THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

La Cataluña sanchista

«El nuevo sanchismo catalán es prudente, conservador y circunstancial. No es que les guste Pedro Sánchez, es que temen algo peor»

Opinión
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La Cataluña sanchista

Pedro Sánchez acompaña a Salvador Illa. | David Zorrakino (Europa Press)

Estuvo Pedro Sánchez en Barcelona, en la reunión anual del Círculo de Economía, y demostró su buena conexión con la élite del país/nación/autonomía. Acudieron los notables al acto de clausura y aplaudieron con ganas al presidente de España, que les prometió la reforma (mejora) de la financiación y nuevos traspasos de competencias (pocas quedan tras décadas de autonomía). Fue una buena escenificación del deseado final del procés, que tiene hartos hasta a quienes lo iniciaron. Ni el líder socialista se atrevió a mentar la aprobación de un concierto económico a la vasca, el que exige Carles Puigdemont, ni los empresarios hablaron de volver con sus sedes a Cataluña. Todo muy business friendly. 

En el Palacio de Congresos, la citada expresión anglosajona arrancó muchas sonrisas y hasta alguna carcajada disfrazada de tos nerviosa. Todos pensaron que la reducción de la jornada laboral, aprobada en solitario por Gobierno y sindicatos, sin las patronales, no puede considerarse un gesto de amistad hacia la empresa. Los socios del Círculo, más allá de sus deseos de pasar página, dudan. En privado, susurran que el Gobierno es rehén de Yolanda Díaz y de Ada Colau. Y con el comunismo (ahora llamado izquierda radical) la empresa acaba topando. 

Yo diría, por apellido y currículo, que la mayor parte de asistentes a la reunión sigue siendo nacionalista, conservadora y/o de derechas de toda la vida. Como un buen número de catalanes de a pie, el empresariado quiere creer en Salvador Illa. El reciente ganador de las elecciones autonómicas ha convertido en sanchista accidental a la Cataluña que ha sufrido el desgobierno independentista. Cuando mi joven yerno me contó que buena parte de sus amigos, casi todos independentistas, votó al PSC supe que el hastío había traspasado la barrera generacional. 

El mantra actual es «silencio y pacto». La capacidad de morderse la lengua, aguantar el tirón y negociar sin prisas son virtudes muy valoradas a este lado del Ebro. «No hay que entrar en discusiones estériles ni tocar temas incómodos», decía mi abuelo —fabricante y catalanista— cuando, en alguna comida familiar de los domingos, alguien se empeñaba en hablar de la Guerra Civil o del franquismo. Se trataba de llegar al postre y acabar la crema catalana en paz. Lo importante era abrir cada día la fábrica. 

A los empresarios, sean de donde sean, les preocupa la seguridad jurídica. Difícilmente, por tanto, volverán a Cataluña las sociedades (más de 8.000) que trasladaron su domicilio desde 2017 hasta hoy. La vuelta es tema tabú, incluso en los encuentros particulares. Los patrones tragan con la amnistía, aunque ya han advertido que la pretensión de Junts de legislar para multar a los que no retornen es una locura inaceptable del expresidente huido a Bélgica. Una cosa es votar a Illa; otra, muy distinta, caer en las manos de los mismos separatistas (Puigdemont o Junqueras) que les pegaron el susto de sus vidas. ¿Serán sustituidos por sus partidos? Quizás. 

«La gente de orden (‘gent d’ordre’) no quiere ser considerada ‘de derechas’… españolas»

Al margen de las élites, la ciudadanía catalana está cansada y descontenta. El PIB per cápita ha caído por detrás del de Madrid, País Vasco y Navarra. Grandes inversores internacionales, como Amazon, escogen Aragón para instalar sus negocios. Y los contribuyentes se quejan cada vez más de los impuestos excesivos de patrimonio, sucesiones o donaciones. Cataluña soporta la mayor presión fiscal y normativa de España. Así es imposible ser business friendly.

A pesar de los años vividos entre procesos hacia la nada y tsunamis más o menos violentos, al catalán le gusta creer en el orden establecido. En tiempos de tribulación no quiere hacer mudanzas. Prefiere confiar en lo que hay (Pedro Sánchez) y duda sobre a quién elegir para las europeas. A pesar de que el PP quintuplicó sus diputados en las recientes autonómicas, el discurso contra el supuesto fango de la derecha ha funcionado más en Cataluña que en ninguna otra parte de España. La gente de orden (gent d’ordre) no quiere ser considerada «de derechas»… españolas.

Desde la Transición, los partidos más votados en las generales y autonómicas han sido de corte nacionalista/independentista (el voto convergente ahora dividido) o socialdemócrata (PSC). Sus líderes llevan años pactando en el Parlamento de Cataluña, en los ayuntamientos y en las diputaciones. Se conocen bien.  

«Muchos votantes de Illa no son separatistas ni socialistas; escogen la vía de la tranquilidad»

Las clases medias, también las viejas familias andaluzas y murcianas de nouvinguts o las de los actuales inmigrantes latinoamericanos, quieren ser consideradas como parte de la sociedad catalana. Hacen esfuerzos infinitos por hablar catalán e integrarse; aceptan, mal les pese, que su idioma materno (también oficial en Cataluña) sea relegado en los colegios de sus hijos y nietos. Según una nueva norma del Parlament, está permitido que los niños aprueben el castellano aunque cometan faltas de ortografía o no entiendan un texto. Así, ya no se podrá decir que sus notas de español son mucho peores a las de otras comunidades dónde los profesores sí bajan la calificación por escribir o leer mal. 

Muchos votantes de Illa no son separatistas ni socialistas; escogen la vía de la tranquilidad. Son pragmáticos. Prefieren estar cerca de quien manda y pacta, sin disentir del entorno ni ser acusados de españolistas. Los disidentes se quedan en casa (la abstención continúa muy alta) o depositan, sin alardear, un voto que saben a contracorriente. Aumentan los ciudadanos que prefieren jubilarse en el pueblo de sus padres o, si aún son jóvenes, buscar trabajo en Madrid, Valencia o cualquier lugar donde se gane más y se pague menos.

El nuevo sanchismo catalán es prudente, conservador y circunstancial. No es que les guste Sánchez, es que temen algo peor.

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