THE OBJECTIVE
Juan Francisco Martín Seco

Malditos impuestos

«En toda su larga historia, Hacienda jamás ha tenido un titular con menos capacitación, aunque muy en consonancia con la del presidente del Gobierno»

Opinión
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Malditos impuestos

Ilustración de Alejandra Svriz.

Fue Nietzsche quien afirmó que todo sistema filosófico no es más que la biografía de su autor. Quería indicar con ello la relatividad de la verdad, en especial de la verdad de cada uno. Aplicando la máxima a algo más asentado en la realidad, podríamos convenir en que el discurso de cada medio de comunicación suele obedecer a los intereses que se mueven detrás de sus propietarios y en que los informes y conclusiones de cada fundación e instituto de estudios reflejan las conveniencias de los patronos y de las entidades de los que dependen.

Pero si hay una materia en la que objetividad brilla por su ausencia, es la de la fiscalidad. Los impuestos afectan a todos y es muy difícil mantenerse en la neutralidad. Hoy resulta casi imposible defender la conveniencia de los tributos. Existe una generalizada y permanente ofensiva contra ellos. El anatema está servido y goza de popularidad, aun cuando no se distinga entre los diferentes tipos de impuestos y tampoco se considere qué gastos vayan a financiar.

Bien es verdad que a esta situación no es ajena la cerrazón de este Gobierno y su falta de transparencia; en especial la del Ministerio de Hacienda, en el que se ha colocado una cortina hermética a la información. Solo puede hablar la ministra y esta normalmente no sabe de lo que habla. En toda su larga historia jamás este ministerio ha tenido como ahora un titular con menos capacitación, aunque muy en consonancia con la del presidente del Gobierno.

Pero, prescindiendo por el momento de la coyuntura actual, todo el mundo tiene que reconocer que si se quiere vivir en sociedad los impuestos son necesarios, y su cuantía va a depender del tipo de Estado que queramos y que resulte posible en las coordenadas sociales del momento.

En un principio, el Estado tenía muy pocas funciones, tan solo las esenciales: justicia, policía, exteriores; en su caso, ejército, y poco más. En consonancia, los impuestos eran también reducidos y muy simples. A medida que la actividad económica y la sociedad se volvieron más complejas, los Estados liberales tuvieron que asumir competencias adicionales en áreas como economía, infraestructuras, transportes y comunicaciones etc; y por lo tanto mayores gravámenes.

«Ni el derecho ni la democracia pueden ser auténticos sin unas condiciones mínimas de igualdad social»

Con el Estado Social se produce un salto cualitativo. Surge de la convicción de que el Estado liberal se encuentra en un equilibrio inestable. Ni el derecho ni la democracia pueden ser auténticos sin unas condiciones mínimas de igualdad social. Además de los derechos políticos, las constituciones deben asegurar derechos sociales como empleo, educación, sanidad, pensiones, vivienda, seguro de paro, etc. De acuerdo con ello, la fiscalidad tuvo que hacerse más compleja, progresiva y alcanzar una cota mucho más elevada. Pero es que, además, poco a poco surge un fenómeno nuevo, es la misma clase empresarial la que se dirige con frecuencia al Estado para pedir ayuda.

Hay que aceptar que el Estado social resulta caro, por eso desde principio de los ochenta, Europa vive en una especie de esquizofrenia: por una parte, se censura todo incremento en la imposición; es más, se pretende reducirla y se ataca su progresividad; pero, por otra, desde todos los sectores de la sociedad, desde la derecha o desde la izquierda, desde los ciudadanos o desde las empresas se reclama la actuación del Estado y se exige su intervención. En especial en los momentos de crisis. Así ocurrió en 2008 y ha sucedido con la pandemia. ¿Podemos imaginarnos los estragos que el Covid hubiera hecho en la sociedad y en la economía manteniendo simplemente un Estado liberal? El Estado social es caro, pero más caro puede resultar no tenerlo.

España se incorporó al Estado social más tarde que otros países, y aún continúa manteniendo un diferencial con ellos en materia fiscal, tanto más cuanto que desde finales de los años ochenta tanto los gobiernos de González como los de Aznar y los de Zapatero se plegaron con entusiasmo a la corriente de rebajas fiscales que venía del exterior.

La presión fiscal en España es inferior en cuatro puntos a la media de la eurozona, y en tres a la de la UE. Pero no es solo que sea menor que la de Francia, Italia, Alemania, Suecia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Austria y Finlandia, lo que podría tener una justificación, sino que está por debajo de la de Portugal y Grecia, lo que resulta difícil de explicar, por mucho que se empeñen los detractores de los tributos en buscar argumentos.

Los distintos grupos de presión interesados en demostrarnos que España posee una fiscalidad muy alta se inventan índices alambicados como el de competitividad fiscal, presión fiscal normativa, etc., en los que intervienen muchas variables, con las que, debidamente aderezadas, se puede llegar en el fondo a la conclusión que se desee. Incluso hay quien adjudica a varias regiones españolas tipos confiscatorios al confundir, supongo que por ignorancia, los tipos marginales del IRPF con los medios. 

En esta dinámica, lo más usual y más simple es recurrir a lo que llaman «esfuerzo fiscal». Su definición no tiene ningún contenido conceptual lógico, y constituye tan solo quizás un índice de pobreza, ya que al dividir la presión fiscal por la renta per cápita son lógicamente aquellos países en los que esta última variable es menor los que se sitúan a la cabeza de la clasificación.

Todos los que pretenden usar el esfuerzo fiscal se limitan a indicar que su nivel en España es superior al de Alemania, al de Austria, al de Holanda, al de Bélgica, etc. Pero nadie hace referencia a que los valores más altos se encuentran en países como Bulgaria, Rumanía, Letonia, Lituania, Grecia, Eslovaquia, Portugal, Chipre, etc., en general en todos los países económicamente más débiles. Ningún organismo internacional serio utiliza esta variable para hacer comparaciones. Por el contrario, todos acuden a la presión fiscal.

Es la presión fiscal la magnitud que mejor valora la medida del gravamen que soporta un país. Expresa qué parte de su producción se orienta en primera instancia al sector público. Digo en primera instancia porque gran parte de esos recursos retornan al sector privado (ciudadanos y empresas) en forma de transferencias, aunque ciertamente a sujetos distintos (o al menos en diferente cuantía) de quienes han pagado los impuestos.

«Buena parte del aumento de la presión fiscal se ha debido a la inflación, ya que el Gobierno ha sido muy remiso a tomar medidas compensatorias»

Los recursos que en realidad son absorbidos por las distintas administraciones públicas son tan solo una parte, y no la mayor, de la recaudación, la que se contabiliza como inversión y consumo público y que se materializa en bienes y servicios. Es curioso el lenguaje que emplean algunos a la hora de arremeter contra los impuestos, calificando de sector productivo al privado y de improductivo al público. No deja de ser sorprendente que se pueda pensar que la sanidad, la educación, la justicia, la vivienda, la seguridad, la construcción de carreteras, y tantas cosas más, no son productivas, cuando la sociedad no podría funcionar sin ellas. En este discurso la mayoría de estas actividades, curiosamente, pasan a ser productivas en cuanto que son administradas por el sector privado. Da la impresión de que lo que molesta es que se financien mediante impuestos y no a través del precio.

Sí hay algo cierto, no obstante, en todos estos comentarios, es que en los últimos años la presión fiscal española se ha incrementado y en mayor medida que la de otros países. En principio este hecho no tendría por qué ser censurable ya que como hemos dicho la presión fiscal en España estaba por debajo de la media de la Unión Europea y continúa estándolo a pesar de esta subida. El problema surge cuando la diferencia se debe en parte a que ha sido el PIB, el que no ha subido, o lo ha hecho en menor cuantía que en otros estados y sobre todo cuando se analiza cuáles son los gravámenes que se han creado o que se han modificado al alza y, el destino al que se ha aplicado ese incremento de recaudación.

El aumento de la presión fiscal no se ha producido tras un examen profundo de nuestro sistema fiscal, corrigiendo los defectos que este ha ido acumulando desde finales de los años ochenta. Por ejemplo, no se ha reformado el IRPF devolviéndole su carácter global y unitario, dando fin así a la discriminación existente actualmente entre las rentas de capital y de trabajo, al tiempo que se hubiera recobrado, al menos en parte, la progresividad original.

Tampoco se han cribado, por poner otro ejemplo, a todos los impuestos de esa maraña de deducciones, exenciones y en general de beneficios fiscales que se ha venido agrandando a lo largo de todos estos años, la mayoría ineficaces y carentes de sentido, si es que en el pasado lo tuvieron. 

El camino seguido ha sido muy distinto. Una vez más, al igual que en materia de gastos, se han utilizado las ocurrencias, se han ido tomando medidas de forma caótica, sin ningún orden y sin establecer prioridades. Se ha acudido a la creación de nuevos impuestos indirectos o a incrementar los existentes.

Por otra parte, buena parte del aumento de la presión fiscal se ha debido a la inflación, ya que el Gobierno ha sido muy remiso a tomar medidas compensatorias, ignorando las graves consecuencias que este fenómeno estaba produciendo en los ciudadanos. La pérdida del poder adquisitivo para muchos de ellos ha sido igual o mayor que la sufrida por la devaluación interna del año 2011.

Con el argumento de mantener el sistema público de pensiones, se ha recurrido también a elevar las cotizaciones sociales. Sin duda esta finalidad requiere la subida de presión fiscal, pero ¿es este gravamen el más idóneo? Se quiera o no, es un tributo sobre el trabajo. Prescindiendo del mito del Pacto de Toledo y de la separación de fuentes, hay otras figuras tributarias mucho más adecuadas.

Pero el cuestionamiento mayor a esta elevación de presión fiscal puede venir de que no aparece de forma clara cuáles han sido los objetivos a los que se ha dedicado y que podrían haber justificado el aumento. No se ha empleado para solucionar las enormes carencias que tiene la sanidad pública en todas las comunidades autónomas. Tampoco se ha utilizado para reformar la justicia, corrigiendo los vastos defectos que presenta su funcionamiento, en especial los retrasos, que generan un grave daño a la sociedad incluso en el aspecto económico.

Del mismo modo, no se ha usado en la construcción de viviendas dedicadas al alquiler, ni en incrementar la cobertura del seguro de desempleo, ni siquiera en compensar los efectos de la inflación a los empleados públicos (sanitarios, docentes, policías, etc.), cuyas remuneraciones en términos reales se han reducido en mayor medida que con el recorte aprobado en 2010 por Zapatero.

Y desde luego, no se ha traducido en una reducción del déficit, ya que el endeudamiento público ha aumentado de forma cuantiosa. Incremento de la deuda que, por otra parte, al igual que los fondos de recuperación europeos, tampoco se ha destinado a ninguna de las aplicaciones anteriores. Quizas algún día sepamos a dónde han ido a parar los recursos. Impuestos sí, pero no para conceder una financiación singular a la Generalitat de Cataluña, sino para solucionar las múltiples carencias que tiene nuestro sector público.

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