Lo que puedes aprender si ves esta época como un videojuego
«El juego se acaba, las baterías de la consola se agotan y una nueva plataforma, con programas bien distintos, lleva tiempo atrayendo a jugadores nuevos»
Decía Aristóteles que el arte debía imitar a la vida. A lo que le respondió Oscar Wilde, 2.200 años más tarde, que era más bien nuestra vida la que, por lo general, imitaba al arte. Y daba un buen ejemplo. Durante siglos, la niebla ha cubierto las calles de Londres. Pero no había sido hasta que los pintores y los poetas decimonónicos «mostraron el encanto de sus efectos» que pudimos empezar a percibir del todo su belleza, una noche cualquiera, paseando por Westminster.
El último siglo y pico ha ido dando la razón en muchas cosas a Wilde; también en esta. Ya nadie puede recorrer una carretera del oeste americano sin que le vengan a la mente recuerdos de alguna road movie; a veces, incluso te puede acaecer lo mismo viajando por Almería. O te bajas este verano a la playita a hacer surf, y notas que resuena de repente en tu cerebro alguna canción de los Beach Boys: estás imitándolos a ellos, no ellos a ti.
En realidad, no hace falta siquiera que te desplaces a lugares ajenos: esta misma tarde, ponte en los auriculares un poco de música, sal a dar una vuelta por la calle, y de repente podrás imaginarte como el protagonista de un videoclip musical.
Lo más fecundo, con todo, será que prestemos atención a la industria del videojuego. Parecía, al inicio, que sus creadores eran sobre todo aristotélicos. Y por eso procuraban imitar en nuestras pantallas, píxel a píxel, la vida real. Con enormes éxitos en su realismo, por cierto.
Mas hace tiempo que pasamos esa pantalla, por usar el lenguaje del mundillo, y ahora nos hallamos ya en pleno momento wildeano: hoy es la vida misma la que imita a los videojuegos. Antes, por ejemplo, era solo a sus personajes a los que conocíamos de forma virtual, tras el cristal de nuestros ordenadores; hoy atesoramos cientos de amigos, en redes sociales, a los que accedemos solo de igual forma, tras el mismo cristal. O pensemos en cómo trataríamos, jugando al Mortal Kombat, por ejemplo, a un enemigo que apareciera ante nosotros; ¿no se parece mucho a cómo me comporto ahora con aquel que discrepe de mis ideítas en Twitter, en Facebook o por WhatsApp?
«Los NPC tienen un comportamiento del todo predeterminado por lo que les prescribió en su día el programador»
En pocos aspectos, sin embargo, se percibe tanto que la vida imita al arte (del videojuego) como en la noción de los NPC —siglas en inglés de non playable character, es decir, «personaje no jugable»—. Para los legos, recordemos que un NPC es una de esas figuras que aparece en un juego y que es parte de su programa, es decir, está controlado por la computadora, no por ningún otro jugador humano. Los NPC, por tanto, tienen un comportamiento del todo predeterminado por lo que les prescribió en su día el programador. Quizá pueda parecernos, a primera vista, un comportamiento inteligente (si dicho programador fue muy hábil). Pero, en realidad, no tiene mucho sentido esperar de un NPC creatividad alguna, ni novedad alguna: no pueden escapar a las pautas para las que se los programó.
Si apartamos ahora los ojos de la pantalla y miramos a nuestro derredor, podremos reconocer también a muchos NPC. Cierto es que, en su caso, no fue un informático habilidoso el que los dejó así programados, sino más bien la educación recibida, los discursos de los medios, las monsergas de los políticos y otros prescriptores de códigos.
Sí, es cierto, todos estamos también condicionados por todas esas fuerzas; al igual que, si me pongo con un videojuego, también dependeré de las pautas que sus programadores hayan establecido para mi personaje —si se trata de un jugador de fútbol, no tiene sentido que intente encestar canastas—. Pero la diferencia entre un NPC y el personaje que yo juego es que el primero solo depende de sus programadores, mientras que el segundo está condicionado por ellos, pero también por mis elecciones. Un poco como en la teología católica el libre albedrío depende a la vez de la Providencia divina y también de nuestra voluntad. Sin embargo, los NPC parecen calvinistas: todo lo importante lo ha decidido ya antes otro por ellos, sea Dios, sea el programador.
¿Cuándo se nota más que estamos ante un NPC? Cuando el juego atraviesa momentos críticos y él, sin embargo, sigue dale que te pego con su programación, ajeno a las nuevas circunstancias. Desvíe, amigo lector, la mirada de su pantalla de nuevo (solo un rato, ¿eh?, luego continúe leyéndome) y contemple nuestro mundo: ¿no le parece a usted, acaso, que vivimos hoy momentos críticos, de cambio, en que las programaciones del pasado ya resultan poco eficaces? De ser así, no habrá de extrañarnos que resulten más patentes (y molestos) que nunca esos NPC que nos circundan por doquier.
«Estamos ante un código repleto de contradicciones, de medias verdades, de presupuestos injustificados»
Ahora bien, superemos por un instante esa fatiga que nos provocan, y escudriñemos su programación. Se trata de un ejercicio fascinante. Pues estamos ante un código repleto de contradicciones, de medias verdades, de presupuestos injustificados y de silogismos defectuosos. ¿El programador que los programara mal programador sería? ¿O es solo que ahora resaltan más esos fallos justo porque andamos enredados en un cambio de época, así como solo notamos lo torcido que está un cuadro cuando nos empezamos a alejar de él?
En cualquier caso, describamos a continuación, someros, el programa por el que usted reconocerá a un NPC donde quiera que se lo tope hoy.
En primer lugar, nuestro NPC piensa que muchos votantes se han vuelto, de repente, locos por todo Occidente. A veces lo expresará coreando la consigna de nuestro presidente del Gobierno: «Hay que poner un muro a la ultraderecha mundial». A veces lo expresará con comparaciones históricas rocambolescas: «Hemos vuelto a los fascismos de hace un siglo». (Donde el niño de El sexto sentido veía, en ocasiones, muertos, nuestro NPC ve en ocasiones uniformados que desfilan por nuestras calles a paso de oca).
Para nuestro NPC, las pruebas de esa amenaza ultraderechista se hallan por doquier. Mira hacia Estados Unidos y ve que el pueblo americano está dispuesto a elegir, ¡de nuevo!, a Donald Trump, en vez de a ese pobre anciano demenciado que ahora, presuntamente, los gobierna: ¿no es esa la prueba definitiva de que los estadounidenses se han vuelto locos? Mira a una Unión Europea que pierde peso mundial día tras día, mientras sus problemas internos con la seguridad y la inmigración se multiplican, y luego comprueba que los ciudadanos de esa UE votan cada vez menos a los partidos de ese consenso que ahora la está degradando: ¿no es esa prueba absoluta de que los europeos han perdido por completo la cabeza?
«Nuestro NPC piensa que la Constitución de 1978 fue un pacto para dejar de ser españoles y ser solo ‘constitucionales’»
Si nuestro NPC vive en España, los motivos para su tribulación se multiplican. Para él, otra prueba de que cualquier día puede encontrarse con el zombi de Francisco Franco a la vuelta de la esquina (¡quizá no fue tan buena idea desenterrarlo!) es que cada vez menos gente siente complejo por ser española, por mucho que el ministro de Cultura Urtasun se esfuerce en denigrar nuestro pasado. Nuestro NPC piensa que, por algún motivo misterioso, la Constitución de 1978 fue un pacto para dejar de ser españoles y ser solo «constitucionales» (mientras que, por supuesto, sí que cabía ser catalanes, vascos, baturros o bercianos). ¿No habíamos quedado en que la democracia de esta nación se debía construir sobre gente que no dé mucha importancia a su propia nación? Esta paradoja, que José María Marco ha descrito tan a menudo como un experimento estrafalario, está inscrita en el código más profundo de nuestro NPC.
Cuando éramos pequeños teníamos miedos propios de los niños pequeños (el coco, el hombre del saco, la tía abuela que nos agarraba fuerte de los mofletes). Cuando crecimos, esos miedos se disiparon, y su lugar los ocuparon otros miedos propios adultos (el desempleo, el desamor, o que nuestros seres queridos fallezcan como —mira que, pese a lo de los mofletes, nos dio pena— también falleció la tía abuela aquella). Nuestro NPC, sin embargo, parece incapaz de sustituir unos miedos por otros; nuestro NPC es incapaz de llegar a la adultez. Todavía conserva los miedos que cundieron en Europa hacia 1930; todavía cree que «con tal de evitar a la ultraderecha» está obteniendo algún tipo de puntos en no sé qué competición de moralina (nuestro NPC no suele creer en Dios, o tiene una fe muy tenue en un Dios tan asustadito como él mismo ante «los fascismos»; así que no se explica muy bien ante qué Vigilante Invisible es ante el que quiere blasonar de antifascista, más allá de otros antifascistas que a su vez le miran a él con igual hambre de validación).
Nuestro NPC está sufriendo ya, como cualquier otro, los daños de una inmigración incontrolada; está padeciendo ya la inseguridad que prolifera en nuestras calles (aunque es cierto que aún no en las urbanizaciones de lujo; de hecho, los problemas tardan mucho en llegar a esas urbanizaciones). Pero nuestro NPC no ha sido equipado, por su programador, por capacidad alguna de defenderse. Él cree que eso lo convierte en una persona pacífica; ignora lo que, en realidad, conoce cualquier jugador experto: que eso solo lo convierte en una persona inofensiva. Así que nuestro NPC le echa la culpa de los citados problemas a cualquier cosa: al clima, a los discursos de la extrema derecha, a la masculinidad tóxica, a la pobreza. Cualquier cosa que le permita seguir actuando como le programó su programador.
«Nuestro NPC pretende cambiar esta tendencia reforzando el adoctrinamiento que imparte en colegios y universidades»
Pero este juego se está acabando. No será mañana, ni dentro de un mes, ni tampoco dentro de un año. Pero el juego se acaba, las baterías de la consola se agotan y una nueva plataforma, con programas bien distintos, lleva tiempo atrayendo a jugadores nuevos, en especial a los más jóvenes. Nuestro NPC lo percibe, y pretende cambiar esta tendencia reforzando el adoctrinamiento que, sobre sus cosas de NPC, imparte en colegios, universidades y demás centros de educación. Y sí, allí conseguirá que, durante cierto período, al menos en clase, todos tengan que jugar aún a su juego. Durante cierto período.
Pero el tiempo pasa, y nadie juega en casa a los juegos absurdos y aburridos que se empeña tu profesora Charo que están «dabuten». De hecho, nadie usa ya en casa la jerga de esa profesora, con palabras raras como «dabuten». Ni tampoco la jerga de las charos más jóvenes, con palabras como «cisheteronormatividad» o «deconstrucción decolonial».
Cambian los tiempos y cambian los juegos. Quede este artículo, cual cápsula del tiempo, como testimonio de la programación extraña según la cual vivían muchos de nuestros contemporáneos en este atribulado verano de 2024. Y ojalá este artículo entero se lea pronto con la misma sensación rara que ha sentido usted, lector amigo, al ver escrito «dabuten» en el párrafo anterior.