THE OBJECTIVE
Javier Benegas

¿Políticos o neandertales?

«Perder las formas, especialmente en política, anticipa un entorno de desorden y atropellos, un círculo vicioso de excesos y caos donde al final emerge la violencia»

Opinión
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¿Políticos o neandertales?

Ilustración de Alejandra Svriz.

Quiero pensar que muchos de nosotros estamos alarmados, yo al menos lo estoy, por la pérdida de las formas y el auge de la mala educación. En el transporte público cada vez es menos habitual ceder al asiento a una persona mayor. A menudo se mira hacia otro lado o, si no se aparta la mirada, el anciano o la anciana que busca algo a lo que aferrarse para no caer con los vaivenes son atravesados por demasiados ojos como si fueran transparentes. 

En estos casos, cuidar las formas no sólo implica el esfuerzo de levantarse y desprendernos de una posesión tan valiosa como es un asiento en el vagón de un tren de cercanías o del Metro o en un autobús en hora punta, también nos obliga a interactuar con un extraño, atrevernos a llamar su atención para cederle el sitio y, en ocasiones, insistir porque la persona mayor puede decirnos que no es necesario, que está bien de pie, aunque no sea cierto. 

Puesto que ya no es tan habitual ceder un asiento, a veces quien lo hace puede azorarse porque se siente expuesto ante los demás mostrando un comportamiento antiguo y en desuso. Sin embargo, las formas no son simples vestigios de un mundo viejo y caballeresco. Están enraizadas en la moral, en lo que consideramos correcto. Por eso un acto tan sencillo como ceder un asiento a quien lo necesita más que nosotros resulta extrañamente gratificante… salvo, claro está, que tengamos la sensibilidad de una piedra pómez.  

La sociedad como esa entidad uniforme a la que apelan los políticos es una abstracción. Lo que existe, si acaso, son individuos diferentes que interactúan entre sí, que conviven, que trabajan y cooperan, que se sirven mutuamente, desarrollan dependencias puntuales o duraderas y que, por supuesto, comparten tradiciones, costumbres y reglas; es decir un marco de entendimiento común. En este entorno de relación las formas son el aceite lubricante que suaviza el rozamiento de nuestras interacciones. Cuando no se cuidan las formas, cuando se tiende a prescindir de la cortesía y la buena educación, también se prescinde de ese efecto lubricante. La convivencia tiende entonces a chirriar, a generar situaciones incómodas, desagradables o incluso violentas.

Cuando vamos a un bar a tomar algo no tenemos ninguna obligación de poner buena cara al camarero y darle las gracias cuando nos atiende. Al fin y al cabo, es su trabajo y pagamos tanto por lo que consumimos como por el servicio. Sin embargo, ser corteses no sólo cuesta muy poco, genera importantes beneficios, pues hace que el trabajo del camarero resulte más llevadero y probablemente que nos atienda mejor. Por su parte, el camarero puede limitarse a servirnos lo que le hemos pedido y cobrarnos como un autómata. No obstante, los buenos camareros se esfuerzan por ser atentos y agradables, seguramente porque así obtienen mejores propinas. Sin embargo, ese esfuerzo añadido les reporta otro beneficio intangible: una relación más cordial con los clientes y en consecuencia una jornada laboral más llevadera.

«Una sociedad que tiende a perder las formas está renunciando a la civilización»

Tal vez sea por la costumbre y la inevitable reiteración que las expresiones más básicas de las buenas formas, como saludarse, decir buenos días, buenas tardes o buenas noches, nos hagan perder la perspectiva sobre su verdadera importancia. Sin embargo, desde la más elemental y automatizada, como dar las gracias, hasta la más consciente y esforzada, como ceder el asiento a una persona mayor, todas tienen una función fundamental: hacer que la convivencia cotidiana sea más llevadera, en vez de más difícil y antipática. Podemos decir entonces que cuidar las formas consiste en cuidarnos mutuamente. 

Civilización, cívico, civil, civilidad, todos estos términos tienen su raíz en el latín civis, ciudadano. El más espectacular, el más grande, la civilización, es el compendio de los refinamientos colectivos, del buen sentido y la sensibilidad acumulada por una sociedad. De hecho, en esencia, civilización significa «vida en la ciudad». ​​Este entendimiento surge en la antigüedad, cuando empezó a considerarse que las mejores y más refinadas ideas, instituciones e individuos debían ser encontrados en la ciudad, entendiendo la ciudad no como hoy contemplamos a las grandes urbes, sino como esa polis donde coincidimos unos con otros y nos relacionamos. Si entendemos esto, entenderemos también por qué una sociedad que tiende a perder las formas está renunciando a la civilización. 

Ahora bien, que los ciudadanos caigan en el error de perder las formas, por culpa de una mala educación o de una economía del esfuerzo mal entendida, resulta preocupante, pero que lo hagan los políticos es mucho más que preocupante: es alarmante. 

Por eso, cuando, por ejemplo, me refiero a ese ministro llamado Óscar Puente, tan propenso a perder las formas y a vanagloriarse de ello, como el eslabón perdido de la política, lo hago con toda la intención, pero no para faltarle gratuitamente sino para denunciar este primitivismo de moda que nos retrotrae al hombre de las cavernas; es decir, al momento anterior a la civilización.

«Lamentablemente, la tendencia a acabar con las formas en la política no es exclusiva de este Gobierno»

Lamentablemente, la tendencia a acabar con las formas en la política no es exclusiva de este personaje, ni siquiera de este Gobierno, cuya estrategia para sobrevivir parece consistir en azuzar los peores sentimientos; también se manifiesta en demasiados individuos del otro lado del «muro de progreso», algunos de los cuales curiosamente presumen de un mayor empeño que el resto por salvaguardar la civilización e incluso citan a Chesterton con asiduidad. Pues bien, el ingenioso y prolífico Chesterton dijo algo que convendría que todos recordáramos: «Siempre es sencillo caer; hay infinidad de ángulos en los que uno cae, sólo uno en el que se mantiene de pie».

Lamentablemente, las formas no sólo las pierden quienes proponen combatir los excesos dialécticos con excesos iguales o mayores, es decir combatir el fuego con el fuego y devolver golpe por golpe. También las pierden quienes más ladinamente se avienen a negociar y pactar fuera de las instituciones lo que según la Constitución sólo puede ser negociado y pactado dentro de ellas, a la vista de todos.

El problema no es tanto que las formas se estén perdiendo en la base social, es que el ejemplo que los políticos y gobernantes nos dan un día sí y otro también, lejos de contrarrestar esta tendencia, parece perseguir estimularla. Quizá sea porque así nos mantienen enfrentados, divididos, inasequibles a la razón, al control del ejercicio del poder y a la rendición de cuentas. A cambio nos regalan la «política del zasca», una infantil liberación que en realidad no nos sirve para nada porque no resuelve nada. Ni la vivienda se abarata, ni el empleo es de más calidad, ni la enseñanza mejora, ni el precio del pan baja, ni las calles son más seguras.   

En España, ser, como antes se decía, «recto» es cada vez más difícil. Pero lo peor es que a muchos les parece incluso una tontería, una pérdida de tiempo y energía. No se dan cuenta que perder las formas, especialmente en política, equivale a esas ventanas rotas que, según la teoría de Wilson y Kelling del mismo nombre, anticipan un entorno de desorden y atropellos, un círculo vicioso de excesos y caos donde finalmente emerge la violencia más allá de lo verbal.

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