Tiempos de totalismo
«En Euskadi la homogeneización política es absoluta y se aprecia en los recientes resultados electorales. Un totalismo indoloro garantiza la exclusión de lo español»
No he encontrado mejor descripción de lo que es el totalismo, o totalitarismo horizontal, que la proporcionada hace ya muchos años por un hombre del salvamento en las playas habaneras, cuando le pregunté por las diferencias existentes entre Cuba y las «democracias populares» en la Europa del Este, a una de las cuales había viajado. «Hay una muy clara, me explicó, allí te callas, obedeces, estás jodido, y nada más. Aquí encima tienes que pedir que te hagan lo que te hacen». Lo había vivido yo como espectador unas semanas antes, cuando por vez primera desde la Revolución el Gobierno se vio obligado a subir los precios de los transportes. Una exigencia que todo revolucionario debe atender, comentó Granma. Pero Fidel no pensaba lo mismo y de inmediato intervino en televisión: «¡Se nos equivocó el periódico!», replicó. El problema consistía en que a los ciudadanos les sobraba entonces dinero y la subida era para absorber tal excedente. Siguió la puesta en marcha de las asambleas populares donde una tras otra, la subida se convirtió en una petición de todos los cubanos.
Era un invento de la revolución china, ajustado al principio de que la revolución consiste en la perfecta sintonía entre el líder y las masas, las cuales reciben las consignas de aquel y las transmiten, e imponen, a todo el cuerpo social. En el límite, como sucedió en la Revolución Cultural, tiene lugar una homogeneización igualitaria de la sociedad en valores y en ideas. Mao era el motor y el transmisor, elevado a la condición de una deidad solar, en tanto que «las masas» revolucionarias se encargaban de que todos las asumieran y que fuesen humillados y destruidos aquellos designados como enemigos o refractarios a las mismas. En la China de Xi Jinping, sin ese dramatismo y con empleo de tecnología digital, el mecanismo se reproduce.
El imperio del totalismo puede tener lugar asimismo en otro tipo de sistemas sociales y políticos, donde se plantea la eliminación del pluralismo. Un ejemplo clásico es la ordenación omnicomprensiva de creencias y usos sociales, sometidos a la ley coránica (sharía) en los regímenes islamistas suníes. En la singular tiranía de los ayatolás en Irán, el aparato represivo tiene que intervenir una y otra vez para someter a una sociedad que tiene vivo el recuerdo del pluralismo. Nada de eso hace falta en el régimen de los talibanes o en el Estado islámico, o por lo menos solo es un complemento -eso sí, imprescindible- de la tiranía que la sociedad de creyentes ejerce sobre sí misma.
La tendencia a la homogeneización propia del totalismo es visible en las sociedades dominadas por un nacionalismo étnico, que tiene por objetivo primordial la eliminación del pluralismo cultural e ideológico existente en esa sociedad. Y resulta interesante comprobar cómo en marcos políticos y geográficos muy distantes uno de otro, coinciden los objetivos y las justificaciones exhibidas para dicha exclusión. Nada acerca a la democracia más grande del mundo, la India, al pequeño rincón de Euskadi, y sin embargo en ambos casos un nacionalismo étnico, asentado sobre el rechazo del otro, un falso victimismo y unos antecedentes de brutal violencia, está consiguiendo su propósito de asentar una hegemonía indiscutible sobre los respectivos espacios políticos.
Como en tantos otros momentos históricos de ambas penínsulas, surgen sorprendentes paralelismos: el más acusado, en el pretérito, entre la teoría clásica india del poder, expresada en el Arthasastra y en el Código de Manú, y la teoría de la razón de Estado en torno al 1600 en España. Pero ahora no se trata de eso, sino del sentimiento agónico de la nación que en torno a 1900 expresan Sabino Arana en Vizcaya y G. D. Savarkar en India, culminando una sucesión de manifestaciones ideológicas que conjugaban protesta ante una previsible destrucción, de lo vasco, de lo hindú, y sentimiento identitario. Tanto en Savarkar como en Arana, encontramos una reivindicación agónica de la propia pureza amenazada. Ambos envuelven esa expresión en el odio hacia el otro, el español o el musulmán, desde una visión mitológica y sacralizada de la propia tierra. A partir de ahí, ponen en marcha un movimiento político que sus sucesores articularán en torno a un amplio y complejo tejido asociativo tendente a asegurar la primacía de sus ideas en la vida social, ya que no pueden alcanzar todavía la victoria por las elecciones.
«El caso vasco muestra cómo unas ideas de afirmación identitaria, cargadas de odio, dieron lugar a una estrategia de dominación»
El terrorismo como instrumento de acción política de los herederos de Savarkar, voceros de su Hindutva, frente a la reivindicación sustentada en la resistencia pacífica de Gandhi, fracasó en la lucha por la independencia, alcanzada por estos últimos. Incluso uno de los suyos asesinó al propio Gandhi, pero con el paso del tiempo la supervivencia de su tejido asociativo, en torno a la Asociación de Voluntarios Nacionales (RSS), acabó manteniendo viva la antorcha política, hasta conquistar definitivamente el poder desde 2014, apoyándose en el agotamiento del modelo laico y socializante del partido del Congreso, heredero de Gandhi y de Nehru. Frente a ello, el terrorismo antimusulmán, culminado en 2002, en el pogromo del Estado de Gujarat, con el actual presidente Modi a su frente, sirvió de referencia positiva para una política de exclusión radical, mantenida desde entonces. Así, de acuerdo con los pronósticos, en las actuales elecciones, de abril a mayo, se consagrará el modelo de una sociedad dominada absolutamente por la mitología hindú, en normas, valores, símbolos, fundada sobre la humillación de los doscientos millones de musulmanes.
A escala reducida, el caso vasco muestra cómo unas ideas de afirmación identitaria, cargadas de odio en su origen y por ello de violencia potencial, dieron lugar a una estrategia de dominación basada a lo largo de casi medio siglo en el ejercicio del terrorismo (practicado por unos nacionalistas, apoyado por un círculo amplio de ellos y tolerado por los demás). Su resultado final ha sido una hegemonía política indiscutida, una exclusión cada vez más acentuada del otro y también una homogeneización de usos y valores, absoluta, fuera de las grandes poblaciones.
El éxito en Euskadi residió en la captación del otro, algo intentado también en la India mediante las conversiones religiosas, que sobre la base del sistema educativo y de los alicientes profesionales, ha hecho posible que ese «otro» renuncie a su identidad y trate de asumir la vasca en el sentido deseado por el nacionalismo. Ahí tenemos al nuevo lehendakari del PNV, con sus ocho apellidos españoles, que tapa muy bien el dominio político de la minoría autóctona, del mismo modo que el nacionalismo populista de Narendra Modi en India cubre el hecho de que su partido, el BJP, consagra -lo prueba en términos cuantitativos su presencia en la dirección- el poder de la casta que lo ejerciera siempre en la sociedad tradicional: los brahmanes.
En uno y en otro caso, el resultado final no puede ser otro que la degradación de la democracia. A ello se ha aplicado Modi hasta hoy con fuerza en todos los planos de la acción política, desde el preferente de la marginación de los musulmanes a la restricción de la libertad de expresión. En Euskadi no hacen falta leyes: al margen de las capitales, y singularmente en Gipuzkoa, la homogeneización política lograda es absoluta y se aprecia en los recientes resultados electorales. Un totalismo indoloro garantiza la exclusión de lo español. El terrorismo dio sus frutos y es incluso de agradecer al partido que es su heredero, que opte por el mantenimiento de la paz social frente a quienes se obstinan en desenterrar los malos recuerdos. Tal es la doctrina oficial.