o bien, 10 minutos.
¿Quién necesita manipular los informativos si puede por contra ganarse a la opinión pública con un programa de chascarrillos escatológicos que, además, contraprograma a otro en el que unas hormigas de trapo entrevistan a personalidades de la actualidad críticas con el poder?