THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

A vueltas con la tauromaquia

«Está por demostrarse que el suplemento ‘cultural’ que proporciona el toreo baste para hacer permisible lo que fuera de la plaza sería calificado de maltrato animal»

Opinión
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A vueltas con la tauromaquia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Ha comenzado la temporada taurina y con ella se retoma la vieja discusión española, animada esta vez por la decisión del ministro Urtasun de suprimir el Premio Nacional de Tauromaquia: entusiastas y críticos de la así llamada «fiesta nacional» han presentado sus respectivos argumentos, que en ocasiones se reducen a la condición de tuit o pancarta y rara vez llevan a ningún sitio. Por lo general, la adscripción ideológica de unos y otros puede darse por sentada, aunque el reparto de papeles se complica según nos vamos desplazando generaciones abajo y salta por los aires en según qué lugares: hace poco estuve en Sevilla y unos queridos amigos de diversa ideología quisieron hacerme ver que una cosa es que a mí no me gusten los toros y otra muy distinta que deba ser contrario a su celebración. ¡Cuidado! Sin embargo, lo soy: preferiría que desaparecieran o, cuando menos, se redujeran a su versión portuguesa. Y no tanto por «vergüenza de los hombres», que dijera Sánchez Ferlosio, como por tristeza ante el sufrimiento gratuito del animal.

Que un debate racional sobre el asunto pueda tener lugar en un país donde los enemigos de cualquier forma de sensibilidad animalista suben con orgullo a las redes sociales fotografías de cordero a la parrilla es, naturalmente, imposible; el intercambio de argumentos no pasa de ser un pasatiempo para monologuistas. Por lo demás, las razones aducidas por el aficionado a los toros exhiben a primera vista una pobreza alarmante; en realidad, de lo que se trata es de eludir —como ha mostrado David Mejía en una pieza reciente— el debate moral acerca del dolor inflingido al animal. La cultura es el último refugio de los evasivos: mientras se suceden las apelaciones a la mística del toreo o a la cualidad «cultural» del mismo, aderezadas con el dato de que algunas plazas se siguen llenando, el asunto crucial se deja al margen.

«Lo que ha de determinarse es qué fenómenos culturales deben ser considerados moralmente aceptables»

Porque cultura es cualquier manifestación antropológica; arte es cualquier práctica a la que decidamos llamar arte. Son tautologías que oscurecen más que aclaran; lo que ha de determinarse es qué fenómenos culturales deben ser considerados moralmente aceptables (los occidentales ya no apedreamos a los adúlteros) y qué conductas pueden justificarse en nombre de la libertad del artista (Ricardo Franco mató a un burro en el rodaje de La familia de Pascual Duarte y creo que hoy nos parecería mal). Ídem para quienes invocan la «libertad» como fundamento constitucional de la tauromaquia, pues es obvio que no todo aquello que podría hacerse está permitido y lo que se trata es de determinar qué debe ser prohibido.

Tampoco habría que perder mucho tiempo sopesando el hecho de que el torero se juega la vida; cabe sospechar que habría menos vocaciones si la probabilidad de morir en la plaza fuese mucho más elevada. En todo caso, el torero ha decidido enfrentarse al toro; el toro, inocente como cualquier otro animal, ni siquiera sabe que lo están toreando. Y si bien hay que entender que haya quienes creen que las cualidades culturales o artísticas del toreo justifican la tortura del animal, está por demostrarse que el suplemento «cultural» que proporciona el toreo baste para hacer permisible lo que fuera de la plaza sería calificado como delito de maltrato animal. A mi juicio, no lo es.

«La tauromaquia tiene una cualidad pública —se trata de un espectáculo— que le añade obscenidad»

Más serio me parece el reproche de que el enemigo de los toros parece aceptar formas más insidiosas de maltrato; entre ellas, sobre todo, las que trae aparejada la industria cárnica. De hecho, hay quien piensa que solo el vegetariano puede oponerse a la tauromaquia: ¡los demás, chitón! Pero una cosa no se sigue de la otra: aunque uno puede ser vegetariano e incluso pedir la abolición de cualquier forma de explotación animal, también puede ser consumidor de carne y pedir sin contradicción alguna el fin de la tauromaquia. Pues es razonable concluir que no se pueden eliminar todas las variantes de la instrumentalización humana de los animales y pedir, sin embargo, que se acabe con muchas de ellas, al tiempo que se refuerzan las medidas legales destinadas a minimizar el sufrimiento del animal que va a ser sacrificado para servirnos de alimento. A ello cabe añadir que la tauromaquia tiene una cualidad pública —se trata de un espectáculo— que le añade obscenidad; no es el tipo de actividad en el que debiéramos solazarnos.

Dicho todo lo cual, el taurino podrá decir que la fiesta debe celebrarse porque a ellos les da la gana. Y tienen muchos votos detrás: ninguna mayoría parlamentaria va a atreverse a prohibirla. No les faltará razón; que disfruten su victoria.

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