Impuestos: el poder de destruir
«El poder de los impuestos es el de que el Estado se quede con nuestra riqueza y con nuestra renta. Por producir y por consumir. Por ahorrar y por invertir»
«The power to tax is the power to destroy». El juez John Marshall esculpió estas palabras sobre el poder destructivo de los impuestos en una sentencia sobre la creación de un banco central en los Estados Unidos en 1816. El Estado de Maryland decidió gravar su actividad, y el juez Marshall dejó claro que ese camino podría llegar a la destrucción del Segundo Banco Nacional (ya había fracasado uno anterior).
El poder de los impuestos es, principalmente, el de que el Estado se quede con lo nuestro. Con nuestra riqueza y con nuestra renta. Por producir y por consumir. Por ahorrar y por invertir. Destruye toda actividad económica, porque la desincentiva. El IRPF deja a los trabajadores con menos renta, mucha menos renta, que dedicar al consumo o al ahorro. Como hay que cubrir una serie de necesidades básicas, el ahorro es el más perjudicado por la voracidad del Estado. El Estado también grava la renta de las inversiones. Y grava el patrimonio a partir de cierta cota. Ahorrar e invertir se ha convertido prácticamente en un crimen, que pagamos con multas desorbitadas (todavía no con la cárcel).
Y el ahorro es el camino personal y social hacia la prosperidad. Renunciar a una satisfacción inmediata, libera fondos (y recursos) que se destinan a la inversión. Y la inversión hace que el trabajo sea más productivo, y que produzcamos más y mejores bienes con la misma fuerza de trabajo. El crecimiento es lo único que nos permite aliviar la pobreza, crear más energía con menor impacto ambiental, dar oportunidades a las familias para cubrir necesidades como la educación y la sanidad, o seguir reduciendo el número de horas que le dedicamos al trabajo.
Esto hace que los impuestos sean una institución de carácter económico, o si quiere con implicaciones económicas. Pero los impuestos tienen una importancia que va más allá de las consideraciones económicas. Por ejemplo, para poder sacarnos todo el jugo, el gobierno tiene que saber todo de nosotros. Sabe cuánto gastamos en cada servicio, dónde y cuándo. Los biógrafos podrían acudir a las bases de datos de Hacienda para escribir al detalle la vida de cada uno de nosotros. Ningún confesor de pueblo pudo tener controlada a su grey como Hacienda.
Esta invasión de nuestra intimidad no se puede hacer sin grave daño de nuestra libertad y sin violar todo principio del Derecho. Siglos de abuso sistemático acabaron enseñándonos que se debe partir de una presunción de inocencia. Y que si se declaraba culpable a un ciudadano sería porque se ha probado suficientemente su culpabilidad. Y todo ello tras un juicio contradictorio con todas las garantías.
«Si Hacienda te declara culpable, eres tú quien debe demostrar tu inocencia»
Hacienda no quiere saber nada de eso. Si te declara culpable, eres culpable. Y eres tú quien debe demostrar tu inocencia. Además, como tiene medios ilimitados, y para el Leviatán no pasa el tiempo, puede perseguirte hasta acabar contigo. No tienen más que ver el documental Hechos probados. Hacienda no tiene escrúpulos. Pero sí una sed insaciable de lo tuyo. De nuevo, el poder de destruir.
Una de las instituciones que más libertad nos da es el dinero. El dinero nos otorga una oportunidad general de actuar. Podemos guardárnoslo. Lo podemos ahorrar para ser más ricos en el futuro. Y un minuto antes de dedicarlo al consumo, podemos hacer con él lo que queramos. Ninguna otra forma de vida en común nos otorga tanta libertad como el dinero.
Además, el dinero en efectivo es eficaz, inmediato, bilateral, y discreto. Sobre todo, discreto. En una relación en la que media el dinero efectivo se respeta el anonimato de las dos partes, y es un espacio seguro para ambas. Por eso, de nuevo, Hacienda quiere impedir que funcione a toda costa. Hablé de esta campaña contra el dinero en efectivo hace ocho años, y ya entonces llevaba años intentando lograr que el Estado controle todos nuestros movimientos.
Hay algo grosero, aparte de todo, en la cantidad que se queda el gobierno de nuestro sueldo. De modo que el gran observador, el ciberespía, se esconde cuando se trata de quitarnos una parte creciente de nuestra renta. Esto lo sabemos desde siempre, pero por algún motivo nadie, o casi nadie, hablaba de esto.
«El Estado obliga a la empresa a que le pague directamente una parte muy importante de nuestro sueldo»
Ha levantado la liebre este informe del Instituto Juan de Mariana, al que ya me he referido. En mi artículo hablé, sobre todo, de cómo la política de gasto desaforado de Pedro Sánchez está llegando a nuestros bolsillos. Pero este aspecto es más importante. ¿Cómo oculta el gobierno todo lo que se lleva de nuestro trabajo?
El salario es lo que paga el empresario a cambio del valor de los servicios que le presta el trabajador. Todo lo que paga el empresario es lo que él valora nuestro trabajo. Pero el Estado obliga a la empresa a que le pague directamente una parte muy importante del sueldo. Un dinero que nunca le llega al trabajador. Llama a eso «cotizaciones sociales a cargo de la empresa», como si ese dinero saliera de la generosidad de nuestras empresas. Pero sale de lo que de todos modos iba a pagar la empresa por los trabajadores, de modo que somos nosotros quienes realmente soportamos ese impuesto.
No acaba ahí la cosa. Se llama «salario bruto», cínicamente, a lo que nos queda después de que el Estado le haya quitado al trabajador un 23,60% de nuestro sueldo. Luego seguimos pagando a la Seguridad Social hasta llegar al 28,30%, antes de que el IRPF de la dentellada definitiva.
Hoy, que a todo el mundo se le calienta la boca hablando de transparencia, deberíamos apoyar lo que ha pedido la CEOE: obligar por ley que las empresas le paguen a los trabajadores todo su salario, y que luego sean éstos los que paguen a la Seguridad Social. Y lo mismo tendría que pasar con el IRPF: que recibamos todo nuestro sueldo, y luego tengamos que pagar a Hacienda lo que se corresponda. Como si viviésemos en una democracia y pudiéramos ser conscientes de lo que nos quita el gran ladrón.