Hiperliderazgo
«La marea negra avanza en Europa, pero Sánchez no es un obstáculo, sino todo lo contrario, un dirigente endiosado que impulsa y legitima su presencia en España»
El pasado día 23, Nicolás Sartorius presentó en el Ateneo de Madrid su libro La democracia expansiva, una reflexión sobre la necesidad de superar la dimensión destructora del sistema capitalista mediante un incremento del control democrático de la economía. Y también sobre la necesidad de regresar a la política de consenso de la edad dorada de las relaciones sociales y políticas, iniciada en 1945, cuando los avances de la socialdemocracia en Europa iban acompañados por la apertura al cambio de los partidos conservadores.
Lo primero puede parecer una excursión hacia el izquierdismo, pero no lo es para quien se acerque al país que registra hoy en el mundo el más intenso crecimiento capitalista, la India, el cual puede ser tomado como muestra de una evolución económica desde una radical desregulación (sin olvidar la degradación autoritaria del sistema político). De un lado, el entorno de Nueva Delhi -ejemplo, Gargaon- sembrado de rascacielos de las grandes multinacionales; de otro, la miseria y la basura reinan como antaño y la densa nube de polución envuelve todas las grandes ciudades. (Y te deja destrozados los pulmones, doy fe). No se trata solo de calentamiento del planeta, subrayó Sartorius, hablando en un plano general, sino de autodestrucción por esa lógica de un sistema económico basado únicamente sobre la acumulación de capital. Recordemos que control democrático no significa estatización.
La segunda observación tampoco tiene nada de nostalgia del pasado, aunque así pareció por la cautela de Sartorius para no ir por caminos que pudieran llevar a la crítica del Gobierno. Si la clave del progreso social en Europa, comprobable por el balance positivo del período evocado, era el entendimiento (en el conflicto) entre las dos grandes corrientes democráticas, la conclusión debiera ser obvia. La actual política de Pedro Sánchez supone una abierta negación de ese planteamiento y en consecuencia, favorece la regresión social y el auge de la extrema derecha. Va en contra de esa orientación gracias a la cual se consolidaron el Estado de derecho y la Unión Europea. La divisoria entre conservadurismo y reacción es a este respecto capital. Por algo los partidos conservadores son las principales víctimas del auge de la ultraderecha. (Sánchez hace todo lo posible por impulsarlo).
Otro tanto sucede con la advertencia del autor sobre las condiciones que debe reunir un partido democrático, tanto para atender al proyecto de transformación del capitalismo, como para afrontar la difícil situación actual. El gran peligro, apunta Sartorius, es el hiperliderazgo, cuando la facultad de decisión se encuentra centrada exclusivamente en una persona que controla todos los resortes del poder y anula la vida política en el interior de su partido. Intencionadamente, y no con buena intención, el orador acudió al ejemplo de la frase de Alfonso Guerra de que «el que se mueva no sale en la foto», hoy inmejorable para designar la condición de dependencia absoluta del PSOE respecto de Sánchez. Conclusión, extraída del pasado sindical: en un verdadero partido democrático, quien no se mueve es el que no debe salir en la foto. No hubiera estado de más citar el caso Lambán, pero obviamente Sartorius no lo hizo. Del mismo modo que en su planteamiento general, falta toda consideración seria sobre el reto a Occidente y a los derechos humanos que representan «el enigma chino» (sic) y su aliado ruso. Viejas rémoras.
En la invitación, los organizadores, de la línea El País-El Diario, incluyeron una cita mía relativa al autor, donde yo afirmaba que durante la transición él había sido la gran esperanza del comunismo democrático (en el PCE e IU). En el libro La democracia expansiva y al presentarlo, Nicolás Sartorius ha venido a confirmar por qué fue esa esperanza y por qué la misma no llegó a hacerse realidad. La coherencia en los análisis de Sartorius queda siempre envuelta en cautela e inhibición a la hora de ser aplicados y sobre todo de enfrentarse a un marco de poder que no encaja con aquellos, tanto bajo el mando de Carrillo en el PCE como cuando pensaba que Anguita era «un desastre» para IU y siguió admitiendo su jefatura. Las memorias de Francisco Bustelo son elocuentes al respecto.
«El hiperliderazgo abre la puerta a la introducción de condicionamientos personales en la toma de decisiones»
Por azar, dos horas después del acto en el Ateneo, los espectadores de Antena 3 tuvieron la ocasión de contemplar el desmantelamiento de la figura política de Pedro Sánchez, a cargo de Felipe González. Felipe había sido la otra cara de la izquierda, la socialista dominante, a partir de 1975, y comparando ambas, a partir de los respectivos discursos del 23 de mayo, podían entenderse muy bien los divergentes resultados obtenidos por una y otra.
Con un amargo sentido del humor, el expresidente socialista iba aplicando sus juicios a los sucesivos problemas, siempre desde una consideración teórica previamente establecida, pero sin eludir el enlace entre análisis y concreción del diagnóstico. Los cuatrocientos golpes propinados por González al hombre que «está en el Gobierno», pero no gobierna, explican así la distancia establecida entre una política basada en el criterio de elección racional y una reflexión como la de Sartorius, cuyas conclusiones requieren ser extraídas más allá del texto de quien las fundamenta.
Es lo que sucede con el concepto de «hiperliderazgo», oportuno para designar una forma de dirección caracterizada por el exceso en su práctica y por el consiguiente sofocamiento de las energías de la organización que le está sometida. Con una grave consecuencia adicional: el hiperliderazgo abre la puerta a la introducción de condicionamientos estrictamente personales en la toma de decisiones. Tal cosa es evidente en Pedro Sánchez con el papel central desempeñado por el odio. Acaba de suceder. Sánchez ha estropeado de golpe una coyuntura especialmente favorable por la victoria del PSC en Cataluña, que le permitía augurar resultados favorables, sustituyendo la crispación por «el diálogo». Nada de eso. De inmediato volvió a practicar esa «política del fango», de insultos y descalificaciones que aparenta denunciar, por el asunto de su esposa.
Visiblemente odia a Feijóo, que se atrevió a ganarle en votos, como debió odiar a todos aquellos que se opusieron a su acceso a la jefatura del partido, borrándoles del mapa. Y diríamos que odia a Israel, vista la intensidad de una toma de posición celebrada por Hamás que olvida por entero el 7-O, al no incluir en el reconocimiento una llamada a la liberación inmediata de los rehenes. Con la indignidad añadida de no condenar la bárbara declaración de Yolanda Díaz sobre Palestina entre el río y el mar, en sintonía con la organización terrorista. Podemos ha secundado el golpe y la ministra Robles lo refrenda desde su sectarismo y desde la ignorancia de lo que es en rigor un genocidio. Al lado de la satanización del partido conservador, la de Israel -colocándose al lado de Hamás- se convierte en eje de la demagógica campaña electoral europea de Sánchez. Es algo que venía apuntando: con tal de ganar votos, le es igual fomentar una oleada de antisemitismo. Incalificable.
«Solo importa su permanencia en el poder, aunque no se vaya a ninguna parte»
El hiperliderazgo de Sánchez se refleja también en la asombrosa falta de coordinación que muestran sus últimas iniciativas fallidas (ley sobre proxenetismo, ley del suelo). Tendrá, como informa un exdirector de Abc, un departamento con más de 40 asesores, encargados de asegurar la Unidad del Discurso, el argumentario uniforme para su coro de papagayos, pero se ha mostrado incapaz de superar la esperpéntica fractura en las votaciones del Gobierno y los desacuerdos con los aliados. Solo importa su permanencia en el poder, aunque no se vaya a ninguna parte. En cuanto al PSOE, sirve para obedecer y movilizar. Lejos de sus miembros la funesta manía de pensar en nada por cuenta propia. Su vida política es nula.
Insistimos: la victoria del PSC proporcionaba una ocasión óptima para ir hacia una victoria del PSOE en las europeas, presentándose además como portavoz del sosiego político, sobre el ejemplo de Illa en Cataluña. Pero no hay diálogo que valga para Pedro Sánchez. Su obsesiva vocación de partir a España en dos mitades, le lleva una y otra vez a identificar al PP con Vox, aun cuando toda la ultraderecha mundial se viene a Madrid para respaldar a Abascal, ante el peligro visible de que el voto de la derecha regrese al PP. Es un ciego voluntario. Su mentira reviste una extrema gravedad, al potenciar a Vox y situar al centro-derecha como enemigo a destruir para sus seguidores.
Así una y otra vez: basta que Feijóo plantee dudas sobre la adscripción de la Meloni, como Von der Leyen, para que Sánchez se lance como una fiera sobre la frase para descalificarle por enésima vez. Obviamente no ha leído a Sartorius cuando este habla de la convergencia competitiva de socialdemócratas y democristianos como fórmula del progreso político en Europa. Claro que tampoco Sartorius se lo recuerda. Quien sí recuerda a la presidenta del Congreso que debe callar a Feijóo, es Sánchez desde el banco azul. Ningún otro signo define mejor su vocación de dictador, su desprecio hacia la división de poderes. Cabe pensar que si vence en las europeas, llegará el momento de la institucionalización de su dictadura, a costa de la libertad de prensa y de la independencia judicial.
La marea negra avanza ciertamente en Europa, y lo comprobaremos en breves días, pero Pedro Sánchez no es un obstáculo, sino todo lo contrario, un dirigente endiosado que impulsa y legitima su presencia en España.