THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

¿Y ahora qué?

«¿Cómo actuar cuando el horizonte -una mutación constitucional por la puerta de atrás- aparece cada vez más nítido y ya sabemos que nada frenará al p… amo?»

Opinión
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¿Y ahora qué?

Miembros de los grupos parlamentarios de ERC y Junts per Catalunya con sus líderes Oriol Junqueras y Gabriel Rufian llegando al Congreso para el debate final sobre la aprobación de la Ley de Amnistía. | Alberto Gardin (Zuma Press)

¿Por qué debo obedecer al Derecho? Al principio es la intuición adolescente que acompaña al enojo por el castigo injusto, la norma prohibitiva sin sentido, la orden paterna o materna caprichosa, el formalismo contraproducente.

Quienes llegamos a las Facultades de Derecho a mediados de los 80 descubrimos que, a fin de cuentas, se trataba de la pregunta fundamental, la más pertinente para un jurista que quiera ser algo más que un burócrata o exégeta. Muchos nos hicimos cargo gracias a algunos maestros que, súbditos más que ciudadanos de un régimen carente de libertades, llevaban años dándole vueltas al asunto y, en modos más o menos clandestinos, pugnando porque llegara el día en el que esas exigencias teóricas se llevaran a la práctica. Todo Estado funcional tiene un aparato coactivo eficaz que ordena la vida social, es decir, cuenta con un sistema de normas al que austeramente podemos llamar «Derecho» si se cumplen también algunos otros requisitos de carácter institucional.

Así era también en 1966, cuando Elías Díaz publicó Estado de Derecho y sociedad democrática, libro que arranca afirmando que: «No todo Estado es Estado de Derecho». Más recientemente, otro relevante filósofo del Derecho, Antonio Peña, ha insistido en la misma idea apuntando que una propiedad intrínseca de los Estados que pueden rectamente denominarse «de Derecho» es la «reflexividad», es decir, que las normas que emanan del poder político se aplican a éste mismo con especial intensidad, una manera alternativa de traducir el rule of law and not of men; el intento de garantizar que aquello que debamos jurídicamente hacer no depende del arbitrio del poderoso, pues él mismo está así constreñido.

Y no solo eso; epígonos de aquellos maestros nos enseñaron también que, si bien el Derecho es describible como una pura práctica social, indistinguible en el límite de las órdenes de una cuerda de piratas (en el viejo cuento de San Agustín), de cualquier Derecho que aspirara a ser legítimo, es decir, del sistema que conforma el conjunto de sus normas, debía poder decirse que nos proporcionaba «razones para la acción», verbigracia, «buenas razones», razones que nosotros mismos hemos de aceptar en debida consideración y que no solo obedecemos prudencialmente, por el temor a la sanción (que también).

Por supuesto se trataba, y se trata, de un «ideal regulativo», una aspiración nunca del todo satisfecha, pero nos resistíamos, o al menos yo me resistía, a claudicar frente a los cantos de sirena del escepticismo: no, no podía ser que, a la postre, diera igual el Derecho de los Estados que adoptan la forma democrática, que allí donde rige la voluntad de quien se erige como máximo intérprete de la divinidad, o del tirano que somete a los gobernados mediante la mayor fuerza bruta, incluso si es «por su bien».

«La amnistía precluye todo esfuerzo consistente en dar a los ciudadanos buenas razones para que cumplan con sus deberes»

Si el Derecho nos proporciona razones no solo prudenciales para actuar, esas razones tienen que ser universalizables, aceptables por cualquiera. La igual ciudadanía que exige un Estado de derecho es expresión de esa condición, y, por tanto, el privilegio, el feudo, las circunstancias independientes de la voluntad del sujeto que no son relevantes a la hora de asignar derechos, cargas o beneficios de la cooperación social, no deben ser tenidas en cuenta.

Eso era esencialmente el «régimen del 78» cristalizado en la Constitución que más ha hecho por la prosperidad, la libertad y la igualdad de los españoles en su reciente historia. Y eso es lo que, de manera muy profunda y desgarradora, más allá de las afrentas concretas a estos artículos u otros de la Constitución o del Derecho europeo, se ha roto el pasado jueves al aprobarse la Proposición de ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña (si me permiten el parafraseo en latín de Google: longum titulum manifestum arbitrium).

Aunque los descosidos y los jirones son de antaño, la liquidación final tiene un oficiante y un sumo sacerdote claros: el PSOE y Pedro Sánchez. No es ocioso volver a repetirlo: la amnistía, solo posible una vez que surgió una necesidad aritmética para que Pedro Sánchez pudiera ser presidente del Gobierno, una componenda negociada a la estricta medida de aquellos a quienes se va a garantizar impunidad tras haber cometido gravísimos delitos, en un país extranjero, y con un «mediador», precluye todo esfuerzo consistente en dar a los ciudadanos buenas razones para que cumplan con sus deberes o para que acepten los castigos anudados a las infracciones que hayan cometido. Ya solo nos contiene la prudencia o el temor.

«Existe un partido que predica la igualdad de los españoles y no de los territorios: se llama Izquierda Española»

¿Qué hacer ahora? ¿Cómo actuar cuando el horizonte —una mutación constitucional por la puerta de atrás y la conformación de un Estado confederal— aparece cada vez más nítido y ya sabemos que nada, absolutamente nada frenará al p… amo? No queda otra que persistir democráticamente tratando de pasar página, es decir, favorecer la alternancia en el poder mediante nuestro voto y resistir frente a los infantiles y manipuladores cantos de sirena sobre la próxima venida del hombre del saco. Estos gobernantes nuestros, como acostumbra a señalar cabalmente Fernando Savater, ni caen del cielo ni aparecen en Kinder sorpresa.

Y si a usted le ha venido moviendo, noble y legítimamente, el conjunto de ideas o propósitos de quien ha representado hegemónicamente la socialdemocracia en España, esas aspiraciones que germinaron en la generación de los Elías Díaz y se plasmaron después en largos años de Gobierno, habrá de saber que hay vida más allá del PSOE y su satelitado, igualmente cómplice de esta liquidación en fases. Por si no se ha enterado —el mercado de las opciones políticas está lejos de ser un régimen de competencia perfecta— existe un partido que predica la igualdad de los españoles y no de los territorios, radicalmente europeísta y alejado de los excesos reaccionarios del progresismo woke: se llama Izquierda Española.

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