THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Has de cambiar tu vida

«Cuán diferente es una vida que busca emular lo más alto que ha producido nuestra civilización de otra que busca lamentar solo esa herencia civilizada»

Opinión
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Has de cambiar tu vida

Torso de Mileto (Louvre). | Landetxea

Hace ya algún un tiempo que Woody Allen describió así nuestra situación: «Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto y yo, la verdad, no me encuentro nada bien». No sé por qué se me pasó por la cabeza esta frase (caprichos de la mente) hace unos días, mientras zapeaba en la tele.

Apareció en un canal David Broncano (ese comediante que hemos pagado entre todos para que nos haga reír mientras Sánchez nos gobierna). Asomó en otro canal el papa Francisco, aseverando que «todas las religiones llevan a Dios» —todas, todas, todas— (imagino que también el adventismo, que considera al Sumo Pontífice como el Anticristo).

Vivimos una época extraña, y a mí Woody Allen se me pasó por la mente mientras veía televisión.

Para entender estos tiempos nuestros, confieso que leo bastante más a autores progresistas que a autores conservadores (para disgusto de unos y de otros). Hay que comprender bien a quienes nos rigen (de hecho, estuve tentado de quedarme a ver el programa de Broncano).

Uno de los escritores que mejor calibran nuestra época es el alemán Peter Sloterdijk (que, por cierto, dentro de pocos días visitará Madrid). Puntualicemos que, en ocasiones, este filósofo sí se opone a la corriente que nos lleva. Por ejemplo, hace unos años se atrevió a lanzar a la opinión pública una idea bien estimulante: que los impuestos dejasen de ser eso, impuestos. Y que cada cual aportara al Estado solo los dineros que deseara. En su opinión, aguijoneados como estaríamos así por exhibir ante los demás nuestra nobleza y generosidad, la recaudación final no variaría mucho, mientras que lo que sí aumentaría sería nuestra virtud cívica (hoy reducida a «paga o acabarás preso»).

«Sloterdijk ha criticado las exageraciones con que se defienden las humanidades, como si su estudio fuera a convertirnos en seres mansos»

Se trataría, en suma, de recuperar la antigua idea del thymós, del orgullo ciudadano, que ya cultivaban los griegos. Mas la propuesta, como imaginará el lector, no pasó más allá de las aulas de filosofía y los salones de tertulianos. Con todo, sin duda fue un soplo de aire fresco en el viciado ambiente de regüeldos socialdemócratas que nos suele circundar.

Sloterdijk también ha criticado las exageraciones con que a veces se defienden las humanidades, como si su mero estudio fuera a convertirnos a todos en seres mansos y comprensivos; diatriba en que fue bien precedido por George Steiner. Y a la que incluso un servidor (hoy escribe cualquiera de cualquier cosa) trató de aportar su granito de arena aquí en THE OBJECTIVE.

Ahora bien, ya entonces (y en el libro que escribió al respecto, sus Normas para el parque humano) Sloterdijk confesaba su afinidad de fondo con los tiempos actuales. Para él, resultaba absurdo seguir intentando domesticar a los humanos con la educación (y sus humanidades), con las iglesias (y sus morales) o con leyes (y sus castigos). Se trata de sistemas carísimos y, seamos francos, bien poco eficaces.

Nos convenía más bien, aducía Sloterdijk, lanzarnos a emplear la ingeniería genética y la eugenesia, sin ambages, para mejorar nuestra especie. Aprovechar la ciencia para convertirnos en personas más buenecitas. Hacernos más éticos a golpe de laboratorio. Todo un anticipo de los ideales transhumanistas que hoy campan por doquier.

«Sloterdijk nos revelaba la clase de ser humano (‘concienciado’, ‘solidario’, ‘cosmopolita’) que esos augurios pretenden crear»

Pero donde mejor ha atrapado Sloterdijk el espíritu de nuestro siglo es en otra obra suya,
titulada Has de cambiar tu vida. Un libro del año 2009 tan obsesionado por el calentamiento global como a día hoy sigue estándolo el autor. Así, en una entrevista de El País este verano, nos advertía: «Vivimos como si no pasara nada», pero «vamos a acabar como huevos fritos».

Sloterdijk resultaba allí iluminador, en todo caso, porque no se limitaba a repetir jeremiadas, ni a profetizar las habituales plagas (inundaciones, derretimientos, agostamientos, extinciones) que prodigan los profetas del calor. Sloterdijk iba más allá y nos describía (nos confesaba) el tipo de persona que se deja llevar, el tipo de persona que hoy permite (o incluso goza) que esos augurios empapen toda su vida. Dicho de otra forma: Sloterdijk nos revelaba la clase de ser humano («concienciado», «solidario», «cosmopolita») que esos augurios pretenden crear.

Leámoslo con sus propias palabras:

«Debo autoafirmarme como ciudadano del mundo aunque apenas conozco a mis vecinos y descuido a mis amigos. Por mucho que la mayoría de mis compatriotas en el mundo para mí sea inaccesible tengo el encargo de copensar su presencia real en cada una de mis operaciones. Debo convertirme en un faquir de la coexistencia con todo y con todos y reducir la huella de mi pie en el mundo circundante a la huella que deja una pluma».

«Nos lo advirtió ya el filósofo Eric Hoffer: ‘Es más fácil amar a la humanidad en general que al vecino’»

Son pocas líneas pero están repletas de pistas. Por ejemplo, la exigencia de ser cosmopolitas, «ciudadanos del mundo», aunque apenas conozcamos al vecino de al lado y, a los amigos (¡es que da tanto trabajo ser ciudadano del orbe entero!), los tengamos un tanto descuidados. En su simplicidad, esta sola frase da la vuelta a nuestra herencia cristiana, que nos invitaba justo a lo contrario: a preocuparnos del prójimo, del próximo, antes que una abstracta humanidad lejana. Por el simple motivo de que el primero es real (que se lo pregunten, si no, al buen samaritano), mientras que la segunda es imaginaria. Y siempre es más sencillo amar a nuestros propios productos, sobre todo si lo son solo de nuestra imaginación.

Nos lo advirtió ya el filósofo Eric Hoffer: «Es más fácil amar a la humanidad en general que al vecino». Y Dostoievski había vislumbrado una idea semejante en Los hermanos Karamázov: «Durante mis ensoñaciones a menudo he llegado a imaginar apasionadas acciones por el bien de la humanidad, y quizás me hubiese dejado sacrificar por la gente si hubiese sido preciso, aunque soy incapaz de convivir dos días con nadie en una misma habitación, eso lo sé por experiencia… Amo a la humanidad, pero me asombra que, cuanto más la amo en abstracto, menos amo a los hombres en particular, es decir, a cada persona por separado».

No se queda en lo dicho Sloterdijk, empero, al proponernos su nuevo modelo del humano adaptadito a nuestros tiempos. El alemán no solo nos reclama amar ficciones humanitarias, sino que astutamente nos desliza la palabra «compatriotas». ¡Pero no para usarla con los compatriotas de verdad! (Las patrias, parece, habrán de ser abolidas en el cálido mundo que viene; ya se sabe que nunca fueron muy patriotas los huevos fritos). Sloterdijk dirige más bien el título de «compatriota» a esa humanidad evanescente o, como él mismo admite, «para mí inaccesible». Y, de paso, nos impone una obligación gigantesca: pensar cada uno de
nuestros actos en función de cómo afectarán a todos los demás miembros de esa humanidad.

Si desayuno he de estar pensando en cuán sostenible es lo que desayuno; si viajo he de estar pensando en cuán ecológico es mi transporte; si desayuno y viajo a la vez, mis preocupaciones se multiplican al cuadrado. Como consecuencia, si desayuno, viajo, leo, escucho música y pongo aire acondicionado al mismo tiempo, la cantidad de obligaciones que se me abalanzan encima, la cantidad de deberes que reclaman mis ocho mil millones de «compatriotas» de la tierra, empieza a desbordar mi capacidad computadora.

«Nuestra huella ha de consistir en no dejar huella. Nuestro mejor legado ha de radicar en no dejar ningún legado»

Eso es lo que Sloterdijk llama «copensar». Pero nuestras abuelas llamarían obsesionarse. Para eso es para lo que Sloterdijk nos pide ser «faquires de la coexistencia». Pero contra eso es contra lo que nuestras abuelas nos advirtieron, cuando nos desaconsejaban juntarnos con esos tipos raritos, los faquires, que vomitaban fuego y se clavaban agujas en el brazo.

Con todo y con eso, lo que mejor refleja el proyecto de Sloterdijk es el anhelo con el que finaliza su texto: «Reducir la huella de mi pie en el mundo circundante a la huella que deja una pluma». De la etérea humanidad en que, según él, tenemos que estar pensando todo el tiempo, hemos pasado ahora a la obligación de ser etéreos nosotros mismos. Tiene lógica. Pero la consecuencia es pavorosa: nuestra mayor aspiración al pasar por este mundo ha de residir… en que parezca que ni hemos pasado por él. Nuestra huella ha de consistir en no dejar huella. Nuestro mejor legado ha de radicar en no dejar ningún legado.

Estas premisas le resultarán familiares a cualquiera preocupado por la baja natalidad de nuestras sociedades; pero hay, si cabe, algo peor en ellas. Y es el modelo de persona que Sloterdijk, con nuestro mundo, nos están proponiendo: hemos de ser lo más parecido a no ser. Pasó ya el tiempo en que instruíamos a nuestros jóvenes para que, si era posible, dejasen marca en la historia; lejos está ya la época en que los educábamos para que perdurase su huella en las vidas de los demás. Ahora hemos de enseñarles a estar como si no estuviesen, a pasar como si no hubiesen pasado, a olvidarse de sí mismos para que pronto se les pueda olvidar a ellos del todo.

El lector recordará que George Bailey, el protagonista de ¡Qué bello es vivir!, se salvaba del suicidio al conocer la huella que había dejado en cuantos le rodeaban. En el mundo que nos proponen Sloterdijk y nuestras élites actuales, sin embargo, George Bailey se habría matado. Cuando el único proyecto que nos permiten nuestros miedos a la contaminación, al clima y a las catástrofes estriba en camuflarnos como si no existiésemos, la idea de dejar de existir no puede sino volvérsenos más atractiva. No es entonces solo la baja natalidad nuestro problema, sino también el aumento de suicidios, de antidepresivos y de adicciones. Nos están proponiendo ser hombres-nada; es normal, entonces, que nos precipitemos hacia la nada por cualquier resquicio que nos reste.

«Cuán distinta es una educación basada en hacer nuestras vidas más bellas de otra empeñada en hacerlas más insignificantes»

Lo más desazonador de todo esto es que en el mismo título del libro de Sloterdijk citado, Has de cambiar tu vida, reside la solución a esta deriva. Pero hemos de entender ese mandato de forma recta, y no como una invitación a ser más pequeñitos cada vez.

Porque «has de cambiar tu vida» es el verso final de un poema de Rilke, Torso arcaico de Apolo. Y de ahí lo ha recogido Sloterdijk. A lo largo de ese soneto, el poeta ha ido contemplando una estatua griega, hoy conservada en el Louvre, a la que solo le queda el tronco. Y nos ha ido narrando cuán interpelado se siente por su contundente aunque castigada belleza. Ahora bien, de repente, en el sorprendente verso final, Rilke gira súbito el foco desde la piedra esculpida hasta el lector, y nos increpa: «Has de cambiar tu vida». Ese es el sentimiento más noble que nos puede suscitar la belleza externa: el afán de hacer nuestra vida más hermosa también.

Cuán distinta es una educación basada en hacer nuestras vidas más bellas (como quería Rilke hace un siglo) de otra educación empeñada en hacerlas más insignificantes (como quieren tantos, no solo Sloterdijk, hoy). Cuán diferente es una vida que busca alabar y emular lo más alto que ha producido nuestra civilización, de otra vida que busca lamentar solo esa herencia civilizada. Y equipararla a la de los bárbaros.

Cuán elevado deseo sería, para este curso que estos días empieza, cambiar nuestras vidas fijándonos en una estatua de Apolo, en un relieve de María o en una pintura de Cristo; y cuán bajo será que en muchas clases de Ciencias Naturales, de Ética o de Religión, entre lo poco que se enseñará a nuestros alumnos, esté el color de cada cubo de basura en que deben reciclar.

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