Las mejores gracias
«Cuando un lector nos da las gracias no por lo que escribimos, sino por un autor que le hemos descubierto surge esa alegría que llama la atención por su pureza»
Después de la representación en Málaga de la nueva obra de Els Joglars, El rey que fue, Ramon Fontserè me dijo que había empezado a leer a Thomas Bernhard por mí. Volví a sentir esa inundación de alegría de otras veces. En esta ocasión me lo decía un fuera de serie (¡un Menuhin, un Celibidache de la actuación!), pero me ocurre con cualquiera que me lo diga, un amigo, un desconocido, algún nick que me desliza un mensaje. Se trata de una alegría limpia, desprendida, sin vanidad.
La vanidad se cuela cuando nos reconocen lo que hemos hecho; en mi caso, lo que he publicado. Es una compañera inevitable y boba, que nos rebaja ante nosotros mismos. Un medidor divertido es el programa de Joaquín Soler Serrano. En las entrevistas de A fondo, las loas retóricas del entrevistador son tan apabullantes, que los escritores se derriten. Hay unas tomas de Octavio Paz henchido de satisfacción que bastarían para arruinar su carrera. Ningún escritor supera el trance, salvo Josep Pla. Este, en medio del chaparrón, extiende la mano con cierta impaciencia y la mueve como espantando moscas. Pasa algo parecido en un vídeo de José Antonio Muñoz Rojas con Fernando Sánchez Dragó. Este le suelta todo un panegírico sobre Objetos perdidos, a lo que el poeta de Antequera replica: «Pero si es solo un divertimento, hombre».
«El elogio fulgurante y la vanidad que desata no dejan de percibirse como una traición»
Yo reconozco que no he llegado a la sabiduría sobria de Pla o Muñoz Rojas. Cuando me elogian un escrito, se me hace el chocho pepsicola. Es una alegría indudable, pero uno advierte la mancha. Tal vez tiene que ver con la indigencia con que uno escribe: ese menoscabo íntimo del que terminan saliendo palabras. En realidad, deberían ser leídas en una penumbra perpetua, por seres también menoscabados y silentes. El elogio fulgurante y la vanidad que desata no dejan de percibirse como una traición. Una actitud intermedia podría ser la de Valle-Inclán: «Maté la vanidad y exalté el orgullo». Pero el orgullo también enturbia.
La alegría que mencioné al principio es otra cosa. Cuando un lector nos da las gracias no por lo que hemos escrito, sino por un autor que le hemos descubierto o que ha empezado a leer por nuestra recomendación o contagio, surge esa alegría que llama la atención por su pureza. Y por su fuerza: nos brota de dentro espontáneamente, con una potencia inesperada. A mí me han dado las gracias, además de por Thomas Bernhard, por Ernst Jünger, Eugenio Trías, Iñaki Uriarte, Nelson Rodrigues o Adriana Calcanhotto (esta no una escritora, sino una cantante brasileña); y por algunos libros concretos, el último Matar el nervio, de Anna Pazos.
«El mejor yo sería aquel en torno a cuyo hueco pululan sus gustos como satélites»
Hay una paradoja en lo desinteresado que resulta el contagio de intereses. Podría esbozarse una rápida teoría del yo: la vanidad remite a su hueco, a su vacío especular. La puesta en circulación de los gustos de uno, en cambio, nos postula como vías de transmisión. El sujeto aquí es saludablemente transitivo: lo que cuenta es lo que no se queda en él. Es cierto que esto ocurre también con la escritura, pero el carácter onanista de esta contamina el proceso. El mejor yo sería aquel en torno a cuyo hueco pululan sus gustos como satélites. Aunque estos gustos han conectado con él, por eso son sus gustos, no son obra suya. Es decir, es como si aquello que somos o hemos hecho nos resultara sospechoso, pero no aquello que nos gusta. Y cuando esto último es reconocido por otro, nos alegramos. La limpia espontaneidad de esta alegría apunta a que lo que más nos gusta de nosotros es nuestro gusto.