Norte y Sur en la eurozona
«Los desequilibrios entre los países de la Unión Europea son cada vez mayores y las contradicciones internas, más profundas. ¿Hasta cuándo?, ¿hasta dónde?»
En los primeros años de la segunda década del presente siglo, éramos muchos los que pensábamos que la eurozona no resistiría. A Grecia, Portugal e incluso Irlanda les era imposible financiarse y tuvieron que ser rescatados por Bruselas, no sin que antes se les impusiesen condiciones económicas muy duras. Italia y España, si bien podían por el momento acudir a los mercados, era pagando una prima de riesgo desmedida, es decir, un tipo de interés mucho más elevado que al que se financiaba por ejemplo Alemania, y todo presagiaba que, si no se ponía remedio, crecería más y más la diferencia, lo que haría imposible la viabilidad de cualquier zona monetaria.
Dos hechos fueron los que salvaron entonces la situación. En primer lugar y quizás el principal, la postura adoptada por Draghi al frente del BCE cuando en julio de 2012 en una conferencia de inversores retransmitida por la cadena de televisión Bloomberg afirmó: «El BCE está dispuesto a hacer todo lo necesario para preservar el euro. Y, créanme, será suficiente». Los mercados entendieron que estaba decidido a comprar, incluso contraviniendo los tratados, todos los títulos precisos para cerrar diferenciales y homogeneizar los tipos de interés entre los países miembros.
El segundo hecho fue corregir de cara al futuro la causa de esa heterogeneidad, los déficits de las balanzas por cuenta corriente de esos países y, en consecuencia, el incremento progresivo de su endeudamiento exterior. Pero, dado que no contaban con divisa propia, no cabía la depreciación del tipo de cambio y la única forma de retornar al equilibrio era la devaluación interna de precios y salarios. En realidad, de salarios, porque la moderación de precios en todo caso sería una consecuencia de la evolución de la retribución del trabajo.
Para conseguir este objetivo se aprobaron en España las dos reformas laborales impuestas por el BCE, la primera la de Zapatero y la segunda la de Rajoy. Parece ser que se logró el efecto buscado, situando en positivo el saldo de la balanza por cuenta corriente. El premio Nobel Stockman, que en aquellos años estaba convencido como otros muchos de que la eurozona no aguantaría, confesó que se había equivocado. La razón: que nunca hubiese creído, decía, que las poblaciones de los países europeos consintiesen los ajustes tan duros que se derivaron de la devaluación interna.
En realidad, los trabajadores actuales de España de alguna manera continúan soportando el ajuste en sus retribuciones puesto que, a pesar de las promesas tajantes y los parloteos triunfalistas de Yolanda Díaz, no se ha derogado ninguna de las dos leyes ni siquiera se ha corregido el núcleo fundamental de ambas que es el de haber incrementado enormemente la facilidad de despido y su abaratamiento.
«Solo el salario mínimo interprofesional —que depende únicamente del BOE— ha subido tanto o más que los precios»
Ha sido el mantenimiento de esta situación lo que ha moderado la subida de los salarios y les ha hecho perder poder adquisitivo en estos últimos años, con subidas inferiores a los precios. De ahí que los empresarios no hayan mostrado ninguna inclinación hacia el pacto de rentas. No lo necesitaban. Solo el salario mínimo interprofesional —que depende únicamente del Boletín Oficial del Estado— ha subido tanto o más que los precios.
No deja de ser curioso que la ministra de Trabajo plantee ahora la necesidad de encarecer el despido cuando ha sido ella misma la que patrocinó la pasada reforma laboral. Alguien podría preguntarle de qué ha servido además de para ocultar el número de parados.
Superados los momentos críticos y según han ido pasando los años, hemos pensado que el riesgo de ruptura se había alejado definitivamente y que la moneda única se había consolidado para siempre. No obstante, las carencias y vicios con que se creó el euro continúan presentes e incluso se han ido agrandando con el tiempo.
Un mercado único en el que la legislación laboral está escindida entre países no puede por menos que crear desequilibrios graves. No digamos cuando se copia el modelo entre regiones dentro de un mismo Estado, tal como ha ocurrido recientemente en España, al aprobar por presiones del PNV la preeminencia de los convenios autonómicos sobre los nacionales. ¿Qué dicen ahora los sindicatos?
«Los diferentes sistemas tributarios entre países chocan también con el mercado único y la libre circulación de capitales»
Pero volvamos a la UE. Los diferentes sistemas tributarios entre países chocan también con el mercado único y la libre circulación de capitales. De nuevo hay que afirmar que la contradicción adquiere mayor gravedad si las diferencias en materia fiscal se producen como en España a nivel autonómico.
Pero donde el choque es mucho mayor es en el hecho de haber constituido una unión monetaria sin integración fiscal y presupuestaria. Ello conduce a incrementar la desigualdad en el orden personal y territorial. Hace ya tiempo que sabemos que el mercado no es perfecto, y que se precisa la intervención del poder político para corregir sus resultados mediante un sistema fiscal progresivo y una política presupuestaria redistributiva en la esfera personal, pero también regional. Nada de esto se da en la UE. Su presupuesto, incluyendo los fondos, es un mal remedo del que se da en cualquier Estado, por muy liberal que sea.
No nos puede extrañar por tanto que la desigualdad y los desequilibrios entre los Estados se hagan cada vez más grandes. Suposición que se ve confirmada por los datos y las cifras que arrojan la evolución económica y social de los distintos países desde, por ejemplo, el año 2000, fecha clave ya que en ella se creó la Unión Monetaria.
Tal vez sea la productividad la variable principal a considerar, porque de alguna forma condiciona la evolución de la renta per cápita, del ingreso familiar y hasta de la jornada laboral. Se estima que por cada punto porcentual que se incrementa la productividad la renta per cápita lo hace en el 0,9 %, el ingreso familiar en el 0,7 % y la reducción de las horas trabajadas por cada empleado en el 0,2 %. Incluso la proporción de pobreza extrema guarda una relación inversa con ella.
«Los países del centro y norte de Europa incrementan su productividad por encima de la media de la UE»
La productividad de la UE creció durante las dos últimas décadas por término medio a un ritmo del 1,2 % anual, de manera que en 2022 era un 26,6 % superior a la del año 2000. Desde luego este incremento no fue uniforme en el tiempo. Se produce de forma clara una desaceleración progresiva, que debería mandarnos ciertas señales de alarma de cara al futuro.
Tampoco fue homogéneo en todas las regiones. Más bien lo contrario. Los países del centro y norte de Europa —Alemania, Austria, Dinamarca, Bélgica, Países Bajos, etc.— incrementan su productividad por encima de la media de la UE. Las naciones del Este, que partían de unos niveles muy bajos, han aumentado su productividad en este periodo también por encima de la media.
Son los países del Sur los paganos de la fiesta. Francia e Italia, que en el 2000 se encontraban en cotas relativamente elevadas, han perdido claramente posiciones en favor de Alemania, Austria y Dinamarca. Grecia se hunde, pasando a situarse a la cola de los países europeos, incluso en una posición peor que bastantes países del Este.
En cuanto a la productividad de la economía española (medida en PIB por hora trabajada), que en el 2000 estaba situada un 6 % por debajo de la media de la UE, descendió en 2022 al 12 %. La variación en el ránking de la productividad tiene su correlato, como hemos dicho, en el de la renta per cápita. Eso explica que España haya perdido posiciones en la clasificación de esta última variable, mientras los países del Norte y del Este las han ganado, y a su vez cuestiona que en estos momentos se pueda llevar a cabo una reducción por ley de forma generalizada de la jornada laboral, sin arriesgarse a que se produzcan efectos muy negativos.
«En estas dos décadas tanto en la eurozona como en la UE la deuda pública se ha incrementado sustancialmente»
Todos estos datos adquieren mayor sentido si consideramos el endeudamiento del sector público. Lo primero a destacar es que en estas dos décadas tanto en la eurozona como en la UE la deuda pública se ha incrementado sustancialmente. En el 2000 el porcentaje sobre el PIB se mantenía en casi todos los países por debajo del 60%. Solo existían algunas excepciones: Bélgica, Grecia e Italia (107, 101 y 109%, respectivamente).
En 2022, en los países del Norte —Alemania, Holanda, Austria, Dinamarca— permanecía un porcentaje parecido al del 2000. Hasta Bélgica que en el 2000 tenía un alto nivel (107%) no lo ha incrementado en 2022 (105%). La situación, sin embargo, ha cambiado radicalmente para los países del Sur, que han incrementado de forma considerable el endeudamiento público: España (del 59% al 111%); Francia (del 56% al 111 %); Portugal (del 50% al 112 %); Italia (del 109% al 140%) y Grecia (del 101% al 172%). Todo ello hubiese sido insostenible si el BCE no hubiera actuando contraviniendo los tratados, o al menos caminado en sus límites, al traspasar ese dogma tan querido para la ortodoxia de que no se puede monetizar el déficit.
Esta disparidad en el comportamiento de la deuda pública en gran medida está ocasionada por las distintas cuantías de los saldos de las balanzas por cuenta corriente, que dependen a su vez de lo competitivo que sea cada Estado. En una unión monetaria, al no poder corregir el tipo de cambio, la competitividad entronca con las diferencias de productividad. Los desequilibrios económicos entre los Estados no dependen, por tanto —como nos quiere dar a entender, por ejemplo, Holanda— de que unos países sean pródigos y otros no, sino de los defectos y carencias de la UE, especialmente de la construcción de la moneda única, que beneficia a unos países y perjudica a otros, y reparte la productividad de forma muy irregular en función de cómo evoluciona la estructura económica de cada Estado.
Ante la crisis económica generada por la epidemia, Merkel era perfectamente consciente de que lo que estaba en peligro era la propia Unión, tan conveniente para Alemania y para los propios países del Norte, y presuponía que la cerrazón de estos podría matar la gallina de los huevos de oro. Se lo espetó abiertamente al primer ministro holandés: «Si los países del Sur quiebran, caemos todos». La canciller alemana, mal que le pese a Sánchez, fue la verdadera artífice de la aprobación de los fondos de recuperación. Muchos se extrañaron del papel que asumió, enfrentándose incluso con los que eran siempre sus aliados, pero había una razón clara: para ella era un problema de supervivencia. En realidad, esto es lo único que se aprobó, ese mínimo imprescindible para que el edificio no se desmoronase.
Desde al menos la firma del Tratado de Maastricht, la UE ha intentado tapar sus ingentes lacras y carencias con parches, que solo le permiten ir tirando, pero que son presentados como éxitos enormes de la integración. Todo lo más, sin embargo, son muletas que la facultan para continuar arrastrándose, pero sin solucionar en absoluto los problemas de fondo. Los desequilibrios entre los países son cada vez mayores y las contradicciones internas, más profundas. ¿Hasta cuándo?, ¿hasta dónde? Esa es la pregunta que por ahora no tiene respuesta, pero que nadie piense que todo está solucionado.