El cupo catalán y los sindicatos
«Pretenden que buena parte de los tributos de otros españoles vayan a la administración autonómica catalana»
Señalaba yo en mi artículo de la semana pasada lo difícil que resulta, en los momentos actuales, defender los impuestos. Todo parece conspirar en sentido inverso. Un Gobierno que mantiene total opacidad en las finanzas públicas y que da pruebas de una pésima gestión. Ese mismo Gobierno que, a su vez, ha utilizado demagógicamente los tributos y que, lejos de instrumentar una política fiscal progresiva, ha orientado la subida o bien a gravámenes populares pero carentes de eficacia a la hora de corregir la desigualdad y con efectos contraproducentes a menudo, o bien a aquellos que con una pretendida justificación ecológica son indirectos y por tanto regresivos, pero, eso sí, pasan más desapercibidos.
Se sitúa en contra de los impuestos también una fuerte ofensiva neoliberal que, al servicio de intereses económicos, acuña toda clase de mantras y tópicos, que sin consistencia teórica alguna ni comprobación práctica, intenta imponer como dogmas, declarando herética cualquier tesis contraria.
La defensa de los impuestos se ve además entorpecida por la propia estructura y funcionamiento de la Unión Europea, que legisla sobre las cuestiones más nimias, como por ejemplo acerca de cómo deben colocarse los tapones de las botellas de plástico, y, sin embargo, se ha negado en banda a intervenir en materia tributaria, especialmente promoviendo una mínima armonización en los gravámenes progresivos, con lo que en presencia de la libre circulación de capitales se dificulta enormemente a los gobiernos nacionales la tarea de implementar una política fiscal correcta. Es más, en los casos en los que Europa lo ha hecho, como por ejemplo en España en lo referente al modelo 720 y todo lo que conllevaba, se ha puesto a favor de los defraudadores.
Aquí en nuestro país, los obstáculos se acrecientan con el Estado de las autonomías y la capacidad cedida a estas para legislar parcialmente en algunos tributos, que replica a nivel territorial la competencia que se hacen los Estados en la Unión Europea reduciendo la fiscalidad.
Y, como si todo esto fuese poco, viene el secretario general de una de las primeras organizaciones sindicales del país a justificar la subida de impuestos en la necesidad de pactar con los golpistas una financiación singular (privilegiada) a la Generalitat catalana. Y nótese que ni siquiera digo a Cataluña, porque no estoy seguro de que los catalanes saliesen ganando con la medida.
A muchas cosas nos tenían acostumbrados en estos últimos años las organizaciones sindicales. La complicidad con este Gobierno hasta el punto de desdibujarse la autonomía sindical. Hemos contemplado con estupor, por ejemplo, cómo defendían la ley de amnistía u otras actuaciones gubernamentales totalmente impresentables, o avalaban con entusiasmo su política económica. Pero en esta ocasión se han traspasado todos los límites. El representante de un sindicato de clase abogando por subir los impuestos a los territorios más deprimidos con la finalidad de beneficiar a una de las regiones más ricas. Mal favor se le hace a la defensa de una política fiscal progresiva si se la pretende fundamentar en la necesidad de pagar la compra de la presidencia de la Generalitat. Justificar todo en el hecho de que son de los nuestros aboca a las situaciones más aberrantes.
Quiero creer que, en buena medida, hay un tema de ignorancia, porque lo que José Álvarez debería tener presente es que no es una cuestión del nivel de la imposición, sino de su distribución. El problema subsiste sea cual sea la cuantía de la recaudación y de la suficiencia o insuficiencia de la que se disponga para atender las necesidades públicas. No es un problema de mucho o de poco, sino de cómo se reparte.
El acuerdo firmado por Esquerra y el PSC ataca los cimientos de la política redistributiva del Estado. En esta ocasión no me extenderé en el hecho evidente de que una de las comunidades autónomas de mayor renta pretenda romper los lazos fiscales con los demás territorios, contraviniendo el principio constitucional de que quien más tiene, más debe contribuir. Tampoco me referiré al daño profundo que se producirá en la gestión y en la inspección de los impuestos al trocear la administración tributaria, con el consiguiente aumento de la economía sumergida y del fraude fiscal.
No me detendré tampoco en el incremento en las diferencias que se producirán en materia de normativa fiscal entre las autonomías, aumentando entre ellas la competencia, y la tendencia a reducir los impuestos. Ni siquiera en esa palabra ‘solidaridad‘ tras la que se escudan los firmantes del pacto y que se convierte en la antítesis de una política fiscal progresiva en cuanto le añaden ese principio bastardeo de la subsidiaridad.
Todos estos aspectos los he tratado ya con mejor o peor fortuna en otros artículos publicados en este mismo diario digital. En este artículo me centraré principalmente en señalar dos sofismas que se esconden en ese eslogan tan repetido por los independentistas, que cuenta con el atractivo de la simplicidad, pero que esconde grandes mentiras: «Los impuestos pagados por los catalanes deben quedarse en Cataluña».
«Un gobierno no es más autónomo por circunscribirse a un ámbito más reducido, sino por el mejor o peor funcionamiento de su sistema democrático»
La primera falacia es identificar Cataluña y los catalanes con la Generalitat. Son tres las administraciones que les afectan a los catalanes, al igual que al resto de españoles: la municipal, la de su comunidad autónoma y la de la administración central, sin que se pueda decir que una es más suya que las otras. El nombre de autonomía lleva quizás a la confusión. El calificativo autónomo predicado de un gobierno hunde sus raíces en la Ilustración. Si Montesquieu había proclamado la igualdad de todos ante la ley -Estado de derecho-, Rousseau da un paso más -Estado democrático- y exige que esa ley se la den a sí mismos los ciudadanos. Gobierno autónomo, como contraposición al gobierno heterónomo, en el que la norma se impone desde fuera.
Un gobierno no es más autónomo por circunscribirse a un ámbito más reducido, sino por el mejor o peor funcionamiento de su sistema democrático. Hoy en España, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no quedan reducidos al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se supone que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas. En las tres, por lo tanto, existe autogobierno.
Sería ilógico que el ciudadano de Tarragona considerase como propio solo al gobierno de su municipio y contemplase como ajeno al gobierno de la Generalitat. Pues de igual manera resulta incoherente que un catalán, un vasco o un andaluz consideren como propio solo al Gobierno de su comunidad, y tengan al gobierno central por extranjero. Todo depende de la funcionalidad y, desde luego, fraccionar la Hacienda Pública está muy lejos de ser funcional.
El segundo sofisma es suponer que los ingresos que se efectúan en la Hacienda Pública en Cataluña pertenecen a los catalanes. En nuestro sistema fiscal, las sociedades y empresas asumen un papel relevante en la recaudación de los tributos. En un porcentaje notable son intermediarios entre Hacienda y los contribuyentes a la hora de recaudar los impuestos.
En el IVA, en los impuestos especiales y en algún gravamen más, el sujeto pasivo no tiene por qué coincidir con el contribuyente. Es cada empresa la obligada a ingresar en Hacienda lo recaudado en su actividad, en toda España, por estos impuestos. Ello lleva a que muchos gravámenes (por ejemplo, el IVA) soportados por un ciudadano se terminen ingresando en provincias muy distintas de su residencia.
Hay que resaltar la relevancia que por ese motivo -aunque también hay otros- han adquirido siempre Madrid y Barcelona, ya que han acumulado el asentamiento de las principales sociedades. Recuerdo que en los tiempos (mediados de los 80) en que yo asumía la responsabilidad de la administración tributaria, era muy consciente de tal realidad, y de la importancia que se debía dar a las delegaciones especiales de Hacienda (aún no existía la Agencia Tributaria) de Madrid y Cataluña. Con bastante frecuencia convocaba a los delegados de ambas a las reuniones con los directores generales. Entre las dos recaudaban el 50% de los ingresos. El 30 y el 20%, respectivamente.
Ignoro cuáles son los porcentajes actuales, pero sean cuales sean, es fácil imaginar en qué quedaría convertida la Agencia Tributaria, y la hacienda pública, si ese sistema tan federal y tan solidario del que hablan los independentistas y el Gobierno se aplicase con carácter general, o al menos a estas dos comunidades.
«Pretenden que buena parte de los tributos de otros españoles vayan a la administración autonómica catalana»
Es posible que tras el golpe de Estado y tras la marcha de muchas empresas la situación haya cambiado, pero así y todo, el porcentaje de Cataluña sobre el total nacional debe de ser elevado y muchas sociedades importantes permanecerán en esta comunidad teniendo que ingresar en ella, el IVA y los impuestos especiales recaudados en otras muchas partes de España.
Está claro que el pacto firmado por Sánchez y los golpistas va mucho más allá de que los impuestos de los catalanes se queden en Cataluña (en realidad en la Generalitat); sino que pretenden que buena parte de los tributos de otros españoles vayan a la administración autonómica catalana. Invierten el eslogan, del España nos roba a Pretendemos robar a los otros españoles.
A menudo hemos oído afirmar a los independentistas más radicales que había que boicotear los productos españoles. También en los momentos álgidos del procés y del golpe se han escuchado en otras partes de España voces, tal vez de los más cabreados, lanzar la consigna de que había que boicotear los productos catalanes. Esta última campaña no duró mucho, aunque quizás sí pudo hacer daño a algunas de las marcas catalanas más significativas.
Habrá quien diga -muy posiblemente con razón- que todo esto tenía mucho de juego infantil. Pero de llevarse a cabo lo pactado, el panorama podría cambiar. Sería difícil quitar de la cabeza al resto de españoles que, si compran un Seat o un Wolkswagen, los suculentos impuestos que deberán pagar no van a ir a cubrir sus necesidades, sino los caprichos de la Generalitat y también sería complicado que no se hiciesen la consecuente pregunta: ¿por qué no adquirir un vehículo de otra marca?
Algo parecido pueden plantearse al optar por un vestido en Mango o escoger productos de Nestlé o Danone o entrar en los supermercados de Lidl, y en tantos y tantos casos más. Es difícil no admitir esta posibilidad, como también, la de que como fruto de ello se produjese una nueva fuga de empresas en Cataluña, lo que se convertiría en un boomerang y no sería muy provechoso para los propios catalanes.
Bien es verdad que a lo mejor esto no les importa demasiado a los firmantes del acuerdo. Sus intereses van por otra parte: unos a mantenerse en el Gobierno de la nación y de la Generalitat; los otros a contar con más recursos para mantener la singularidad de la autonomía catalana, más embajadas, permitir que los sueldos del muy honorable, el de sus consejeros y altos cargos sean bastante más elevados que el de todas las otras comunidades y, tras el cese, el estatus del presidente de la Generalitat sea de capitán general, o a financiar chiringuitos de todo tipo orientados a preservar su ‘singularidad’. Todo ello muy apropiado para que lo defienda el secretario general de un sindicato de clase.