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Tadeu

El último desembarco

«Cunden en estas elecciones el desánimo y el temor a que los grupos de extrema derecha refrenden los resultados nacionales…»

Opinión
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El último desembarco

Ilustración de Alejandra Svriz. | Alejandra Svriz

El calendario ha querido que estas elecciones europeas de 2024 hayan coincidido con las conmemoraciones del desembarco aliado en Normandía, ese punto de no retorno para la victoria frente al Tercer Reich que tuvo lugar hace nada menos que 80 años, en presencia de los escasos nonagenarios o centenarios que todavía pueden dar fe de vida de lo que allí ocurrió y de lo que aquello supuso: no solo para Europa, sino —por una vez está justificado— para el devenir de Occidente. 

«Vencer a Putin en Ucrania es como desembarcar en Normandía»

Qué habría pasado de haber ganado el Tercer Reich la segunda guerra mundial es algo que solo algunos escritores y series de Netflix se han atrevido a explorar. Pero todo apunta a que el mejor momento de la humanidad (¿) en términos de libertad e igualdad, y de respeto a los valores humanistas todavía estaría por llegar.

En estos festejos (que en España han tenido un seguimiento mediocre, seguramente por haber este país estado ausente en las dos guerras mundiales; para bien y para mal: en nombre del dictador y asesino Franco pudo evitarse, hay que reconocerlo, un gobierno títere de Hitler, como ocurrió en otros países europeos) nadie mejor que Zelenski como invitado de honor: el líder en estos momentos de una democracia europea que intenta con gran valentía y sacrificios (y con la ayuda de nosotros sus aliados, que podría y debería ser mayor) plantar cara a la invasión de una Rusia putinesca tan anacrónica y brutal en sus métodos como en sus últimos designios. 

Vencer a Putin en Ucrania es como desembarcar en Normandía. O casi. Es dejarle claro a China, el verdadero enemigo de Occidente, junto al irredento islamismo radical (intra y extramuros) que su alianza estratégica con Putin era una apuesta perdedora. 

 Ahora bien, ¿es mínimamente consciente la población europea llamada hoy a las urnas (y que vota con tasas de abstención desalentadoras, muchas veces superiores al 40 y pico por ciento) de que la frontera de Ucrania es la frontera de la democracia en Europa?  ¿Sabe lo que puede suponer que el flanco oriental de Europa esté en permanente pie de guerra ante el enloquecido oso ruso, incapaz de entender los valores democráticos y ebrio de una grotesca nostalgia soviético-imperialista, tan desenfocada como inviable? 

Porque si el proyecto europeo ha de seguir su curso, más pronto que tarde habrá que ir pensando en alimentar las filas de un ejército europeo común, y no solo necesariamente profesionalizado. Nuestros hijos o nietos tal vez deban enfundarse el uniforme azul y estrellado, de la bandera europea, para defender este trozo de paraíso que ha sido y sigue siendo a pesar de todo hoy Europa.

 Debe reconocerse que la construcción europea ha resultado tan exitosa como aburrida. El proyecto federalizante, inaugurado en 1952 con un modesto tratado de mancomunidad en torno al carbón y el acero, para que Francia y Alemania dejaran de construir con ellos cañones con los que hacerse la guerra, nunca ha levantado grandes entusiasmos, y, en cambio, sí muchos recelos, algunos de los cuales han sido muy sonados (el rechazo en 2005 de Francia y Países Bajos al Tratado de Constitución Europea, o el Brexit en 2016, por citar dos hitos dolorosos).

Entre sus mayores logros figuran sin duda los burocráticos fondos europeos de reconstrucción y de cohesión social, que han permitido reducir las diferencias, muchas veces abismales, entre economías poderosas y otras cuasi paupérrimas; y el prodigio de poder, a pesar de ello, compartir una misma moneda única. 

El euro es, ciertamente, el símbolo europeo más patente hecho realidad, pero no resultan de menor valía los intercambios Erasmus, el mejor modo para muchas generaciones, de sentirse europeos, sea lo que sea lo que esto signifique.

Sin embargo, cunden en estas elecciones el desánimo y el temor a que los grupos de extrema derecha, nacionalistas y antieuropeístas refrenden los excelentes resultados que ya están cosechando en sus respectivas elecciones nacionales. Hasta el punto de que no se descarta, conforme se vayan conociendo los resultados, que si los dos partidos considerados de extrema derecha en la Cámara se fusionan, la resultante podría convertirse en el principal grupo del hemiciclo, con la consiguiente tentación del Grupo del Partido Popular Europeo de pactar con ellos, abandonando sus tradicionales acuerdos con liberales, ecologistas y socialdemócratas. La Presidenta Von der Leyen lleva semanas haciendo este tipo de guiños perturbadores.

 ¿Por qué estamos así? ¿Por qué el sueño europeo no conmueve suficientemente?

Probablemente porque Europa sigue siendo un club de países que miran, muchas veces, por sus propios intereses nacionales, y acuden a Bruselas, como a un zoco, a sacar la mejor tajada posible; y porque se han mostrado incapaces de tener una verdadera política común de defensa, o de mantener una política exterior unificada, y ya no digamos de organizar un verdadero ejército europeo dispuesto a defender sus fronteras exteriores; pero tampoco, en cuestiones más cotidianas, Europa ha sido capaz de organizar un sistema de reconocimiento automático de titulaciones y capacitaciones profesionales, de modo y manera que la libre circulación de las personas sea salgo más que un ideal, traicionado por infinidad de normas nacionales que deshacen por la noche lo que Bruselas va tejiendo durante el día.

Así las cosas, el Parlamento Europeo que vaya a constituirse en las próximas semanas podrá encabezar un movimiento involucionista de repliegue identitario o bien seguir impulsando el proyecto transnacional más ambicioso y, por qué no ser cursis por una vez, más bello de la historia de la humanidad.

 Coda 1) Alvise empezó la fiesta. A la manera de un Ruiz Mateos posmoderno, este follonero de turno, sin más fuerza que la de ser un influencer, parece que va a acercarse al 5% de los votos y los dos diputados, basándose meramente en una campaña en las redes a base de improperios a tutiplén, eslóganes incendiarios y propuesta antisistema. Pero es el síntoma de algo. Sus electores son mayoritariamente jóvenes varones, indignados con el envolvente wokismo mainstream, o bien antiguos abstencionistas crónicos, o bien desengañados de Vox, al que consideran un partido domesticado y ya del todo sistémico. El problema no es la extravagancia que supone siempre la presencia donde no toca de un bufón, sino el predicamento que puede tener ese tipo de discurso disruptivo en una juventud cada vez más ajena a la política tradicional. Mejor no hacer proyecciones sobre este segmento del cuerpo electoral, si la plataforma europea le resulta exitosa al gamberro gracioso.

Coda 2) Seamos zurdas. La capacidad de recuperación de Sánchez de todos los mensajes y eslóganes del activismo de izquierdas más militante le permite crecer a su izquierda sin apenas perder por su derecha. Que después de todo lo ocurrido desde el 23-J el Partido Socialista siga en los actuales niveles de expectativas electorales ha de responder a algo más que al oportunismo del presidente del Gobierno. Y debe de ser el anverso o el reverso del fenómeno de Alvise.

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