THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Sé hombre y ve a misa

«Quizá hagan falta voces más viriles en nuestros púlpitos. Quizá los murales por la paz puedan sustituirse algún día por pinturas que lancen a la batalla de la vida»

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Sé hombre y ve a misa

"El martirio de San Mauricio", de El Greco..

La polémica es ya vieja —pero ¿acaso, hoy día, no lo son ya casi todas?—. Gira en torno a si debería permitirse a las católicas ejercer como sacerdotes (o sacerdotisas). Hay un argumento en contra que a veces se escucha durante semejantes diatribas, a menudo como chanza: «¿Que por qué las mujeres no pueden ser curas? ¡Porque así al menos habrá algún hombre en misa!».

Los chistes suelen recurrir a la hipérbole. Pero aquí los datos apuntan hacia la misma dirección. En España, según los últimos datos del CIS, las mujeres son un 31% más dadas a practicar su religión que los varones. No se trata de algo nuevo: de toda la vida, en la parte trasera de los templos, en sus atrios o incluso fuera de ellos, se agolpaban unos cuantos varones que, fumando y charlando, aguardaban a que sus esposas cumplieran con sus deber dominical.

Se han ofrecido diversas explicaciones para esta «brecha de género» religiosa, común a lo largo y ancho del mundo. Algunas son de índole hormonal: según Rodney Stark, por ejemplo, la testosterona incitaría a los varones a correr más riesgos —por ejemplo, el riesgo de no salvarse en el Más Allá—. Mientras que la mayor cautela de las mujeres las induciría a no andarse con tonterías en lo atinente al otro barrio. Por su parte, dos investigadores norteamericanos, Pippa Norris y Ronald Inglehart, explicaron hace tiempo la cosa con un argumento en cierto modo contrario: sería justo porque las mujeres están acostumbradas a afrontar más inseguridades en su vida cotidiana, que aumentaría entonces su querencia a buscar refugio en los ritos religiosos. Mientras que los hombres, con vidas más fáciles en la actual sociedad heteropatriarcalsexistamachista, no precisarían de tales amparos.

Sea como sea, lo que parece patente es que la tendencia se ha acendrado en los últimos tiempos. No seremos los primeros, de hecho, en detectar una notable feminización del catolicismo tras el Concilio Vaticano II. La recia sonoridad del órgano a menudo se ha visto suplantada por los acordes de las guitarritas; las severas melodías bachianas del primero han sido sustituidas por el «Tuuuuuuú has venido a mi oriiiiiilla» de las segundas. Los murales de colorines por la paz han invadido no solo las clases de Religión, sino también los locales parroquiales. Los altares (con la excepción ya citada del presbítero) se han visto inundados asimismo de mujeres que ayudan en la misa, mujeres que leen las lecturas, mujeres que recitan las preces o incluso mujeres que reparten la comunión. Son, a menudo, las mismas señoras que copan los consejos parroquiales, parajes donde la charocracia exhibe todo su esplendor.

Por otro lado, un vago sentimentalismo sobrevuela lo religioso —como todo lo demás en nuestra época—. Hay quien incluso descubre en el cambio de la posición del sacerdote (pues ahora, en vez de dar la espalda a los fieles, como ocurría antes de los años 70, el cura mira hacia ellos) un rasgo menos masculino: «Los hombres prefieren seguir a un líder en la batalla que sentarse en torno a una mesa para charlar» aduce el periodista Eric Sammons. «Cuando un clérigo encabeza a su pueblo durante el culto, no solo en espíritu, sino incluso en la orientación de su cuerpo, está desafiando a los hombres a que lo sigan, y los hombres adoran que los desafíen así».

«Desde hace un lustro, en EE UU los varones jóvenes acuden más a la iglesia que las mujeres de su generación»

No narro estos detalles feminizantes con ambición crítica. O, al menos, no por ahora. Solo constato un panorama que conoce cualquiera de misa regular. Sí, es cierto: al contrario de lo que han propuesto algunas teólogas feministas, aún no se le llama a Dios «Madre» en vez de «Padre»», ni se hacen alusiones a Cristo como persona no binaria. Pero, sin que se haya llegado a tales excesos, la progresiva feminización de lo religioso es un mero dato a nuestro derredor.

Y lo cuento no por mero afán etnográfico, sino porque, visto lo visto, creo que resultará más comprensible la gran sorpresa que han provocado los recientes datos elaborados por el estudioso de las religiones Ryan Burge. Según ellos, en Estados Unidos se está producido un fenómeno insólito: aunque «durante varias generaciones las mujeres asistían a los servicios religiosos con mayor frecuencia que los hombres, esto ya no es así». Desde hace un lustro —así que parece tendencia consolidada—, los varones jóvenes acuden más a la iglesia que las mujeres de su generación. De hecho, el porcentaje de mozos en torno a la veintena que participa en la liturgia es similar al porcentaje que se da entre señores de 65 años. Las féminas, en cambio, apenas varían en sus costumbres dominicales tengan 50 o 20 años; madres e hijas han abandonado las pías costumbres de sus abuelas por igual.

¿Cómo ha sido posible un giro semejante? Y ¿por qué en otros parajes, como España, no parece que se detecte nada similar?

Una buena pista para tratar de contestar a la primera pregunta nos la otorga el psicólogo Jordan Peterson. Desde hace tiempo, este autor lleva advirtiendo a las iglesias de que estaban descuidando a los varones menos añosos. Y que tal descuido implicaba un craso error, pues son quienes quizá hoy más las necesitan. ¿Por qué?

«Esta culpabilización general se acendra en el caso de que tu sexo sea masculino y tu edad no muy alta»

Según Peterson, vivimos una sociedad en que se nos culpabiliza de continuo: eres culpable porque contaminas, porque vives en una sociedad explotadora, porque contribuyes al cambio climático, porque no haces lo suficiente por todas las víctimas de la tierra. ¡Porque respiras, vaya! Esta culpabilización general se acendra en el caso de que tu sexo sea masculino y tu edad no muy alta: eres culpable si resultas demasiado arrojado e importunas a las mujeres, pero también si resultas demasiado pasivo y no las atiendes como merecen. Eres culpable porque eres varón y solo los varones violan —dato, todo sea dicho, que es rotundamente falso—. Eres culpable porque si eres niño, en vez de niña, alborotas más en clase y tienes mayor fracaso escolar. Lo eres porque te gusta que te regalen armas de juguete y practicas deportes más agresivos (¡basta de balonazos en el recreo!). Eres culpable porque los muchachotes son más violentos y acaban más a menudo en la cárcel que las damas. E incluso eres culpable porque, si eres varón y joven, resulta que incrementas en mucho las estadísticas de suicidios. ¡Ya son ganas de fastidiar!

Como también recuerda Peterson, estos problemas de nuestros chavales no afectan solo a nuestros chavales: sus chavalas coetáneas acabarán también perjudicadas. Por no citar a sus madres, hermanas, amigas y novias, que están sufriendo estos males a través de sus hijos, hermanos, amigos y novios ya. Quizá el mayor mal en que desemboque esta atmósfera culpabilizante lleve el nombre de nihilismo: cuando el único sentido que tiene tu vida es sentirte culpable por ser quien eres, la vida acaba por no tener mucho sentido en realidad.

Y si tu vida tiene poco sentido, poco también lo tendrá dar nueva vida a nuevos bebés: el clima nihilista acaba provocando un paisaje antinatalista como el que hoy nos circunda. Sobre todo si ese paisaje se puebla asimismo de condiciones materiales (sueldos bajos, alquileres altos, precariedad laboral, inflación galopante…) que desaniman a quien quiera formar una familia. Por no hablar, claro, de que antes habrás de superar la odisea de entablar relaciones con el sexo opuesto sin ser tildado de acosador. Y habrás resistir también, sin divorciarte, las altísimas tasas que hay ya de parejas rotas (más de la mitad de los matrimonios) a nuestro derredor.

¿Qué es entonces, en medio de tan poco halagüeño panorama, lo que Peterson cree que podrían aportar las iglesias cristianas? En sus propias palabras, «la Iglesia está ahí para recordarle a la gente, incluidos los hombres jóvenes (y quizá a ellos sobre todo y en primer lugar)» que el nihilismo es mentira. Que esta vida, que ahora comienza ante ellos, les ofrece mil y un tareas por acometer victoriosos: un jardín por el que caminar, una familia a la que cuidar, un arca que construir, una tierra por conquistar, una escalera hacia el cielo por montar. Y la clara y terrible catástrofe de la vida por afrontar».

«Lanzarte un reto es un varonil modo de decirle al retado que le aprecias»

No se trata de poner paños calientes, al contrario: Peterson no cree que haya que hacerles cariñitos especiales a nuestros adolescentes y jóvenes adultos. Ya recibieron bastantes, mientras fueron unos críos, de papá y mamá (que quizá así pretendían compensar su divorcio).

Las comunidades cristianas deben darles en su lugar otra cosa. Deben plantearles desafíos bien duros. Pues lanzarte un (duro) reto es un varonil modo de decirle al retado (lo mucho) que le aprecias. «Queremos llamarte al más alto propósito que puedas tener en tu vida», deberían decirle a la chavalada, «queremos tu tiempo y tu energía y tu esfuerzo, y tu voluntad y tu buena voluntad. Queremos trabajar contigo para que las cosas vayan mejor, para producir vida, y vida en abundancia, para ti y tu esposa e hijos, y tu comunidad y tu país y tu mundo». ¿Aceptas tan egregia misión?

Peterson puntualiza, por lo demás, que tampoco va la cosa de ocultar la corrupción o la grima o los errores que a menudo exhiben nuestras iglesias. Solo nos recuerda que, pese a todo, estas conservan la vieja sabiduría de los siglos. Sabiduría que las hace herederas de una joya que, aunque no se merezcan, son ellas las que custodian. «Pero es que yo no creo en muchas de las cosas que dicen en la iglesia», podría aducir un joven imaginario contra el discurso de nuestro autor. A lo que este, contundente, responde: «¿Y a quién le importa lo que tú creas?». Todo un sopapo al narcisismo. (Y a la obsesión protestante con tu fe interior).

¿Es este el motivo por el que los norteamericanitos veinteañeros están volviendo a los templos? ¿Los estadounidenses jóvenes empiezan a detectar en la religión el sentido que la sociedad les dice que no existe, el coraje que nuestros tiempos les prohíben, la fuerza que tantos y tantos les succionan? De ser esta la respuesta correcta, entonces se explicaría también por qué no están ocurriendo lo mismo (aún) en España. Ni por toda la Hispanidad en general.

«Dejemos de tratar a todo el mundo, joven o viejo, como víctimas; empecemos a tratarlos como admirables obras en crecimiento»

Y es que me temo que, como describíamos al inicio de este artículo, aún pervive en nuestras parroquias (y nuestros párrocos) un talante muy distinto a la actitud retadora que Peterson despliega. Quizá hagan falta voces menos atipladas y más viriles en nuestros púlpitos. Quizá los murales por la paz puedan sustituirse algún día por pinturas hechas y derechas que lancen a la batalla de la vida. (Un buen ejemplo es la que ilustra este artículo, el martirio de la legión tebana y su comandante, san Mauricio: miles de soldados romanos que se negaron, valientes, a perseguir a los cristianos en el siglo IV; y que fueron ejecutados por ello sin piedad). Quizá en vez de cantar «Viva la gente, la hay donde quiera que vas», no pase nada por volver a entonar un ronco réquiem cuando proceda o un himno grave cuando sea menester.

Quien consuela a un joven le muestra su afecto, quien le anima en medio de las asechanzas modernas le impulsa a vivir. Pero si, más allá de consolarlo o animarlo, le desafías a una digna empresa, estás enseñándole algo aún más importante: que tienes firme fe en cuál es la cima hasta la que puede elevarse. Dicho de modo más simple: que tienes fe en él. Dejemos de tratar a todo el mundo, joven o viejo, como víctimas; empecemos a tratarlos como admirables obras en crecimiento, que pueden llegar muy alto. Nos irá a todos mejor.

Pero, se me dirá, ¿cómo tener fe en la obra que es uno mismo? ¿O en las obras que son los otros? ¿Tan endebles, tan atacados como estamos por todas partes, tan fracasados como solo yo me sé y sé a los demás? Para eso también tienen respuesta las iglesias.

Pero hay que entrar en ellas, como cada vez hacen más jóvenes, para empezarlo a averiguar.

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