Duelo de arroces
«En esa sartén no se cocina otra cosa que el pegamento de la familia, porque un arroz es un ritual, y una familia que carece de rituales, deja pronto de ser familia»
En cuanto mi abuela sabe que el arroz lo hizo su adorado hijo Juan (el favorito, aseguran con inquebrantable certeza mi madre y sus hermanas) declara que es el mejor arroz que ha probado jamás. Aunque le eche un perro muerto de seis días, es el arroz de su hijo Juan, con eso basta. Seré justo. Concedo que el arroz de mi tío Juan está bueno, pero lo hace de pollo y presa, que son carnes para todos los públicos, y además se ahorra todo tipo de sacrificios artesanales usando desacomplejadamente el caldo industrial Aneto. Mi tío ha dado con el mínimo denominador común, ha conectado con la papila infantil, ese receptor de sabores primarios que se inclina siempre hacia el filete con patatas y los macarrones con tomate. Por eso mis hijas, prefieren también el arroz del tío Juan, que es como el reggaeton de los arroces.
Yo me lo trabajo mucho más, y exijo también más finezza a los paladares, el uso de esas papilas que solo con el tiempo y la experimentación se despiertan, a saber, los sabores ferrosos de la carne roja de ave, el amargor del espárrago silvestre, ese aroma terroso de bosque húmedo de las trompetas de los muertos.
Mis hijas desprecian mis arroces elitistas y minoritarios, miran con asco los zorzales y las tórtolas que caza el tío Luis, mis padres tienen miedo de las setas silvestres que encuentro, se fían poco de mis aptitudes como micológo autodidacta, mi mujer abomina de mis caldos, que considera innecesariamente largos en su elaboración, y durante horas hacen chup chup en una olla, hasta convertir la casa entera en un baño turco con las ventanas cubiertas de vapor, hasta que el caldo parece más bien un tonkotsu japonés donde se ha disuelto una piara entera.
Tardo días en hacer el arroz como a mí me gusta, pues pongo en él un orgullo neanderthal de cazador-recolector que me exige largas caminatas, exploraciones, lances cinegéticos, desollar y desplumar, mientras que el arroz del tío Juan se resuelve con una visita de media hora al supermercado más ordinario. Por todo ello, no puedo admitir con deportividad que se comparen nuestros arroces y que ambos reciban el mismo aplauso, y me entran ganas de estrangular a alguien cuando me dicen, «para qué te complicas tanto, si el de Juan está igual de bueno y encima le gusta más a tus hijas».
Mi tío dice –no sin cierta razón– que lo único que importa del arroz es el punto. De hecho Abraham García, cuando le preguntaron una vez qué era lo más raro que jamás se había comido, contestó lacónicamente «un arroz en su punto». Juan prueba mi arroz con desdén y dice que de sabor muy bien, y que tiene mucho mérito el trabajo que pongo, pero que tengo que aprender a hacer el arroz más seco y suelto, y encontrarle el punto. Sabe que no hay crítica más cruel, es incluso peor que decirle a alguien que su hijo es cariñoso y majete, pero inútil y lerdo. Yo por supuesto discrepo, los puntos del arroz también los cuido, no voy a hacer todo ese trabajo para luego ahogarme en la orilla.
«El mío ganó por la mínima, de la misma manera que gana el PP de Feijóo, sin esa rotundidad que zanja para siempre una cuestión»
Hace tiempo le propuse al tío Juan resolver nuestras diferencias con un duelo de arroces, necesitaba proclamar la superioridad del mío. Como mi abuela es absolutamente parcial, y si sabe que es el arroz de Juan, lo votará esté como esté, y como a mis hijas les pasa lo mismo, y en general todo el mundo adora a Juan, tuvimos que tapar los ojos a toda mi familia, empezando por la abuela (la tenéis en la foto). Solo dábamos a probar una cucharada de arroz sin ningún otro ingrediente, porque la gente ya sabía que si tenía algo raro era mío, y se tenía algo reconocible, era de Juan. Yo esperaba barrer en esas condiciones de imparcialidad, pero ese año del primer duelo de arroces, el mío ganó por la mínima, de la misma manera que gana el PP de Feijóo, sin esa rotundidad que zanja para siempre una cuestión y entierra una discusión.
Resulta que el sabor ligero, reconocible, infantil, con su grano suelto y sus verduras de sabor fácil, reconfortan a muchos, gustan a todos. Viene a la mente la mítica canción de Vainica Doble y Sabina con la que abría el programa Con las manos en la masa, en concreto la línea que dice: Niña, no quiero platos finos, vengo del trabajo y no me apetece pato chino.
Desde entonces, durante muchos años hicimos duelo de arroces, yo volví a ganar muchos años, mi tío Juan, ganó algún año también, como lo hace el Atlético de vez en cuando, con peores jugadores pero con mucho espíritu y sacando lo mejor de lo que tiene. Yo gano más, pero él me gana donde más me duele: mis hijas y mi adorada abuela jamás fallan en darle el voto. Ha llegado un punto en que hemos dejado de hacer catas ciegas, porque todo el mundo sabe a qué sabe el de Juan que es constante en su calidad, el mío es el que oscila, pero nuestros comensales saben reconocer ambos perfectamente.
Hemos incluso dejado de hacer duelos, ahora cohabitamos, somos dos escuelas de filosofía arrocera que se enfrentan en los medios, pero que comparten el mismo fin: convocar a la familia, dar de comer a muchos, alegrarle tanto a la abuela como a las hijas, pasar un rato al aire libre con un quehacer y un punto de partida para las risas. Y es que al final en esa inmensa sartén no se cocina otra cosa que el pegamento de la familia, porque un arroz más que una comida es un ritual, y una familia que carece de rituales, deja pronto de ser familia.