THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Francia y el suicidio de Occidente

«La educación basada en el adoctrinamiento ha conseguido que la gente ya no sienta la patria republicana, ni esté orgullosa de la historia ni de la Ilustración»

Opinión
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Francia y el suicidio de Occidente

Un grupo de jóvenes parisinos se manifiesta en contra del proyecto político de Marine Le Pen. | Antonin Burat (Zuma Press)

Las imágenes del Nuevo Frente Popular en la campaña electoral en Francia han sido chocantes. No había banderas del país, sino extranjeras, de extrema izquierda y de colectivos sexuales. Quienes las llevaban eran jóvenes. Esas personas ya no se identifican con la raíz francesa, republicana y democrática, sino con algún colectivo racial, de género no hetero, ecologista, anticapitalista o de feminismo supremacista. 

Ya no se rinde culto a la República como marco de convivencia, sino que cada colectivo lo hace a su dios particular, ya sea al planeta en peligro por el «neoliberalismo», a la raza oprimida por los blancos, al «segundo sexo» sometido por los hombres, a los géneros fluidos orillados por los cisgénero, o a los desheredados explotados por el capitalismo. Por eso, a la sencilla pregunta al alumno de instituto de si se sentía francés —como vimos en un vídeo reciente—, la respuesta más habitual era que no, que se sentía más identificado con algún tipo de colectivo victimizado o justiciero. 

Lo que ha ocurrido en Francia, lo hemos visto en las pasadas elecciones, es que la ciudadanía tradicional basada en la identidad republicana, en el orgullo de ser francés, se ha sustituido por una nueva ciudadanía basada en el rechazo al país, a su tradición, mentalidad, cultura, historia, creencias e instituciones. El viejo patriotismo (y nacionalismo) francés se basaba en el vínculo entre su país y la civilización, entendida esta como la creación de una cultura propia, mejor, basada en la belleza tanto como en la libertad. Aquellos franceses se creían exportadores de la modernidad, de ahí la veneración a Napoleón, por ejemplo. Esta mentalidad ya no es mayoritaria. Lo que abunda es la vergüenza por el pasado y una exaltación artificial de las otras culturas o civilizaciones para hacer justicia y reparar el daño que Francia supuestamente hizo al mundo. 

Alicia Delibes lo cuenta en un libro titulado El suicidio de Occidente. La renuncia a la transmisión del saber (Ediciones Encuentro, 2024). La idea básica es que ese fenómeno se ha producido porque el modelo educativo de Condorcet ha muerto. Este modelo consistía en que la escuela era una institución para transferir a la nueva generación el conocimiento atesorado por las precedentes. Se instauró con éxito durante la Tercera República y forjó generaciones de franceses orgullosos de serlo, con independencia de sus creencias religiosas, ideologías, raza o sexo. Era un sistema basado en la autoridad, en la fuerza del conocimiento sobre la opinión, en el esfuerzo y el trabajo, con el propósito de que el ciudadano francés fuera culto, libre e independiente. 

Ese modelo creció a la par, dice Alicia Delibes, que el de Robespierre, forjado al inicio de la Revolución Francesa y tomado de Rousseau. El propósito era usar la escuela como una fábrica de buenos ciudadanos, moralizados y moralizantes. Esto requería sustituir el conocimiento por el adoctrinamiento, al profesor por el pedagogo, y al director por el comisario político

«La escuela se llenó de pedagogos progresistas, empeñados en cambiar la realidad usando la educación de los niños»

La clave estuvo cuando la generación de Mayo del 68 resucitó el modelo de Robespierre, y quiso que la escuela sirviera para cambiar la sociedad manipulando a las nuevas generaciones. Tomaron el maoísmo de la Revolución Cultural como ejemplo de destrucción de las viejas tradiciones, valores, educadores y costumbres. Sumaron a esto las teorías críticas y el posmodernismo, que defendieron, como todavía se oye, que el objetivo del aprendizaje es desmontar el presente por opresor e injusto.

Desde la década de 1970 la escuela se llenó de pedagogos progresistas, empeñados en cambiar la realidad usando la educación de los niños. Ya lo dijo el austromarxista Max Adler en la década de 1920: la revolución está en la educación de las mentes de los que serán ciudadanos. Así, en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI se trató de imponer una «enseñanza democrática» basada en la inclusión, por lo que había que bajar el nivel, desincentivar el esfuerzo y premiar las culturas de los «oprimidos». La República tradicional se enseñaba, por tanto, como un lastre a derribar por imperativo histórico y sentimental. 

El sentimiento sustituyó al conocimiento porque las emociones se transmiten mejor que la verdad científica o que la historia, y, además, permite igualar a la baja los resultados. Ese sentimentalismo buscó la legitimación en la denuncia de la opresión de la civilización occidental, y lo consiguió. Francia, les inculcaron, había oprimido y sometido a negros, mujeres y musulmanes con un colonialismo supremacista que quiso acabar con la cultura de otros pueblos.

«Lo que se enseña en la escuela es que la verdad y la ciencia son relativas, subjetivas y opinables»

Ahora, nos cuenta Alicia Delibes, se subliman esas culturas en territorio francés como iguales o mejores que la propia del país. Lo que se enseña en la escuela es que la verdad y la ciencia son relativas, subjetivas y opinables. Lo que importa, dice el posmoderno que gobierna nuestras instituciones educativas y mediáticas, es el sentimiento. Y lo sentimentalmente justo es denunciar la opresión histórica ejercida por Francia sobre determinados colectivos. Por eso, afirma la autora, «hoy hay que ser sentimental desde la cuna a la tumba», y en caso contrario, uno se convierte en «enemigo del pueblo».

Occidente, y Francia como país forjador, es ese enemigo. La educación basada en el adoctrinamiento para la ciudadanía ha conseguido que la gente que vive en la República ya no sienta la patria republicana, ni esté orgullosa de la historia ni de la Ilustración. Esas nuevas generaciones, dice Delibes, consideran que los ilustrados cometieron un pecado de supremacismo. ¿Cómo se les ocurrió definirse como «civilización» cuando no era más que opresión? Hoy esos nuevos ciudadanos se sienten avergonzados de ser solo franceses, y toman su orgulloso en los colectivos identitarios que acoge el Nuevo Frente Popular, la izquierda «deconstructora», como escribió Finkielkraut en La derrota del pensamiento (Anagrama, 2006).

El suicidio de Occidente, como lo llama Alicia Delibes, lo tenemos ante nuestros ojos por obra y desgracia de la renuncia a la transmisión del saber. Es así que se está produciendo una guerra de identidades colectivas alternativas, victimizadas y agresivas en Francia y en Estados Unidos, como también lo refleja Alicia Delibes, y tiene todas las trazas de suceder próximamente en España.

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