Yolanda, 'la breve'
«La nueva izquierda no está para risas ni en España ni en Europa. Los cuentos de hadas antisistema se han topado con la realidad. No sumarán, se multiplicarán»
No ha sumado y, por eso mismo, se va pero se queda. Yolanda Díaz, que tanto gustaba por su simpatía post-comunista, deja el liderazgo de una unión de partidos que ha pasado a mejor vida. No suman, se multiplican en la nadería. Durante su corto reinado, Díaz ha dado que hablar con discursos sobre algoritmos laborales o por un incansable apoyo a la moda pronta y nada sostenible. Como vicepresidenta del Gobierno seguirá cobrando y abrazándose a las farolas, pero nada será igual. Perder cuatro veces seguidas, por más que Pedro Sánchez necesite tus votos, te envía al tercer plano. Para sus antiguos colegas ya es Yolanda, la Breve. Un año ha durado Sumar, de mayo a mayo.
Podemos y la expareja de líderes podemitas (Irene Montero y Pablo Iglesias) se frotan las manos; la derrota de la vice en las europeas es su única victoria visible en mucho tiempo. Lo que queda de Sumar y sus satélites (Izquierda Unida, Verdes Equo, Compromís, Comuns Sumar, Más Madrid, Més per Mallorca…) se habrá quedado con menos ganas de defender, entre otras cosas, la reducción del horario laboral. Harán bien: el índice de productividad de España (42,7) está por debajo de la media europea (46,28) y detrás de Italia.
La juventud española y europea empieza a creer que las propuestas de la izquierda radical les condena a salarios bajos o a salir pitando de sus países para hacer carrera y sacar algún rendimiento a su esfuerzo. Que empiezan a estar más que hartos se refleja, además de en la alta abstención, en las nuevas tendencias del voto joven. En España, un país de viejos, el votante de Alvise es menor de 44 años. En Francia, el partido de Marine Le Pen —cuya rotunda victoria ha provocado la convocatoria de elecciones anticipadas— es el más elegido en la franja de entre 18 y 34 años. Por el contrario, más de la mitad de los españoles que escogen la papeleta del PSOE o del PP supera los cincuenta y cinco tacos.
Más allá de la preocupación que embarga a los viejos europeos por el auge de la ultraderecha, los partidos socialdemócratas, liberales y conservadores clásicos deberían hacer una profunda autocrítica. Algo están haciendo mal. Muchos creen que el quid de la cuestión está en el exceso de emigrantes sin papeles que Europa recibe. Es, indudablemente, uno de los motivos. Pero me inclino a pensar que el sectarismo, la impunidad de los líderes o el saltarse las leyes (incluso la Constitución) para mantener la poltrona ayuda al desencanto. También la escasez de proyectos europeos o nacionales dirigidos a crear riqueza y empleo privado, pues el público está cubierto en exceso, contribuyen al cambio político que vivimos. Y al que se avecina.
«Éste me lo voy a llevar porque es clave», comentó irónicamente Yolanda en la reciente Feria del Libro de Madrid mientras sostenía un ejemplar de La abolición del trabajo del escritor anarquista Bob Black. Sonó mal, aunque peor fue el risueño entusiasmo con que mostraba el librito a la cámara. La nueva izquierda no está para risas ni en España ni en Europa. Tanto interés por colorear de verde sus rojos partidos, acercarlos al animalismo sin animales y reducir la jornada de ocho horas sin conseguir casi nada les conduce a la pura irrelevancia. Los cuentos de hadas antisistema se han topado con la cruda realidad.
«Ya son casi tres millones los compatriotas que residen, casi siempre por motivos laborales, en el extranjero»
La población española que vive en el exterior creció un 4,2% durante 2023, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). En consecuencia, ya son casi tres millones los compatriotas que residen, casi siempre por motivos laborales, en el extranjero. No es sólo un problema español. Dos millones de portugueses, un 20% de la ciudadanía lusa, viven fuera de su país.
La paulatina desaparición a finales del siglo XX de los partidos comunistas europeos (ya sólo el portugués mantiene la hoz y el martillo) provocó muchos cambios de nomenclatura. Los grupos de raíz marxista decidieron reformarse, esconder su pasado tras metafóricos nombres que daban menos miedo. El recuerdo de Stalin y su gran purga o de las checas de la Guerra Civil española se convirtieron en historias para olvidar. El eurocomunismo de los setenta se extendió por Europa gracias al ímpetu del elegantísimo italiano Enrico Berlinguer, al que unos años después se unieron el español Santiago Carrillo (PCE) y el francés Georges Marchais.
Ese marxismo, que abandonaba las tesis leninistas e incluso aceptaba entrar en la OTAN, duró poco pero fue útil para normalizar la democracia española. Y, sobre todo, benefició al PSOE. El diminutivo euro gustaba, aunque seguir mentando al comunismo encogía muchos corazones. El eurocomunismo español desapareció oficialmente en 1986 —una década después del comienzo de la Transición— con la fundación de Izquierda Unida, una federación de partidos que entró pronto en un lánguido y largo período de supervivencia.
«Los líderes de lo que queda de la izquierda alternativa preferirán seguir caminos separados»
Mientras todo eso sucedía, Carrillo se fue a su casa a seguir fumando tranquilamente sin fingir que seguía activo, aceptando, como dijo en una de sus últimas entrevistas (Diario Es), que «dentro de 100 años no me recordará nadie». Murió con 97, durante la siesta, y al entierro asistió el entonces (2012) rey Juan Carlos, uno de sus admiradores. Don Santiago se fue de verdad sin fingir que se quedaba, como Díaz pretende hacernos creer ahora.
Lo que queda de la izquierda alternativa y extremadamente dividida se buscará en cuanto pueda a otra/otro o a quien sea (única palabra diversa y correcta que se me ocurre) para sustituir a la actual vicepresidenta. O no. Apuesto que sus líderes preferirán, simplemente, seguir caminos separados y cuidar el voto que mantienen en ciudades y autonomías. No sumarán. Se multiplicarán al margen de Yolanda Díaz.