THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La posmodernidad en jaque

«El cuestionamiento de toda forma de autoridad está provocando paradójicamente una regresión mundial a sistemas autoritarios»

Opinión
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La posmodernidad en jaque

'La abolición del hombre' de Lewis. | Wikimedia Commons

De la misma manera que los mitos de la modernidad se empezaron a cuestionar, de Nietzsche en adelante, nuestra época necesita una profunda revisión de todo lo que la llamada posmodernidad ha generado. En todos los órdenes del conocimiento y por supuesto en la política se está viviendo una severa crisis que amenaza con destruir las democracias representativas. El imparable deterioro de las instituciones se debe, más allá de la irresponsabilidad y la mediocridad de nuestros políticos, cada día más escandalosa, a una banalización de las ideas que las sustentaron. El debate público se ha sustituido, a uno y otro lado del espectro ideológico, por una guerra encarnizada de bandos cada vez más esclerotizados. El cuestionamiento de toda forma de autoridad –y de la existencia misma de la verdad– está provocando paradójicamente una regresión mundial a sistemas autoritarios que en realidad propugnan la abolición de las conquistas de la modernidad.

Aunque no es fácil desentrañar con precisión las causas del actual estado de la cuestión, los filósofos Julio Borges Junyent y Javier Ormazabal Echeverría lo han intentado en un reciente ensayo titulado La posmodernidad en jaque (Libros Libres), que enfrenta el pensamiento de C. S. Lewis con el de Gianni Vattimo. Vattimo, como sabemos, es el epítome de un ideario posmoderno que hizo suyos los grandes desacatos de Nietzsche y Heidegger. El nihilismo y la destrucción de la metafísica se entendieron como fuerzas positivas susceptibles de alumbrar tanto un «pensamiento débil» como una «ética mínima» que acabarían por reformular el contrato social y estimular una libertad absoluta, sin tutelas doctrinales de ningún tipo.

Del otro lado y como solución a los excesos que ha desatado esa postura, los autores ofrecen una reivindicación de la filosofía de Lewis en La abolición del hombre (1943), un ensayo que en plena Segunda Guerra Mundial trató de reafirmar los fundamentos de una educación universal basada en valores objetivos, el derecho natural, la razón y la dignidad humana. A pesar de que Lewis, como es bien conocido, era un apologeta del cristianismo, en esa obra se guardó de ceñirse a su propio credo y trató de exponer una vía que pudiera ser compartida por todas las culturas. Por eso llamó «Tao» al conjunto de creencias morales que tradicionalmente han defendido tanto los judíos como los católicos, los paganos y muchas religiones orientales. Sin el Tao, según Lewis, no es posible emitir juicios de valor y el hombre estaría condenado a desaparecer. Entonces las democracias pasarían a estar dominadas por unos «controladores», pequeños grupos capaces de gobernar al albur de sus caprichos a un rebaño de consumidores dóciles. 

Y lo cierto es que la distopía que Lewis imaginaba al final de su libro se empieza a parecer bastante a nuestro mundo actual. No hay duda de que el pensamiento de Vattimo está lleno de propuestas luminosas y atractivas, pero al mismo tiempo ya es evidente que su impugnación de la «violencia metafísica», con su promesa de una humanidad liberada de cualquier imposición dogmática, no ha propiciado, como él presumía, una felicidad política y existencial «libre de neurosis». (Dejemos ahora de lado la embarazosa ingenuidad que demostró al defender que Venezuela y Cuba debían ser los modelos para Europa). Al contrario, la negación de la razón común ha traído una nueva forma de intolerancia y fundamentalismo que está afectando a la esfera del derecho, la ciencia y en general a todas las ramas del conocimiento y por ende a la política. La ecuación foucaultiana entre verdad y poder ha terminado por establecer el imperio de las fake news y la posverdad

Jacques Bouveresse ya denunció en su día, con rigor y persuasión, hasta qué punto el intento de Foucault de pensar de otra manera la verdad, el conocimiento y la ciencia había fracasado. Su forma de retorcer a Nietzsche para hacerle decir lo que le convenía había sido catastrófica. (Uno de los problemas de pensadores como Nietzsche y Heidegger es que sirven para justificar cualquier cosa, algo que en cambio no ocurre con Kant). Hoy en día la verdad, en contra de la profecía de la década de 1970, se ha convertido en la principal arma contra el poder, que está utilizando a su conveniencia la disolución del consenso en torno a la razón, la educación y el empirismo. Aquello que empezó siendo una forma de insurrección por parte de la izquierda contra el autoritarismo ha terminado por investir a ese mismo poder de la excusa necesaria para justificar sus atropellos.

En ese sentido, el principal reproche que se le puede hacer a La posmodernidad en jaque es que si bien el ensayo acierta a denunciar las flaquezas y los abusos del pensamiento «debolista» que ha inspirado a la izquierda postmaterial de las últimas décadas, con su acento en la identidad, la diferencia y la venganza, no refleja en cambio la hipertrofia y la insustancialidad de la respuesta ideológica que esa corriente está teniendo por parte de la derecha. La reacción de personajes grotescos como Trump, Bolsonaro, Orban o Milei nada tiene que ver con el refinado humanismo de C. S. Lewis, para quien nuestro actual mundo político sería una pesadilla insoportable. Si Lewis y Vattimo pueden todavía mantener una hipotética discusión, los dos bandos que parecen arremolinarse a su vera no tienen ya nada que decirse. Y esa es la más elocuente expresión de nuestro fracaso colectivo. 

Julio Borges y Javier Ormazabal exponen con crudeza varios ejemplos de los estragos que el pensamiento débil ha causado en nuestra sociedad. Entre ellos, la polémica sobre los libros de educación sexual en Castellón, la institución en Escocia del «día de la falda» para promover la igualdad o la prohibición en Dallas de que un padre se oponga al cambio de sexo de su hijo de siete años. También se hacen eco de los recientes estudios que toman en consideración la posibilidad de un «aborto postparto», ya que un bebé recién nacido y un feto serían dos seres moralmente equivalentes. Por supuesto, no faltan los casos de cancelación y de subversión del lenguaje que son ya el pan nuestro de cada día. 

Pero de nuevo faltarían indicios de lo que está siendo la respuesta de un supuesto «pensamiento fuerte», como por ejemplo la anulación de la sentencia Roe vs. Wade por parte del Tribunal Supremo de EE. UU. que desde 1973 permitía el aborto en el plazo de un trimestre. El fin del consenso en una cuestión que parecía aceptada por una amplia mayoría en términos razonables es una prueba de que necesitamos una urgente restitución del sentido común. Siguiendo a Lewis, los autores afirman –y es fácil estar de acuerdo con ellos– que «la democracia no puede existir sin un fundamento de verdad en sentido moral. El Estado no es fuente de verdad; no puede producir la verdad y debe reconocer que la verdad lo precede». Solo así el gobernante podrá descubrir qué es el bien común.

En el año 2001, Gianni Vattimo y Umberto Eco mantuvieron un debate en el diario La Reppublica acerca de la Ilustración. Vattimo se dedicó a insistir en sus tesis antilustradas y en el debilitamiento de las estructuras fuertes heredadas, entre ellas la razón y la verdad. Por su parte, Eco, que era la sensatez personificada, comentó:

«En una ocasión le decía yo a Vattimo que probablemente haya leyes de la naturaleza, dado que si cruzamos un perro con un perro sale un perro, pero si cruzamos un perro con un gato no nace nada o nace algo que no nos gustaría ver dando vueltas por casa. Vattimo me contestó que hoy la ingeniería genética llega incluso a alterar las leyes que rigen las especies. Justamente, le respondí yo: si para cruzar un perro con un gato hace falta una ingeniería (luego, un arte), eso supone que en algún lugar existe una naturaleza, alguna forma de naturaleza, sobre la cual se ejercita artificiosamente este arte. Esto significa que yo soy más ilustrado que Vattimo, pero no creo que le disguste saberlo».

Eco comentaba también la cuestión del aborto. Que tenga razón el Papa, decía, cuando sostiene que los embriones son ya seres humanos o Santo Tomás cuando afirma que los embriones no participarán en la resurrección de la carne, es materia de cultura. Pero en cambio era «materia de sano empirismo» reconocer, de común acuerdo, las diferencias físicas entre un embrión y un feto. Después, concluía Eco evocando a Leibniz, sentémonos a la mesa y calculemus.

Que hay algo común que debemos esforzarnos en encontrar es el fundamento tanto de la verdad racional e inmanente como de la espiritual y trascendente. (No otra cosa decía el viejo Heráclito en un pensamiento concebido todavía en el parteluz de Oriente y Occidente: aunque el logos es común, cada uno vive como si solo fuera suyo). El propio Vattimo se vio obligado a reformular, en su intento desesperado de casar comunismo y cristianismo, el concepto de caritas para definir el principio de la relaciones sociales. Quizá para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. En cualquier caso, es la prueba de que él mismo admitía la existencia de una esencia universal. 

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