THE OBJECTIVE
José María Albert de Paco

Goyesca

«Jamás he dejado de ir a ver una película o una obra teatral porque las opiniones del autor o los actores me desagradaran»

Opinión
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Goyesca

Pedro Almodóvar. | Europa Press

Los Premios Goya estaban llamados a ser el brilli-brilli de la cinematografía patria, un simulacro de starsystem que, a la manera de los Oscar, imbuyera al público del espejismo de que los abajofirmantes de guardia también podían ser carne de photocall. Los remilgos del gremio ante la impronta americana se disiparon desde el instante en que sus caudillitos fueron conscientes de que «la gran noche del cine español» era, sobre todo, una automamada con mensaje. No en vano, los esmoquins, los vestidos de gala y la alfombra roja no sólo no estaban reñidos con la solemnidad típicamente izquierdista; antes bien, constituían el mejor plató para escenificarla. Y así, edición tras edición, fueron insinuándose o formalizándose manifiestos performativos contra el PP. No contra el nacionalismo, no contra el totalitarismo de izquierdas, no contra la ausencia de libertades; no, hechas las cuentas, contra ETA. Sólo en 1998, el entonces presidente de la Academia, José Luis Borau, declamó, mostrando las palmas de las manos encaladas, que «nadie, nunca, jamás, en ninguna circunstancia, bajo ninguna ideología ni creencia, puede matar a un hombre». «Ninguna ideología ni creencia», como si la ideología y las creencias de ETA fueran legítimas, pero el modo en que venían expresándolas fuera inadecuado. Una declaración tan calculadamente equívoca (en la línea del «no a la violencia, venga de donde venga») que hoy requiere de un pie de foto que la explique: un día antes, el 30 de enero de 1998, los etarras Mikel Azurmendi y José Luis Barrios habían asesinado al concejal del PP Alberto Jiménez-Becerril y a su esposa, Ascensión García. Ése fue el subtexto del «nadie, nunca, jamás»…

«La suspensión de la incredulidad tiene un límite. Cómo seguir admirando, por ejemplo, a Marisa Paredes, sin ver a la mamarracha que lleva fuera»

El oprobio se repitió en 2004, cuando, a raíz de las protestas de las víctimas del terrorismo contra la candidatura de La pelota vasca, nuestros sanitarios del celuloide se manifestaron a favor de la libertad de expresión. Por prurito de dignidad, los productores Eduardo Campoy, César Benítez, Enrique Cerezo, Andrés Vicente Gómez y Francisco Ramos, divulgaron este comunicado:

«Nuestro colectivo, tradicionalmente tan individualista, peca en ocasiones –aunque suene contradictorio- de actitudes gregarias. Este año no ha funcionado una consigna, como el NO A LA GUERRA del año pasado, y ante la necesidad de seguir una estela colectiva, pero sin líneas definidas, se ha producido un auténtico desconcierto. Al final hay mucha actitud mimética y ante la necesidad de defender la libertad de creación, rechazar a ETA, apoyar a las víctimas y rechazar el orden establecido, se ha perdido de vista lo más importante, lo que está por encima de cualquier consideración, lo que hay que decir a voz en grito: NO A ETA«.

Jamás he dejado de ir a ver una película o una obra teatral porque las opiniones del autor o los actores me desagradaran. Me precio de haber sido un habitual de los estrenos de Almodóvar, Trueba, Aranda, Garci, Amenábar, Bigas… También de los de la compañía Animalario, siquiera por rebañar algún destello de genialidad de Guillermo Toledo.

Ahora bien, la suspensión de la incredulidad tiene un límite. Cómo seguir admirando, por ejemplo, a Marisa Paredes, sin ver a la mamarracha que lleva fuera. Cómo apartar de la filmografía de Almodóvar al individuo que gimotea contra la derecha. Cómo distinguir al Coque Malla artista del Coque Malla tuitero que dejó ese «Bravo» al saber que Sánchez no dimitía.

No, no es sectarismo. Es la decepción de ver cómo discurren, orgullosos de su indigencia cognitiva, sin que el rubor los abrume, tipos que deberían dedicarse a sus labores, y sólo a sus labores. 

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