THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Del optimismo

«En nuestro actual mundo, las buenas noticias pueden verse como mónadas de una constelación invisible que merece brillar de vez en cuando con toda la fuerza»

Opinión
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Del optimismo

"¿Hay, por tanto, de verdad espacio para el optimismo?". | Archivo

La feliz iniciativa que esta casa ha puesto en marcha con el nuevo portal The Positive, dedicado a la difusión de buenas noticias en todos los campos para fomentar la cohesión social, invita a pensar sobre el optimismo. La modernidad ha condenado el punto de vista positivo al ostracismo, ya que toda ella descansa en la negatividad. El constante lamento del ya no y la conciencia de pérdida son sentimientos reflejados en las artes y las letras más o menos desde finales del siglo XVIII, curiosamente cuando se inició el culto al progreso. En esa misma época, por otra parte, se creó la esfera pública que convirtió a la prensa en el principal agente de la realidad social y política. La necesidad de fiscalizar al poder, así como de dar cuenta de las injusticias y los delitos, fue creando el tono informativo que perdura hasta nuestros días, cuando la mayoría de medios son ya un teatro de los más diversos sensacionalismos. Incluso buena parte de la opinión se ha rendido sin embozo al espectáculo. ¿Hay, por tanto, de verdad espacio para el optimismo?

Voltaire fue el primero en burlarse de la idea de Leibniz, defendida en su Teodicea, de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Su Candide –obra de la que por cierto Leonard Bernstein hizo una maravillosa opereta– es la refutación humorística y mordaz de esa ilusión. El protagonista, como sabemos, termina desengañado de las utopías que le había inculcado su tutor Pangloss –seguidor de Leibniz– y acaba por resignarse a vivir una felicidad más modesta, cultivando su jardín junto a su esposa. (El dueto final de la versión de Bernstein es una memorable dramatización de ese desengaño: You’ve been a fool and so have I / But come and be my wife / And let us try before we die / To make some sense of life / We’re neither pure nor wise nor good / We’ll do the best we know / We’ll build our house, and chop our wood / And make our garden grow.)

Pues eso, no somos ni puros ni sabios ni buenos, lo único que podemos hacer es retirarnos de este mundo, casarnos, construir una casa, cortar leña y cuidar nuestro jardín. Esa, digamos, ha sido la sentencia más divulgada y compartida contra la bella afirmación de Leibniz. ¿Pero qué dijo en realidad el filósofo? Nadie en el siglo XX dedicó más tiempo a intentar contestar esa pregunta que José Ortega y Gasset, cuya relación con el pensador y polímata alemán atraviesa toda su obra. No es raro, por lo demás, que Ortega se fascinara con Leibniz. Como decía Diderot, cuando se cobra conciencia de todas las materias que aquel estudió, uno siente la tentación de tirar los propios libros por la ventana.

Ortega dedicó a Leibniz –aunque en realidad fue una excusa para hablar de toda la filosofía desde sus orígenes hasta Heidegger– uno de sus mejores ensayos, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, escrito en el exilio de Lisboa en 1947 y publicado póstumamente. Se trata de una de las operaciones intelectuales más asombrosas que ha dado la filosofía europea del siglo XX. Desde hace poco, contamos con una nueva y excelente edición, a cargo de Javier Echeverría, que incluye todas las notas de trabajo de Ortega, además de la conferencia, impartida en 1946, ‘Del optimismo en Leibniz’. Ahí Ortega refuta con autoridad y perspicacia la crítica de Voltaire, asegurando que «la optimidad del mundo es previa a la contemplación de su contenido. El mundo, a su juicio, no es el mejor porque sea como es, sino, viceversa, es como es, fue elegido para existir, porque era el mejor». El mundo, por tanto, es el mejor de los malos, el único posible.

Y ahí está la genialidad de Ortega en su meditación sobre Leibniz. Desde Aristóteles hasta la escolástica, la filosofía se habría ocupado de lo real, mientras que Leibniz abre un nuevo camino gracias a una ontología de lo posible. Su desmesurada ambición consistió en ponerse en el lugar de Dios justo antes de la creación y soñar así todas las posibilidades latentes y virtuales previas a la caída en la realidad. El entendimiento divino era para él «el país de los posibles». Y Ortega asumió plenamente esa misión para la filosofía, que a su juicio debía dejar la teoría de la realidad a la ciencia y reservarse para sí la teoría general de las posibilidades.

La interpretación que hace Ortega de la mónada de Leibniz, el átomo espiritual de la realidad, por así decirlo, es también muy bella. Dios sería una especie de director de orquesta que armoniza todas las mónadas, entendidas como almas dedicadas a su propia partitura. «Es cada alma», dice Ortega, «un instrumento de timbre y tónica distintos donde a su modo resuena el cosmos». Los diversos timbres producen acordes, aunque también disonancias. En el mejor de los mundos posibles hay males, imperfecciones, bienes, desastres y milagros. Nosotros no podemos sino tratar de armonizarlos de la mejor manera. Ortega se mostró muy lúcido al observar que «la mónada es la gran idea del Barroco y la Contrarreforma». La claridad del pensamiento de Leibniz es la misma que se escucha en la música de Bach.

A partir de ahí, Ortega consideró que las mónadas son en el fondo puntos de vista. Las mónadas vegetales o animales representan una determinada manera de estar en el mundo, pero las humanas añaden algo más que tiene que ver con la valoración y la estimación. «La elección de un punto de vista es el acto inicial de la cultura». Y las perspectivas individuales pueden por ello acabar fomentando perspectivas colectivas. Que vivimos en el mejor de los mundos posibles significa tan solo, por tanto, que no hay ni habrá otros mundos. Y que debemos esforzarnos en ver cada día este mundo como si se acabara de crear. Es ahí donde el optimismo cobra su dimensión más grave y compleja. El optimismo es entonces una forma de responsabilidad.

«Debemos esforzarnos en ver cada día este mundo como si se acabara de crear. Es ahí donde el optimismo cobra su dimensión más grave y compleja. El optimismo es entonces una forma de responsabilidad»

La evolución del pensamiento racional y científico nos ha liberado de muchas cosas, pero también nos ha hecho esclavos de la muerte. La adicción a las malas noticias es un síntoma de ello, como si no fuéramos capaces de aceptar nada que no sea la confirmación de la catástrofe que se ha impuesto como signo de la modernidad y el progreso. Las desgracias que ansiosamente buscan dar los medios a todo volumen se han convertido en el rito sacrificial de la sociedad del espectáculo. La Seguridad y el Bienestar necesitan devorar cada día sus vírgenes inocentes para seguir funcionando y asegurar su pervivencia en una realidad que ya no conoce mayor prueba que su representación mediática. 

En nuestro actual mundo nihilista y desquiciado, las buenas noticias pueden verse como mónadas de una constelación invisible que merece brillar de vez en cuando con toda la fuerza de su virtualidad. Las malas noticias son algo acabado, rotundo, a menudo inapelable. La buena nueva, en cambio, está transida de un espíritu auroral. Se dirá que es un consuelo vano, puesto que a menudo las buenas noticias acaban siendo malas o bien terminan barridas por el huracán del desastre. Pero es justamente lo inalcanzable de su promesa lo que nos mantiene en vilo, con ganas de vivir, alabando y celebrando. Para decirlo con Rilke, siempre empieza de nuevo la inalcanzable alabanza.

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