En el mundo de ayer
«Hoy el tiempo sigue otras pautas y la principal es la deportiva. Esta sustitución del Misal Romano por la agenda UEFA evidencia la secularización de nuestra era»
En el mundo de ayer, los años transcurrían de acuerdo al ritmo pausado del ciclo litúrgico —nacimiento, muerte y resurrección—, acompasado a su vez con el calendario agrícola. Hoy el tiempo sigue otras pautas y la principal es la deportiva: acabamos la Liga y empieza la Eurocopa o el Mundial, termina el Tour de Francia y arrancan los Juegos Olímpicos.
Esta sustitución del Misal Romano por la agenda de la UEFA no deja de ser —perdonen la ironía— una evidencia de la secularización de nuestro tiempo; pero, a la vez, deja entrever la nostalgia de lo sagrado en la conciencia humana. ¿No son acaso los estadios las nuevas catedrales, con sus santos —los deportistas retirados—, con sus clérigos y con un pueblo rendido?
Pienso en el gran historiador Johan Huizinga y en su Homo Ludens. El juego, nos dice, es anterior a la cultura: los perros juegan, los delfines juegan, incluso las hormigas parecen tener sus momentos de ocio. Pero sólo el hombre ha elevado el juego a la categoría de ritual colectivo, de sucedáneo de lo sagrado. No en vano, el nombre de Isaac en el Génesis —el libro de nuestros orígenes— significa «el que ríe». Aunque no es únicamente la risa: en su caso, se trata de una alegría incontenible, que desborda. Lo sagrado es la felicidad de los dioses.
Píndaro cantaba a los atletas griegos. ¿Qué diría el poeta tebano de nuestros modernos semidioses del estadio? ¿Reconocería en Nico Williams, en Lamine Yamal o en Tadej Pogačar a los herederos de aquellos efebos coronados con ramas de olivo? La gloria sigue siendo el premio, sólo que ahora se mide en contratos millonarios o en el número de seguidores de Instagram. ¿Qué nuevos cetros se otorgarán en los Juegos de París? ¿Quién narrará sus historias?
«En cada gol, en cada sprint final, en cada récord o en cada triunfo, revivimos el viejo mito del héroe que se enfrenta a su destino»
Porque, al fin y al cabo, los siglos han pasado y nos han empobrecido, pero el hombre sigue persiguiendo el mismo anhelo: la catarsis, la comunión y la trascendencia. En cada gol, en cada sprint final, en cada récord o en cada triunfo, revivimos el viejo mito del héroe que se enfrenta a su destino. Es Aquiles en la llanura de Troya o Ulises atravesando el estrecho de Escila y Caribdis. Quizás, como sugiere Kundera, la respuesta se encuentre en la levedad: hemos decidido sustituir el peso agobiante de la eternidad por la ligereza de una bola de tenis que cruza la red y marca un punto. Hay algo mercurial en los rápidos desplazamientos de Alcaraz o de Sinner. La felicidad de los dioses se palpa en un estadio.
En París, quizás asistamos a la despedida de Nadal o a su resurrección. En París, el fervor olímpico definirá la última fiesta del verano. Luego llegará la Liga y el inicio del curso escolar. El tiempo fluye sin cesar y nosotros intentamos medirlo, domeñarlo, pero también dotarlo de sentido. En esto nada ha cambiado. Sustituimos los ornamentos litúrgicos del sacerdote por la camiseta de un equipo de fútbol. Algo similar sucede en los conciertos multitudinarios. Tras el eclipse del Dios monoteísta, regresan los pequeños dioses de las pasiones cotidianas. También ellos desaparecerán, quizás antes de lo que pensamos. Los ciclos no se detienen. Y esto no es relativismo, sino una constatación. Mientras tanto, celebremos las glorias del deporte. Y ocultemos sus miserias.