Se sigue fumando
«Bendigo el día en que dejé de fumar, pero el acoso a los ciudadanos que no quieren renunciar a ello, perjudicándose sólo a sí mismos, no me parece bien»
Leí que el Gobierno se propone prohibir fumar en las terrazas de los bares. La Comisión Europea lo recomienda a todos los países miembros. El Gobierno laborista británico prepara una ley en ese sentido.
Si fumas al volante, la Dirección General de Tráfico te puede multar, con el peregrino pretexto de que encender el cigarrillo te distrae de la conducción y puede contribuir a causar algún accidente. Bueno, esto último no me extraña: la última, extractiva razón de ser esa siniestra Dirección es precisamente sustraer por todos los medios el dinero de los automovilistas, para ello tiene agentes de policía, cámaras, drones, impuestos y cualquier pretexto y medida que se les ocurra para convertir en área bajo vigilancia todos los espacios que abarca su jurisdicción.
Bendigo el día en que dejé de fumar gracias a la atenta lectura, que empecé el día en que me di cuenta de que demasiado a menudo tenía encendidos dos cigarrillos a la vez, del best seller mundial Es fácil dejar de fumar, si sabes cómo, de David Allen. Quien por cierto murió de cáncer de pulmón. Sin que esto sea un desmentido a sus tesis y a su sistema, que consiste en un persuasivo lavado de cerebro al que se somete voluntariamente el adicto a la nicotina para «desprogramarse» (por cierto, ese libro tan convincente no a todo el mundo le funciona: algunos amigos a los que se lo recomendé me dijeron que tras leer unas páginas lo habían tirado por la ventana). Recuerdo que el libro te recomendaba que siguieras fumando mientras lo leías («siga, siga aspirando humo de ese cilindro de papel lleno de hojas secas que le hace daño, le cuesta dinero, pero sepa que cuando acabe este libro habrá dejado el vicio».)
Ahora nos parece asombroso que se permitiese vivir y trabajar en ambientes tan espesos de humo tóxico como estaba todo el país hasta las leyes de Felipe González (años 1988 y 1992) y Zapatero (2005 y 2010), gracias a las cuales aulas, restaurantes, oficinas, interiores quedaron libres de humo. También en muchos hogares familiares el fumador impenitente se ve reducido a una habitación, o a salir al balcón, para no molestar a los demás con su vicio o su afición.
Bendigo el día en que dejé de fumar, pero el acoso a los ciudadanos que no quieren renunciar a ello, perjudicándose sólo a sí mismos, tampoco me parece bien. Mientras no sean esos puros hediondos, ¿por qué hay que prohibir fumar en las terrazas? ¿Y acaso las colillas que se ven en las aceras constituyen un terrible perjuicio a la convivencia y el bienestar general?
«Lo malo es que después venían otros 40 cigarrillos, que no proporcionaban ningún beneficio ni utilidad sino todo lo contrario»
Cada mañana al levantarme me asomo a la ventana. En un balcón de enfrente una mujer, apoyada en la baranda, fuma, meditabunda. Unos balcones más allá hay un hombre que también fuma. Se hallan en una situación como de marginales en su propia casa, sí, pero están disfrutando del chute de nicotina del primer cigarrillo del día, casi mareante, y que lleva de inmediato, según recuerdo, a un estado de ánimo especial, a la contemplación del día por delante desde un punto de vista yo diría claramente que superior. Lo malo es que después venían otros cuarenta cigarrillos, que no proporcionaban absolutamente ningún beneficio ni utilidad sino todo lo contrario, y sólo servían para calmar el mono. ¡Lo dice bien claro Allen Carr!
Con la lucha contra el hábito, y los pensamientos y la melancolía que le provocaba aquella lucha, ganó Vicente Verdú un premio Anagrama de ensayo. El libro contaba el malestar, la sensación de desamparo y las meditaciones que le suscitaba el proceso. No había una sensación de victoria al lograrlo. Era inteligente y melancólico. También sonaba vagamente ridícula tanta cavilación para resolver un tema como aquel.
Pero algo parecido hacía Svevo con su personaje de Zeno Cosini. Sus inútiles esfuerzos por dejar de fumar le daban para reflexionar sobre la vida, sus relaciones y sus hábitos.
Veo por la calle a mucha gente que camina fumando. Y en las puertas de los edificios de oficinas, empleados que han interrumpido el trabajo para «echar un pitillito» más o menos rápidamente. Los entiendo, como a los del balcón de enfrente: es un lapso de tiempo en el que quedan interrumpidas todas las solicitaciones, unos minutos que «roban» y que pasan a solas con sus pensamientos, cosa muy rara.
«Si no han dejado el dañino hábito, yo no les acosaría con más restricciones»
Si no han dejado el dañino hábito, yo no les acosaría con más restricciones. Si se me preguntase, yo diría que se les deje fumar en paz. Ya ellos harán lo que más les convenga. Ya la vida está bastante regulada. Pero en fin, tampoco haría de ello un casus belli.
Es leyenda que en el lecho de muerte Italo Svevo, fumador empedernido como el protagonista de La conciencia de Zeno, pidió a alguien un cigarrillo. Como se lo negaban, argumentó:
-Sería el último…
Pero la última palabra sobre este tema, y la anécdota más significativa, la tuvo Ribeyro, tabaquista empedernido y autor, por cierto, del mejor relato de Cuentos de humo, donde repasa su vida al hilo de las diferentes marcas –Derby, Chester, Pall Mall, Muratti, etcétera—que fumó, y de las anécdotas de su dependencia invencible. En el prólogo a su antología de cuentos, algunos memorables, titulada Silvio en el Rosedal, Bryce Echenique cuenta que en París su venerado Ribeyro vivía, siempre con el pitillo colgando de la comisura de los labios, en un piso de la place du Tertre. Un día, al salir a la ventana y verla ocupada por una manifestación, murmuró:
–¿Qué hace toda esa gente en mi cenicero?