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Memoria de una ejecución: «Perdono a todos los que me hayan hecho mal»

THE OBJECTIVE publica un anticipo del libro de Pablo de Lora ‘Recordar es político (y jurídico)’, a la venta esta semana

Memoria de una ejecución: «Perdono a todos los que me hayan hecho mal»

Exhumación de asesinados en 1936 cerca de Madrid para trasladarlos al cementerio de Paracuellos del Jarama. | EFE

Escribo porque te fusilaron, preguntándome por qué te fusilaron  y con la corrosiva duda de saber si debo dar las gracias a quien disparó la bala certera, pues así como tu muerte fue la inevitable consecuencia de ese tino, el destino de mi existencia tuvo en ese acto criminal su necesaria placenta. 

Escribo bajo la obsesión de Lo perdido, el poema que Borges publicó en el diario La Nación el 18 de junio de 1972. Arranca así: 

¿Dónde estará mi vida,  

la que pudo  

haber sido y no fue, la  

venturosa  

o la de triste horror, esa  

otra cosa  

que pudo ser la espada o  

el escudo  

y que no fue?… 

Me carcome ese posesivo, ese artículo determinado: ¿cómo podría ser MI vida, LA que pudo haber sido y no fue? ¿De quién es entonces esta, la vida vivida? 

El día 16 de noviembre de 1936 el cónsul noruego en Madrid, Felix Schlayer, escribe en su informe sobre las «evacuaciones» de  los presos desde las cárceles de Madrid: 

Resulta pues que de los 1.500 o 1.600 presos «trasladados» han llegado solamente 196 a Alcalá. Los otros 1.300 o 1.400 fueron  llevados el sábado 7 de Noviembre a un sitio llamado «Los cuatro pinos» al lado derecho de la carretera de Barajas a Cobeña, en  término municipal de Paracuellos del Jarama, donde al lado izquierdo de la carretera, entre esta y el río Jarama, he visto yo mismo anteayer caballones de tierra recién levantada, que llegan des de la carretera hasta el río en varias hileras, que cubren los  cadáveres de lo menos 700 presos que fueron asesinados a tiros allí mismo donde al parecer había ya zanjas abiertas a propósito… 

El día 27 de noviembre de 1936 la «expedición» que condujo a  65 presos desde la cárcel de San Antón hasta la de Alcalá de Henares sí llegó a su destino, aunque lo previsto, como había venido ocurriendo desde ese 7 de noviembre al que alude Schlayer,  es que, como el cónsul noruego relata, se desviara por la carretera de Belvis hacia la localidad de Paracuellos del Jarama para que  aquellos hombres, algunos adolescentes, fueran ejecutados a la altura del arroyo seco de San José. Quienquiera que condujera el  autobús, uno de aquellos «londinenses» de dos pisos, no se percató del cruce. Los hermanos Rafael y Cayetano Luca de Tena  estuvieron entre los que se beneficiaron del despiste. Muchos años después, Rafael evocaría aquella chiripa: 

El autobús —con las luces apagadas— en medio de la oscuridad  da vueltas y más vueltas y, sobre las cuatro de la madrugada del día  28, se para nuevamente. El chófer dialoga con unos milicianos  que le dan el alto y oímos el siguiente diálogo:

—«El Papa es un cabrón». Esta es la contraseña. 

Que el Papa «es un cabrón» estamos de acuerdo —le responden—, pero nosotros de contraseña no sabemos nada. Acercaos a la cárcel de Alcalá, que está ahí al lado, y preguntar.

Rafael murió en 1990 y Cayetano en 1997, ambos con 80 años, el primero tras toda una vida de dedicación a la farmacología y el segundo, después de una exitosa carrera como crítico teatral y director de escena. 

Al día siguiente, 28 de noviembre de 1936, no hubo errores, desvaríos ni desvíos. Seguramente el cielo estaría cubierto de nubes, o habría niebla, y los aviones no saldrían a bombardear, con lo que se daban las condiciones propicias. Segundo Serrano Poncela, como delegado de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, haría llegar a Agapito Sáinz de Diego, el delegado de la cárcel de San Antón, la lista que había firmado el día anterior con los individuos que debían ser «puestos en libertad». Ese era el eufemismo que fungía como «ejecución» entre aquellas huestes que incluían, entre otros, al director del presidio, Jacinto Ramos Herrera, y sus lugartenientes Santiago del Amo Saboyal, apodado «Petroff» por su «aspecto ruso», Gonzalo Montes Sierra, «Dinamita», Álvaro Marasa Barasa, Andrés Urresola Ochoa; muchos de ellos, incluyendo algunos de los sepultureros de Paracuellos, fueron luego juzgados, condenados y ejecutados —«Petroff» a garrote vil en 1942— al terminar la guerra en aplicación retroactiva de una ley penal que les calificaba como autores de un delito de «adhesión a la rebelión». La «justicia al revés», como llegó a reconocer el mismísimo y cuñadísimo Ramón Serrano Súñer. 

Ese 28 de noviembre la «evacuación» se hizo en dos tandas: a las 3 de la madrugada y a las 9 de la mañana. Se sabe que en la  segunda remesa partieron personajes ilustres, como el dramaturgo Pedro Muñoz Seca y José Calvacho («Walken»), el célebre «fotógrafo de la farándula». También se tiene constancia de que las dos sacas del 28 de noviembre sumaban 183 presos, o al menos así consta en un legajo escrito a máquina en el que da la impresión de que después se añadieron anotaciones a lápiz («repetido»), parciales borrones y cuentas nuevas. Entre los nombres figura un «Cecilio Lara Ybañez», es decir, «Cecilio de Lora Ibáñez». Mi abuelo.

Destino fatal

Cuenta el historiador Javier Cervera en Madrid en guerra que algún preso, cuyo nombre se vociferaba para ser formado en la galería, atado a otro compañero y subido al londinense, quizá ya suspicaz del destino que le aguardaba, no acudió a la llamada  aprovechando el error ortográfico en la confección de la lista. Mi abuelo sí debió darse por aludido. 

Que Cecilio saliera en la primera o segunda tanda me es desconocido. ¿Importa algo? ¿Computan como valiosas esas horas extra en las que vivió a pesar de que fueran de pesadumbre y miedo? ¿Acaso compensó su angustia o aplacó su temor la esperanza en una chiripa, una orden salvífica de última hora, la piedad del pelotón, la aparición oportuna de los compañeros de arma sublevados? Sabedores, como lo eran a esas alturas, de su fatal destino, quienes partieran ya a plena luz del  día tal vez albergaron una última confianza, una fe postrera en que serían efectivamente conducidos al penal de San Miguel de los Reyes en Valencia o a Chinchilla, los falsos destinos prometidos, la ignominiosa coartada. «… libertad y Chinchilla» eran palabras en clave que equivalían a «eliminación», ha escrito el historiador Paul Preston. «El 31 de octubre agentes  del CPIP (Comité Provincial de Investigación Pública) se llevaron de la cárcel de Ventas a 32 prisioneros con la excusa de  ser trasladados a la cárcel de Chinchilla —escribe en su  exhaustivo estudio sobre ese órgano Fernando Jiménez Herrera—, 24 de ellos fueron fusilados en Aravaca, entre ellos Ramiro de Maeztu». 

Frisando la navidad del año 1947, desde su exilio en la ciudad de Mayagüez, en Puerto Rico, Segundo Serrano Poncela, uno de  los autores intelectuales de aquellos fusilamientos del otoño del 36, le escribía al historiador de la literatura Vicente Llorens:  «¿Cómo estará ahora, por ejemplo, mi plaza de Santa Cruz, en  Madrid, con sus cajones cargados de zambombas, nacimientos,  turrón y toda clase de utillería pascual?». Años después, en 1954, Juan Ramón Jiménez, también exiliado, se lo encontró en Puerto Rico, donde aún vivía Serrano Poncela antes de instalarse de definitivamente en Venezuela en 1960: «No he dejado mi país para acabar dándole la mano a un asesino», ha contado Andrés Trapiello que le espetó Juan Ramón. 

Bastantes años antes, al poco de abandonar España, cuando la guerra está a punto de terminar, Serrano Poncela se animó a  escribir una amarga carta al Comité Central del PCE y a las Juventudes Socialistas Unificadas en París tras conocer las dificultades para exiliarse en México y las acusaciones que se dirigen contra él por haber robado: 

Generación perdida

«Desde el día 5 de febrero a las seis de la tarde, en que crucé la  frontera no me había vuelto a preocupar de ustedes, tan profundo  era el asco que me suscitaba mi pasado… me obligan ustedes a  escribir una carta que no pensaba hacer ahora, tan grande es el  asco que tengo y las ganas de olvido que me envuelven… También les anuncio —concluía— que con esta carta no he terminado de defenderme. Y que mi voz van a escucharla hasta las piedras porque es la voz de toda una generación joven desaparecida en la  tierra de España, engañada y maltrecha por ustedes y sus amos. Envenenada para siempre, quizás, por sus permisos artificiales, sus mentiras, sus folletos, sus consignas y sus pancartas». 

Años más tarde, en 1951, en otra misiva al historiador Llorens, decía Serrano Poncela: «… escribir cartas es uno de esos pequeños anacronismos que restan como recuerdo de otras épocas en que el género epistolar era una fe viva». 

La viva fe de mi abuelo Cecilio se manifestó el 6 de noviembre de 1936 cuando escribió en su última carta: 

«Querida Emilia: Despídeme de todos y que todos me perdonen en especial a Mamá y mis hermanos, diles que se resignen y que  rueguen por mí. Dios lo ha dispuesto así. Hágase su voluntad. Tú perdóname si en algo te he molestado. Te he querido mucho. A  nuestros hijos que sean cristianos, siempre, y que siempre obren rectamente, obedeciéndote y respetándote. Un abrazo a todos y  cada uno de ellos y a ti que Dios te dé resignación. Es lo que para ti desea Cecilio. No olvido a las buenas amistades. Perdono a todos los que me hayan hecho mal. Cecilio».

Emilia es Emilia Soria Gassend, mi abuela, la Yaya, a quien, habiéndose llegado a la cárcel ese 28 de noviembre para llevarle comida, le fue dicho que a su marido Cecilio le habían llevado a Alcalá de Henares, de donde ya no recibió noticia de ninguna clase. Los hijos: Cecilio de Lora Soria («Chilo»), Emilia de Lora Soria («Emi»), Francisco de Lora Soria («Paco»), Concepción de Lora Soria («Conchi») y Federico de Lora Soria, «Fede», mi padre. Existe una foto de «los cinco», en formación de escalera, tomada en San Fernando, Cádiz, un 25 de marzo de 1938 con motivo de la primera comunión que acababa de recibir mi tía Emi. Fede está justo en medio.

Emi es la única superviviente cuando estas líneas se escriben.

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