Condolencias con el ministro
«Todo el mundo en Bruselas sabe que el empeño en incorporar el catalán, el vasco y el gallego a las 24 lenguas oficiales de la UE no responde a ninguna necesidad»
Me preocupa nuestro ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares. Descarto absolutamente que sea un cínico aunque postule una insensatez sabiendo que lo es. Creo, por el contrario, que es un hombre sensible, y sufre horrores con el papelón que le ha tocado representar ante la UE; o sea, persuadir a los demás países de que acepten la incorporación de tres lenguas oficiales más —además del español o castellano— a la lenta y paquidérmica maquinaria de las instituciones comunes europeas.
El ministro reclama una excepción lingüística española, y sabe que eso conculca las normas. Y sabe también que sus argumentos para conseguirlo son inanes. Y sabe algo peor: que todo el mundo en Bruselas (y en España) sabe que tanto empeño en incorporar el catalán, el vascuence y el gallego a las 24 lenguas oficiales en las instituciones europeas no responde a ninguna necesidad perentoriamente democrática ni es en ningún sentido beneficioso para toda Europa, sino a particulares intereses narcisistas, no ya de uno de sus miembros (España) sino de los socios del Gobierno del que el señor Albares forma parte.
Quizá sabe también el señor ministro que nadie en Bruselas ignora que esa supuesta urgencia democrática y querencia multilingüística tan progresista sólo la han sentido los socialistas españoles cuando sus socios nacionalistas han puesto el tema como condición sine qua non para seguir sosteniendo su Gobierno.
Y sabe, en fin, que con su insistencia en este tema fastidia a muchos otros países de la Unión. El mismo hecho de que el ministro Albares ofrezca pagar de su bolsillo —bueno, del bolsillo de los contribuyentes españoles— el dispendio de contratar traductores, intérpretes y correctores de esas tres lenguas a las demás y viceversa agrega una sombra de soborno sentimental y de ridículo:
—«¡Si es que además a la Unión no le va a costar ni un euro! ¡Si es que pago yo! Venga, porfaaaa… ¿Qué os cuesta?»
Me conduelo con el ministro Albares. Por los largos y monótonos corredores del Consejo de la Unión y del Parlamento Europeo, altos funcionarios le ven llegar de lejos, ponen los ojos en blanco, suspiran y apresuran el paso. Llama Albares a la puerta de los dignatarios, a los despachos de los lobbies influyentes, a ver si les convence… Pero ellos espían por el judas, le reconocen y cuchichean:
—«¡No abras! ¡Es el pelma español, que viene otra vez con la murga de sus muchas lenguas!»
«Me enternece usted, señor Albares: está perdiendo popularidad a chorros en Bruselas»
Me enternece usted, señor Albares: está perdiendo popularidad a chorros en Bruselas. Es casi un apestado. Compréndalo: la gente, sobre todo en momentos de crisis, no aprecia a quien les viene con problemas bizantinos y enredos domésticos, sino a la persona imaginativa que aporta ideas constructivas para resolver problemas comunes reales.
En este sentido me atrevo a darle un consejo: olvídese del rollo enfadoso de nuestras lenguas regionales. No hace falta que le diga, porque usted lo sabe bien, que la «dignidad» y el uso de catalán, vascuence y gallego no sufren en absoluto porque unos cuantos miles de funcionarios en Bruselas y en Luxemburgo no oigan discursos con sus bellas sonoridades.
De hecho, tampoco sufriría nada la lengua común española si no se hablara en aquellas instituciones.
En consecuencia, y a contracorriente de sus gestiones actuales, estériles, melancólicas, yo le sugiero un cambio de rumbo de 180 grados, una iniciativa audaz que quizá hará que le miren allí con más respeto e incluso admiración:
En vez esforzarse en incorporar tres lenguas oficiales más, renuncie a la nuestra. Renuncie al uso del español en el Parlamento Europeo. No hace falta que le diga que a nuestro idioma le da absolutamente igual.
«Todos los eurodiputados saben inglés (o deberían saberlo), y en esa lengua franca mundial se entenderían todos mejor»
Y a renglón seguido pida a todos sus colegas que hagan lo mismo: que renuncien al uso oficial del húngaro, el maltés, el alemán, el francés, el polaco, etcétera…
Todos los eurodiputados saben inglés (o deberían saberlo), y en esa lengua franca mundial se entenderían todos mejor. Ahora que el Reino Unido ya no forma parte de la UE, el uso exclusivo de la lengua inglesa en las instituciones europeas no podría ser considerado un privilegio ni un agravio para nadie. El inglés sería un neolatín funcional y funcionarial, un esperanto eficiente. Y luego en cada país cada uno seguiría hablando en su lengua, como es lógico.
Así podría despedirse a miles de intérpretes y traductores y los contribuyentes europeos nos ahorraríamos muchos, muchos millones de euros al año.
Sobre lo que se podría hacer con ese remanente también tengo algunas ideas, pero queden para otro día.