THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Michael Ignatieff, el fiel de la balanza

«El Premio Princesa de Asturias que se le acaba de conceder no puede ser más oportuno»

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Michael Ignatieff, el fiel de la balanza

Michael Ignatieff. | Europa Press

Michael Ignatieff pudo tener exclusivamente una cómoda vida académica. Lo avalaban sus credenciales: licenciado en historia por la Universidad de Toronto, doctor en la misma disciplina por Harvard, obtuvo también una maestría por el King’s College de Cambridge y fue profesor invitado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencia Sociales de París. Especialista en la historia de las ideas, Ignatieff fue, además, discípulo informal de Isaiah Berlin, con quien mantuvo una larga conversación y que dio como resultado la mejor biografía del autor de El erizo y la zorra. Pero a Ignatieff el cubículo universitario le quedaba estrecho, e hizo el mismo itinerario que tantos pensadores del siglo pasado: pasar de la cátedra a la prensa, del saber de claustro al saber libre, de educar a la elite a hablarle al lector anónimo, proceso similar al de Ortega y Gasset o Jean-François Revel. Su siguiente década será una búsqueda constante de público, primero en la prensa y luego como periodista televisivo en la BBC. Todo bajo una pregunta: ¿Pueden las ideas transformar el mundo? 

Cuando regresó a la academia, tras una década a la intemperie, lo hizo en el Centro Carr de los derechos humanos de Harvard, que tiene un pie y medio en la acción social. Aun así, nada vaticinaba que diera el salto a la política activa. Aquí es importante señalar que Ignatieff no es un liberal americano, a lo Mark Lilla o Leon Wieseltier, sino canadiense. La doctrina que defiende no es la voz en el desierto de sus colegas del sur, sino que está empotrada en un partido clave en la construcción moderna de su país, que ha hecho que Canadá tenga la fortaleza de mercado de Estados Unidos, pero con el paraguas social de Europa, y que ha evitado la pulsión separatista de Quebec ganándole a los nacionalistas en el terreno de las ideas. Primero fue parlamentario, luego líder del Partido Liberal de Canadá y luego candidato a la presidencia. La estrepitosa derrota en las elecciones de 2011, la peor de la historia de ese partido, lo hizo abandonar la política activa, pero no sus convicciones.

«No se trata de ganar a cualquier costo, sino de saber defender las ideas propias en las reglas de la política»

En Fuego y cenizas narra las causas de su derrota, pero no desde el fácil victimismo, sino desde la acerada autocrítica, igual que hizo Vargas Llosa en El pez en el agua tras su dolorosa derrota contra Fujimori. Ignatieff nos enseña cómo descubre la lógica de la política, un mundo en donde el matiz y la duda regresan como bumeranes y en donde el reconocimiento de la debilidad propia o, peor aún, las virtudes ajenas, son errores de principiante. Pese a ser descuartizado por su adversario, el político conservador Stephen Harder, Ignatieff no le resta ni mérito ni lo deslegitima. Es más, su convicción democrática sale reforzada. No se trata de ganar a cualquier costo, sino de saber defender las ideas propias en las reglas de la política: transmitir de manera firme y constante un ideario claro, sin hacer caso del ruido ambiente y apelando a la inteligencia de los electores

En El álbum ruso, Ignatieff había narrado la desgarradora saga de su familia paterna, los últimos condes Ignatieff. Su bisabuelo fue ministro del Interior del zar Alejandro III y su abuelo, ministro de Educación de Nicolás II, y por lo tanto, testigo de primera mano de la Revolución rusa y todo su horror, incluida la ejecución de la dinastía Románov. Perseguidos y masacrados, algunos Ignatieff encuentran refugio en Canadá. La historia encarnada en la familia lleva a Ignatieff a entender la caída de la Unión Soviética con una mirada propia. No es que no se alegrara del fin del comunismo, sino que lo hizo advirtiendo del peligro de dejar a Rusia fuera de la fiesta democrática, o de permitir la disgregación anárquica del viejo imperio, con el riesgo de explosión religiosa y nacionalismo tribal, como luego sucedió en Yugoslavia. Así es como hay que entender su Empire Lite, donde implora a Estados Unidos no abandonar a su suerte a los países bajo su área de influencia y de asumir las responsabilidades de una gran potencia. 

Ignatieff también tiene mucho que aportar en defensa de la democracia liberal en un mundo en donde esos valores, frágiles por definición, están sometidos a fuertes presiones. Dentro del sistema democrático, por dos ideologías contrapuestas. A extrema izquierda, los huérfanos del comunismo imponen su lógica victimista y su parcelación identitaria. A extrema derecha, triunfa la pulsión nacionalista, xenófoba y autoritaria. Ignatieff, como rector y ahora profesor de la Universidad Centroeuropea, desde Budapest, pudo alertar de cómo Victor Orban utilizaba los instrumentos de la democracia para vaciarla de sentido. Y fuera de la democracia, por el ascenso del terrorismo islámico, el expansionismo chino y el revanchismo de Putin. Leer El mal menor. Ética política en una era de terror es indispensable para saber responder al reto del terrorismo sin perder el alma moral en el intento. Ese es el dilema que enfrenta Israel en Gaza con la incomprensión suicida del mundo libre. 

Ignatieff es un optimista, no obstante. Cree en la ciencia y el progreso. Cree en el resorte moral de los ciudadanos-electores en el mundo democrático que lentamente regresarán a la razón y cree en el debate libre. También cree en las Virtudes cotidianas de la humanidad y las rastrea en aquellas sociedades que, pese a haberlo perdido todo, en la guerra o los desastres naturales, mantienen la brújula moral. También cree en la capacidad de las personas para reinventarse pese a las inevitables desgracias de la vida, como narra en su último libro, En busca de consuelo.

A Michael Ignatieff hay que leerlo porque sus obras son un destilado de muchas de las tensiones que atraviesan Occidente y porque pueden servir de guía para evitar una nueva “edad oscura”, cuyos albores parecieran dibujarse en el horizonte. El peso de sus ideas tiene una doble legitimidad, rara en el mundo intelectual: la congruencia entre vida y obra y la destilación lúcida de una herencia y una experiencia vital riquísimas. El Premio Princesa de Asturias que se le acaba de conceder no puede ser más oportuno. 

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